Se aferró a sus rodillas -en sus pantalones quedó la huella arrugada y sudorosa de sus manos- y cerró los ojos cuando el avión, con un estrépito de latas crujiendo, tocó tierra.
No dejó de parecerle milagroso haber sobrevivido al aterrizaje, y pensó que escribiría su primera carta a sus abuelos tan pronto se pudiera sentar frente a una mesa en su sitio de acogida. He llegado, estoy bien, la gente es muy amable. Hay mucho trabajo por hacer. Todo va a salir de maravilla.
La madre de Elaine había muerto en el parto, y ella había crecido al amparo de sus abuelos desde que su padre, en misión de reconocimiento cerca de Old Baldy, puso un pie sobre una mina antipersonas y volvió de Corea con la pierna derecha amputada hasta la cadera y perdido para la vida.
No había pasado un año de su regreso cuando salió a comprar cigarrillos y desapareció para siempre. No se volvió a saber de él. Elaine era una niña cuando eso sucedió, de manera que nunca notó realmente la ausencia, y sus abuelos se hicieron cargo de su educación y también de su felicidad con tanta prolijidad como cuando habían educado a sus propios hijos, pero con mucha más experiencia. Así que los adultos en la vida de Elaine fueron esas dos figuras de otros tiempos, y ella misma creció con nociones de responsabilidad que no eran las de los demás niños. A su abuelo, en reuniones sociales, le escuchaban opiniones que a Elaine la llenaban de orgullo y de tristeza al mismo tiempo: «Así me tendría que haber salido mi hija».
Cuando Elaine decidió suspender los estudios de Periodismo para involucrarse con los Cuerpos de Paz, el abuelo, que había hecho un luto de nueve meses tras el asesinato de Kennedy, fue el primero en apoyarla.
«Con una condición», dijo. «Que no te quedes por allá, como tantos otros. Está muy bien ayudar, pero tu país te necesita más.»
Ella estuvo de acuerdo.
La organización de la Embajada, contaba Elaine Fritts en su carta, la acomodó en una casa de dos pisos vecina del Hipódromo, media hora al norte de Bogotá, en un conjunto de calles mal asfaltadas que se convertían en barro cuando llovía. El mundo donde pasaría las siguientes doce semanas era un lugar en obra gris: la mayoría de las casas no tenían techo, porque el techo era lo más costoso y lo que se dejaba para el final, y el tráfico diario estaba hecho de mezcladoras anaranjadas grandes y ruidosas como abejas de pesadilla, volquetas que descargaban montañas de recebo en cualquier parte, obreros de mojicón en una mano y botella de gaseosa en la otra que le lanzaban silbidos obscenos al verla salir caminando.
Elaine Fritts -los ojos verdes más claros que jamás se habían visto por estos lugares, el largo pelo castaño y liso como una cortina que le barría la cintura, los pezones que se le marcaban en la blusa de flores con el frío de las mañanas sabaneras- fijaba la mirada en los charcos, en el reflejo de los cielos grises, y sólo levantaba la cabeza al llegar al lote baldío que separaba el barrio de la autopista Norte, más que todo para asegurarse de que las dos vacas que pastaban allí estuvieran a una distancia conveniente.
Lo demás era subirse a una buseta amarilla de horarios impredecibles y paraderos indeterminados y comenzar, desde el primer momento, a abrirse paso a codazos por entre la sopa de lentejas de los pasajeros. «El reto es muy sencillo», escribió al respecto. «Hay que bajar a tiempo.»
En la media hora de trayecto, Elaine tenía que llegar desde el torniquete de aluminio de la entrada (que aprendió a mover a golpes de cadera, sin necesidad de usar las manos) hasta la puerta trasera, y bajar del bus sin llevarse por delante a los dos o tres pasajeros que colgaban con un pie en el aire. Todo eso requirió un aprendizaje, claro, y durante la primera semana fue normal pasarse de su lugar de bajada uno o dos kilómetros y tener que llegar al CEUCA varios minutos después de comenzada la clase de las ocho, empapada por la llovizna pertinaz, caminando por calles que no conocía.
El Centro de Estudios Universitarios Colombo Americano: un nombre largo y pretencioso para unos pocos salones llenos de gente que a Elaine Fritts le resultaba familiar, demasiado familiar. Sus compañeros, en esta fase del entrenamiento, eran blancos como ella, veinteañeros como ella, y estaban cansados como ella de su propio país, cansados de Vietnam, cansados de Cuba, cansados de Santo Domingo, cansados de comenzar las mañanas desprevenidamente, hablando de banalidades con los padres o con los amigos, y acostarse por las noches sabiendo que acababan de asistir a un día único y lamentable, un día que quedaba inscrito de inmediato en la historia universal de la infamia: el día en que un rifle de cañón corto mata a Malcolm X, una bomba debajo de su carro mata a Wharlest Jackson, una bomba en la oficina de correos mata a Fred Conlon, una ráfaga de fusiles policiales mata a Benjamín Brown. Y al mismo tiempo los ataúdes seguían llegando de cada operación vietnamita con nombre inofensivo o pintoresco, Deck house Five, Cedar Falls, Junction City.
Las revelaciones sobre MyLai comenzaban a asomar la cabeza y pronto se hablaría de ThanhPhong, un acto bárbaro reemplazaba y desplazaba al otro, una mujer violada podía intercambiarse con otra violación ya antigua. Sí, así era: en su país, uno se despertaba y ya no sabía qué esperar, qué broma cruel le jugaría la historia, qué escupitajo le lanzaría a la cara.
¿Cuándo les había ocurrido esto a los Estados Unidos de América? Esa pregunta, que Elaine se hacía de mil maneras confusas todos los días, flotaba en el aire de los salones de clase, encima de todas las cabezas blancas y veinteañeras, y ocupaba también sus tiempos muertos, los almuerzos en la cafetería, los trayectos entre el CEUCA y los barrios de invasión donde los aprendices de voluntarios hacían sus trabajos de campo. Los Estados Unidos de América: ¿quién los estaba echando a perder, quién era responsable de la destrucción del sueño? Allí, en el salón de clases, Elaine pensaba: de eso hemos huido. Pensaba: somos todos escapados.
Las mañanas estaban dedicadas al español. Durante cuatro horas, cuatro arduas horas que la dejaban con dolor de cabeza y una tensión de porteadora en los hombros, Elaine desentrañaba los misterios del nuevo idioma frente a una profesora de botas de jinete y suéteres de cuello de tortuga, una mujer seca y ojerosa que solía traer a la clase a su niño de tres años porque no tenía con quién dejarlo en casa.
A cada resbalón con el subjuntivo, a cada género mal utilizado, la señora Amalia respondía con un discurso. «¿Cómo van a trabajar con los pobres de este país si no les entienden?», les decía apoyándose con dos puños cerrados en su mesa de madera. «Y si no logran que les entiendan a ustedes, ¿cómo quieren ganarse la confianza de los líderes comunitarios? En tres o cuatro meses, algunos van a estar llegando a la costa o a la zona cafetera. ¿Creen que los de Acción Comunal van a esperar a que busquen las palabras en el diccionario? ¿Creen que los campesinos se van a sentar en la vereda mientras ustedes averiguan cómo se dice la leche es mejor que la aguapanela?»
Pero en las tardes, durante las horas en lengua inglesa que en el programa oficial aparecían como American Studies y World Affairs, Elaine y sus compañeros recibían conferencias de veteranos de los Cuerpos de Paz que por una u otra razón se habían quedado en Colombia, y de ellos aprendían que las frases importantes no eran las que hablaban de la aguapanela o la leche, sino unas bien distintas cuyo ingrediente común era la palabra No: No vengo de Alianza para el Progreso, No soy agente de la CÍA y, sobre todo, No tengo dólares, qué pena con usted.