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Lo que recuerdo de ese día, eso sí, es que no me pareció intimidante: era tan delgado que su estatura engañaba, y había que verlo de pie junto a un taco de billar para percatarse de que apenas si llegaba al metro setenta; su escaso pelo del color de los ratones y su piel reseca y sus unas largas y siempre sucias daban una imagen de enfermedad o dejadez, la dejadez de un terreno baldío. Acababa de cumplir los cuarenta y ocho, pero parecía mucho más viejo. Hablaba con esfuerzo, como si le faltara el aire; su pulso era tan flojo que la punta azul de su taco temblaba siempre frente a la bola, y era casi milagroso que no se descachara más a menudo. Todo en él parecía cansado. Una tarde, después de que Laverde se hubiera ido, alguno de sus compañeros de juego (un hombre de su misma edad pero que se movía mejor, que respiraba mejor, que sin duda está vivo todavía y quizás incluso esté leyendo estas memorias) me reveló la razón sin que yo le hubiera preguntado nada.

«Es por la cárcel», me dijo, enseñándome al hablar un destello breve de diente de oro. «La cárcel cansa a la gente.»

«¿Estuvo preso?»

«Acaba de salir. Estuvo como veinte años, eso es lo que dicen.»

«¿Y qué hizo?»

«Ah, eso sí no sé», dijo aquel hombre. «Pero algo habrá hecho, ¿no? A nadie le clavan tanto tiempo por nada.»

Le creí, por supuesto, porque nada me permitía pensar que había una verdad alterna, porque no había ninguna razón en ese momento para cuestionar la primera versión inocente y desprevenida que alguien me diera de la vida de Ricardo Laverde. Pensé que nunca había conocido a un ex convicto -la expresión ex convicto, notará cualquiera, es la mejor prueba de ello-, y mi interés por Laverde creció, o creció mi curiosidad. Una larga condena impresiona siempre a un joven como lo era yo entonces. Calculé que yo apenas caminaba cuando Laverde entró a la cárcel, y nadie puede ser invulnerable a la idea de haber crecido y haberse educado y haber descubierto el sexo y tal vez la muerte (la de una mascota y luego la de un abuelo, por ejemplo), y haber tenido amantes y sufrido rupturas dolorosas y conocido el poder de decidir, la satisfacción o el arrepentimiento por las decisiones, el poder de hacer daño y la satisfacción o la culpa por hacerlo, y todo mientras que un hombre vive esa vida sin descubrimientos ni aprendizajes que es una condena de semejante magnitud. Una vida no vivida, una vida que se le escurre a uno entre los dedos, una vida propia y sufrida por uno pero al mismo tiempo de propiedad ajena, propiedad de los que no la sufren.

Y casi sin darme cuenta nos fuimos acercando. Ocurrió primero casualmente: yo aplaudía una de sus carambolas, por ejemplo -al hombre se le daban bien las bandas previas-, y luego lo invitaba a jugar en mi mesa o pedía permiso para jugar en la suya. Él me aceptó a regañadientes, como recibe un iniciado a un aprendiz, a pesar de que mi juego era superior y junto a mí Laverde pudo, por fin, dejar de perder. Pero entonces descubrí que perder no le importaba demasiado: el dinero que ponía sobre el paño color esmeralda al final de los chicos, esos dos o tres billetes oscuros y arrugados, formaba parte de sus gastos rutinarios, un pasivo previamente aceptado de su economía.

El billar no era para él un pasatiempo, ni siquiera una competencia, sino la única forma que Laverde tenía en ese momento de estar en sociedad: el ruido de las bolas al chocar, de las cuentas de madera en los cables, de las tizas azules al frotarse sobre las puntas de cuero viejo, todo eso constituía su vida pública. Fuera de esos corredores, sin un taco de billar en la mano, Laverde era incapaz de tener una conversación corriente, ya no digamos una relación.

«A veces creo», me dijo la única vez que hablamos con alguna seriedad, «que nunca he mirado a nadie a los ojos».

Era una exageración, por supuesto, pero no estoy seguro de que el hombre exagerara a propósito. Después de todo, no me estaba mirando a los ojos cuando me dijo esas palabras.

Ahora que tantos años han pasado, ahora que recuerdo desde la comprensión que entonces no tenía, pienso en esa conversación y me parece inverosímil que su importancia no me haya saltado a la cara. (Y me digo al mismo tiempo que somos pésimos jueces del momento presente, tal vez porque el presente no existe en realidad: todo es recuerdo, esta frase que acabo de escribir ya es recuerdo, es recuerdo esta palabra que usted, lector, acaba de leer.)

El año estaba terminando; era época de exámenes y las clases se habían suspendido; la rutina de los billares se había instalado en mis días, y de alguna manera les daba forma y propósito. «Ah», me decía Ricardo Laverde cada vez que me veía llegar. «Me coge de milagro, ya me iba a ir.»

Algo en nuestros encuentros estaba cambiando: lo supe la tarde en que Laverde no se despidió de mí como hacía siempre, desde el otro lado de la mesa, llevándose una mano a la frente igual que un soldado y dejándome con el taco en la mano, sino que me esperó, me vio pagar las bebidas de ambos -cuatro cafés con brandy y una coca cola al final- y salió del local caminando a mi lado.

Caminó junto a mí hasta la esquina de la plazoleta del Rosario, entre olores de tubos de escape y arepas fritas y alcantarillas abiertas; entonces, allí donde una rampa desciende hasta la boca oscura de un parqueadero subterráneo, me dio una palmada en el hombro, un frágil golpecito con su mano frágil, más parecido a una caricia que a una despedida, y me dijo:

«Bueno, mañana nos vemos. Tengo que hacer una diligencia.»

Lo vi sortear los corrillos de esmeralderos y meterse por el callejón peatonal que lleva a la carrera Séptima, luego doblar la esquina, y entonces ya no lo vi más.

Las calles comenzaban a adornarse con luces navideñas: guirnaldas nórdicas y bastones de dulce, palabras en inglés, siluetas de copos de nieve en esta ciudad donde nunca ha nevado y donde diciembre, en particular, es la época de más sol. Pero de día las luces apagadas no adornaban: obstruían la mirada, ensuciaban, contaminaban. Los cables, suspendidos por encima de nuestras cabezas, cruzando la calzada de un lado al otro, eran como puentes colgantes, y en la plaza de Bolívar se encaramaban como plantas trepadoras a los postes, a las columnas jónicas del capitolio, a las paredes de la catedral. Las palomas, eso sí, tenían más cables donde descansar, y los vendedores de maíz no daban abasto para atender a los turistas, ni daban abasto los fotógrafos callejeros: hombres viejos de ruana y sombrero de fieltro que capturaban a sus clientes como se arría una vaca y luego, al momento de la foto, se cubrían con una manta negra, no porque se lo exigiera su aparato, sino porque eso era lo que los clientes esperaban. También estos fotógrafos eran sobrevivientes de otros tiempos, cuando no todo el mundo podía producir su propio retrato y la idea de comprar en la calle una foto que le han tomado a uno (muchas veces sin que uno se dé cuenta) no era completamente absurda.

Todo bogotano de una cierta edad tiene una foto de calle, la mayoría tomadas en la Séptima, antigua calle Real del Comercio, reina de todas las calles bogotanas; mi generación creció mirando esas fotos en los álbumes familiares, esos hombres de traje de tres piezas, esas mujeres de guantes y paraguas, gente de otra época en que Bogotá era más fría y más lluviosa y más doméstica, pero no menos ardua. Yo tengo entre mis papeles la foto que mi abuelo compró en los cincuenta y la que mi padre compró unos quince años después. No tengo, en cambio, la que Ricardo Laverde compró esa tarde, aunque la imagen persiste con tanta claridad en mi memoria que podría dibujarla con todas sus líneas si tuviera algún talento para el dibujo. Pero no lo tengo. Ése es uno de los talentos que no tengo.