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A finales de septiembre, Elaine escribió una larga carta en que felicitaba a la abuela por su cumpleaños, les agradecía a ambos los recortes de Time, le preguntaba al abuelo si ya había visto la película de Newman y Redford, cuya fama llegaba hasta Bogotá (aunque la película fuera a tardar un poco más). Luego, repentinamente solemne, les preguntaba qué se sabía de los crímenes de Beverly Hills. «Todo el mundo tiene una opinión aquí, no se puede uno sentar a almorzar sin que se hable del tema. Las fotos son horribles. Sharon Tate estaba embarazada, no sé cómo alguien puede hacer algo así. Da miedo este mundo que nos tocó. Abuelo, tú has visto cosas más terribles. Por favor, dime que el mundo siempre ha sido así.» Y luego pasaba a otro tema. «Creo que ya les había contado de los barrios de invasión», escribía. Explicaba que cada clase del CEUCA está dividida en grupos, que cada grupo tiene un barrio, que los otros tres integrantes de su grupo son californianos: todos hombres, muy buenos levantando paredes y hablando con los líderes de la junta local (eso explicaba Elaine), muy buenos también consiguiendo marihuana guajira o samaria de buena calidad y a buen precio en el centro de la ciudad (eso no lo explicaba). Pues bien, con ellos subía una vez por semana a las montañas que hay alrededor de Bogotá, por calles enlodadas donde no era raro patear una rata muerta, entre casas de cartón y madera podrida, junto a pozos sépticos abiertos a la mirada (y a las narices) de todos. «Tenemos mucho por hacer», escribía Elaine. «Pero no les quiero hablar más del trabajo, eso lo dejo para otra carta. Quiero contarles que tuve un golpe de suerte.»

Ocurrió así. Una tarde, después de una larga sesión con la junta del barrio -en la que se habló de agua contaminada, se declaró la imperiosa necesidad de construir un acueducto, se convino que no había dinero para hacerlo-, el grupo de Elaine acabó tomando cerveza en una tienda sin ventanas. Hicieron falta dos rondas (las botellas de vidrio marrón acumulándose sobre la estrecha mesa) para que Dale Cartwright bajara la voz y le preguntara a Elaine si era capaz de guardar un secreto durante unos cuantos días. «¿Sabes quién es Antonia Drubinski?», le preguntó. Elaine, como todo el mundo, sabía quién era Antonia Drubinski: no sólo porque se trataba de una de las voluntarias más veteranas, ni tampoco porque hubiera sido arrestada ya dos veces por desórdenes en la vía pública -donde desórdenes debe leerse como protestas contra la guerra de Vietnam, y la vía pública debe leerse como frente a la embajada de Estados Unidos-, sino porque Antonia Drubinski se encontraba, desde hacía unos días, en paradero desconocido.

«De todo menos desconocido», dijo Dale Cartwright. «Ya se sabe dónde está, lo que pasa es que no han querido que la cosa se vuelva noticia.»

«¿Quiénes no han querido?»

«La Embajada. El CEUCA.»

«¿Y por qué? ¿Dónde está?»

Dale Cartwright miró a ambos lados y hundió la cabeza.

«Se fue al monte», dijo casi en susurros. «Va a hacer la revolución, parece. En fin, eso no es importante. Lo importante es que su cuarto quedó libre.»

«¿El cuarto?», dijo Elaine. «¿Ese cuarto?»

«Ese cuarto, sí. El mismo que es la envidia de toda la clase. Y pensé que tal vez a ti te gustaría quedarte con él. Ya sabes, vivir a diez minutos del CEUCA, ducharte con agua caliente.»

Elaine se quedó pensando.

«Yo no vine aquí para tener comodidades», dijo al fin.

«Ducharte con agua caliente», repitió Dale. «No tener que moverte como un quarterback para bajar del bus.»

«Pero es que la familia», dijo Elaine.

«¿Qué pasa con la familia?»

«Les pagan setecientos cincuenta pesos por alojarme», dijo Elaine. «Es la tercera parte de lo que ganan.»

«Y eso qué tiene que ver.»

«Pues que no quiero quitarles la plata.»

«Pero quién te crees que eres, Elaine Fritts», dijo Dale con un suspiro teatral. «Te crees única e irrepetible, qué barbaridad. Elaine querida, hoy mismo llegaron quince voluntarios más a Bogotá. Hay otro vuelo de Nueva York el sábado. En todo el país son cientos, tal vez miles, los gringos como tú y como yo, y muchos de ellos van a venir a trabajar en Bogotá. Créeme, tu cuarto se va a llenar antes de que hayas empacado la maleta.»

Elaine tomó un trago de cerveza.

Tiempo después, cuando ya había ocurrido todo, recordaría esa cerveza, el ambiente sombrío de la tienda, el reflejo de la tarde que ya se acababa en los cristales del mostrador de aluminio. Ahí comenzó todo, pensaría. Pero en ese momento, ante el ofrecimiento transparente de Dale Cartwright, hizo una ecuación rápida en su cabeza. Sonrió.

«Y cómo sabes que yo hago movimientos de quarterback», dijo al fin.

«Todo se sabe en los Cuerpos de Paz, mi querida», dijo él. «Todo se sabe.»

Y así fue como tres días más tarde Elaine Fritts hacía por última vez el trayecto desde el Hipódromo, pero esta vez cargada de maletas. Le habría gustado que la familia se entristeciera un poco, no lo podía negar, le habría gustado un abrazo sentido, quizás un regalo de despedida como el que ella les había dado, una cajita de música que empezaba a escupir las notas de El golpe cuando uno la abría.

No hubo nada de eso: le pidieron la llave y la acompañaron a la puerta, más por desconfianza que por cortesía. El padre salió de prisa, de manera que fue la madre sola, una mujer que llenaba con su figura el vano de la puerta, quien la vio bajar las escaleras y ganar la calle, sin ofrecerse nunca a ayudarla con las maletas.

En ese instante apareció el niñito (era hijo único, llevaba la camisa por fuera del pantalón y en la mano un camión de madera pintada de azul y rojo), y preguntó algo que no se entendió bien. Lo último que Elaine escuchó antes de darse la vuelta fue la respuesta de su anfitriona.

«Se va, mijito, se va para una casa de ricos», dijo la mujer. «Gringa desagradecida.»

Una casa de ricos. No era cierto, porque los ricos no recibían a voluntarios de los Cuerpos de Paz, pero en ese momento Elaine no tenía los argumentos para embarcarse en un debate sobre la economía de su segunda familia. La nueva casa de acogida, había que confesarlo, tenía lujos que a Elaine le hubieran parecido inimaginables unas semanas atrás: era una cómoda construcción de la avenida Caracas, de fachada estrecha pero muy profunda, con un pequeño jardín en el fondo y un árbol frutal en una esquina del jardín, junto a un muro tejado. La fachada era blanca, los marcos de las ventanas de madera pintada de verde, y para entrar había que abrir una verja de hierro que separaba el antejardín de la acera pública y que soltaba un chillido animal cada vez que alguien llegaba. La puerta principal daba a un corredor penumbroso pero amable. A la izquierda del corredor se abría la doble puerta cristalera de la sala, y más adelante estaba la del comedor, y más adelante el corredor bordeaba el angosto patio interior donde crecían los geranios en macetas colgantes; a la derecha, tan pronto uno entraba, comenzaban a subir las escaleras.

Elaine entendió todo al echarle una mirada a los peldaños de madera: la alfombra roja había sido fina, pero ya estaba gastada por el uso (en ciertos escalones comenzaban a ser visibles las hilachas grises del tejido profundo); las traviesas de cobre que mantenían la alfombra pegada a los escalones se habían soltado de sus anillos, o bien los anillos se habían soltado del suelo de madera, y a veces, cuando uno subía de prisa, sentía un resbalón y el tintineo breve de los metales sueltos.

La escalera, para Elaine, fue como un memorando o un testigo de lo que esta familia había sido y ya no era.