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«Una buena familia venida a menos», había dicho el funcionario de la Embajada cuando Elaine fue a hacer el papeleo para el traslado.

Venida a menos: Elaine pensó mucho en esas palabras, intentó traducirlas literalmente, fracasó en el intento. Sólo al fijarse en la alfombra de las escaleras lo comprendió, pero lo comprendió instintivamente, sin organizado en frases coherentes, sin hacerse en la cabeza un diagnóstico científico.

Con el tiempo todo cobraría sentido, porque Elaine había visto casos similares varias veces en la vida: familias de buen pasado que un día se dan cuenta de que el pasado no da dinero.

La familia se llamaba Laverde. La madre era una mujer de cejas depiladas y ojos tristes cuyo abundante pelo rojo -un exotismo en este país, o bien un producto de tintes- estaba fijo eternamente en un tocado perfecto y oloroso a laca recién puesta.

Doña Gloria era un ama de casa sin delantaclass="underline" Elaine nunca la vio empuñar un plumero, y sin embargo en los tocadores, en las mesas de noche, en los ceniceros de porcelana, no había rastro del polvo amarillo que se respiraba al salir a la calle: todo cuidado con la obsesión que sólo tienen quienes dependen de las apariencias.

Don Julio, el padre, tenía la cara marcada por una cicatriz, no recta y delgada como la que hubiera dejado un corte, sino extendida y asimétrica (Elaine pensó, equivocadamente, en una enfermedad de la piel). En realidad no era sólo la mejilla: el daño se extendía hacia abajo desde la línea de la barba, era como una mancha que le resbalara por el maxilar y le bañara el cuello, y era muy difícil no fijar la mirada en ella.

Don Julio era actuario de profesión, y una de las primeras conversaciones en el comedor, bajo la luz azulada de la lámpara de araña, estuvo dedicada a hablarle a la huésped de seguros y probabilidades y estadísticas.

«¿Cómo sabe usted qué seguro de vida debe pagar un hombre?», decía el padre.

«A las aseguradoras les interesa saber esas cosas, claro, no es justo que un treintañero de buena salud pague lo mismo que un anciano con dos infartos encima.

Ahí entro yo, señorita Fritts: a mirar el futuro. Yo soy el que dice cuándo morirá este hombre, cuándo morirá aquél, o qué probabilidad hay de que este carro se estrelle en estas carreteras. Yo trabajo con el futuro, señorita Fritts, soy el que sabe lo que va a pasar. Es una cuestión de números: en los números está el futuro. Los números nos dicen todo. Los números me dicen, por ejemplo, si el mundo contempla que yo muera antes de los cincuenta. ¿Y usted, señorita Fritts, sabe cuándo va a morir? Yo puedo decírselo. Si me da tiempo, lápiz y papel y un margen de error, yo puedo decirle cuándo es más probable que usted muera, y cómo. Estas sociedades nuestras están obsesionadas con el pasado. Pero a ustedes los gringos el pasado no les interesa, ustedes miran para adelante, sólo les interesa el futuro. Lo han entendido mejor que nosotros, mejor que los europeos: en el futuro es donde hay que poner los ojos. Pues eso hago yo, señorita Fritts: yo me gano la vida poniendo los ojos en el futuro, yo sostengo a mi familia diciéndole a la gente lo que va a pasar. Hoy esa gente son las aseguradoras, claro, pero el día de mañana habrá otras personas interesadas en este talento, es imposible que no. En Estados Unidos lo entienden mejor que nadie. Por eso van ustedes adelante, señorita Fritts, y por eso vamos nosotros tan atrás. Dígame si le parece que estoy equivocado.»

Elaine no dijo nada.

Desde el otro lado de la mesa la miraba el hijo menor de la pareja, una sonrisa ladeada y burlona, unas pestañas largas y espesas que le daban a los ojos negros un rasgo vagamente femenino. La había mirado así desde el principio, con una insolencia que a ella, por alguna razón, la halagaba. Nadie la había mirado así en Colombia: meses después de su llegada, todavía Elaine no se había acostado con alguien que no fuera norteamericano, que no tuviera orgasmos en inglés.

«Ricardo no cree en el futuro», dijo don Julio.

«Claro que sí creo», dijo el hijo. «Pero en mi futuro no hay que pedir plata prestada.»

«Bueno, no comiencen con eso», dijo doña Gloria con una sonrisa. «Qué va a pensar la visita, recién llegada como está, y todo.»

Ricardo Laverde: demasiadas erres para el terco acento de Elaine. «A ver, Elena, diga mi nombre», le había ordenado Ricardo al enseñarle el baño que le correspondía y la habitación donde viviría, la mesita de noche de color pastel y la cómoda de tres cajones y la cama con dosel que habían sido de la hermana mayor hasta su matrimonio (había una foto de estudio de la niña: la raya limpia en la mitad del pelo, la mirada perdida en el aire, la firma barroca del fotógrafo).

El cuarto de huéspedes: legiones de gringos como ella habían pasado por allí. «Diga mi nombre tres veces y le doy otra cobija», le decía este Ricardo Laverde. Era un juego, pero un juego hostil. Incómoda, Elaine entró en él.

«Ricardo», dijo con la lengua enredada. «Laverde.»

«Mal, muy mal», dijo Ricardo. «Pero no importa, Elena, la boquita se le ve linda.»

«No me llamo Elena», dijo Elaine.

«No le entiendo, Elena», dijo él. «Va a tener que practicar, si quiere le ayudo.»

Ricardo era un par de años menor que ella, pero se comportaba como si le llevara de ventaja toda la experiencia del mundo. Al principio se encontraban al atardecer, cuando Elaine llegaba de sus clases en el CEUCA, y cruzaban algunas frases en el saloncito del segundo piso, casi debajo de la jaula del canario Paco: qué tal, cómo le fue, qué aprendió hoy, diga mi nombre tres veces y sin enredarse.

«Los bogotanos son buenísimos para hablar sin decir nada», escribió Elaine a sus abuelos. «I'm drowning in a smalltalk.»

Pero una tarde se encontraron en plena carrera Séptima, y les pareció una casualidad notable que ambos acabaran de pasar la mañana gritando consignas frente a la embajada de Estados Unidos, llamando criminal a Nixon y cantando «EnditNow, EnditNow, EnditNow!».

Mucho después Elaine se enteraría de que el encuentro no había tenido nada de casuaclass="underline" Ricardo Laverde la había esperado a la salida del CEUCA y la había perseguido durante horas, espiándola desde lejos, escondiéndose entre la gente de la calle y detrás de pancartas con las leyendas

Calley = Murderer…y

Proud to be a DraftDodger…y

Why are We There, Anyway?,

y tragándose los cánticos un par de metros detrás de donde Elaine se había estacionado, todo eso mientras ensayaba diversas versiones, diversas entonaciones, de las palabras que eventualmente le dijo:

«Bueno, pero qué coincidencia tan rara, ¿no? Venga, la invito a tomar algo, y así me da todas las quejas que tenga de mis papas.»

Fuera de la casa de los Laverde, lejos de las porcelanas bien arregladas y de la mirada de un militar al óleo y del silbido irritante del canario, su relación con el hijo de los anfitriones se transformó o comenzó de nuevo. Allí, sentada con un chocolate caliente entre las manos, Elaine contó cosas y escuchó lo que Ricardo le contaba. Así supo que Ricardo se había graduado de un colegio de jesuitas, que había comenzado a estudiar Economía -una especie de legado o de imposición de su padre- y que hacía unos meses había dejado la carrera para perseguir lo único que le interesaba: pilotar aviones.

«A papá no le gusta, claro», le diría Ricardo mucho después, cuando ya podían hacerse esas confesiones. «Siempre se ha resistido. Pero yo cuento con mi abuelo, mi abuelo está de mi lado. Y papá no puede hacer nada. No es fácil llevarle la contraria a un héroe de guerra. Aunque se trate de una guerra pequeñita, una guerra de aficionados comparada con la que hubo antes y la que hubo después en el mundo, una guerra de entreguerras. Pero en fin, una guerra es una guerra y todas las guerras tienen sus héroes, ¿no?