«Hoy estoy seguro», dijo Laverde. «Si hoy en día quiero ser piloto, si nada más me interesa en el mundo, es por culpa de Santa Ana. Si alguna vez llego a matarme en un avión, será por culpa de Santa Ana.»
Esa historia tenía la culpa, decía Laverde. Esa historia tenía la culpa de que hubiera aceptado las primeras invitaciones de su abuelo. Esa historia tenía la culpa de que hubiera comenzado a ir a las pistas del Aeroclub de Guaymaral para volar con el veterano heroico y sentirse vivo, más vivo que nunca. Se paseaba entre los Sabré canadienses y conseguía que le dejaran sentarse en las cabinas (su apellido las abría todas), y luego conseguía (de nuevo el apellido) que los mejores profesores de aviación del Aeroclub le dedicaran más horas de las que había pagado: la historia de Santa Ana tenía la culpa de todo eso. Nunca sentiría como sintió en esos días lo que es ser un delfín, lo que es tener un poco de poder heredado.
«Lo he aprovechado, Elena, se lo juro», decía. «He aprendido bien, he sido buen alumno.»
Su abuelo siempre le dijo que tenía buena madera. Sus profesores eran otros veteranos: de la guerra con el Perú, sobre todo, pero alguno había que voló en Corea y fue condecorado por los gringos, o por lo menos eso se decía. Y todos opinaban que este muchachito era bueno, que tenía un instinto raro y unas manos de oro y, lo más importante, que los aviones lo respetaban. Y los aviones nunca se equivocan.
«Y así hasta hoy», dijo Laverde. «Mi papá se quiere morir, pero yo ya soy dueño de mi propia vida; con cien horas de vuelo uno es dueño de su propia vida. Él se pasa los días adivinando el futuro, pero es el futuro de otros, Elena, mi padre no sabe lo que hay en el mío, ni sus fórmulas ni sus estadísticas se lo pueden decir. Yo he perdido mucho tiempo tratando de averiguarlo, y sólo ahora, en los últimos días, he llegado a entender la relación que hay entre mi vida y la cara de papá, entre el accidente de Santa Ana y esta persona que usted ve aquí, que va a hacer grandes cosas en la vida, un nieto de héroe. Yo voy a salir de esta vida mediocre, Elena Fritts. Yo no tengo miedo, yo voy a recuperar el apellido Laverde para la aviación. Yo voy a ser mejor que el capitán Abadía y mi familia se va a sentir orgullosa de mí. Yo voy a salir de esta vida mediocre, me voy a ir de esta casa donde uno sufre cada vez que otra familia nos invita a comer porque nos va a tocar invitarlos después. Yo voy a dejar de contar centavos como hace mi mamá todas las mañanas. Yo no voy a tener que ponerle una cama a un gringo para que mi familia tenga con qué comer, perdone si la ofendo, no es para ofenderla. Qué quiere, Elena Fritts, yo soy un nieto de héroe, yo estoy para otras cosas. Grandes cosas, así es, lo digo y lo sostengo. Le pese a quien le pese.»
Bajaban en teleférico, igual que habían subido. Atardecía, y el cielo bogotano se había convertido en un gigantesco manto violeta. Debajo de ellos, en la luz escasa, los peregrinos que habían subido a pie y a pie bajaban eran como chinchetas de colores en las escaleras de piedra.
«Qué luz tan rara hay en esta ciudad», dijo Elaine Fritts. «Uno cierra los ojos un segundo y ya se ha hecho de noche.»
Pasó una ráfaga de viento, sacudió la cabina, pero esta vez los turistas no gritaron. Hacía frío. El viento soltó un susurro al cruzar la cabina. Elaine, abrazada a Ricardo Laverde, recostada a la barra horizontal que protegía la ventana, se vio de pronto a oscuras. Las cabezas de los pasajeros se recortaban contra el cielo, negro sobre negro. La respiración de Ricardo le llegaba en oleadas, un olor de tabaco y agua limpia, y allí, flotando sobre los cerros orientales, viendo la ciudad encenderse para la noche, Elaine quiso que esa cabina nunca llegara abajo. Pensó, acaso por primera vez, que una persona como ella podría vivir en un país como éste. En más de un sentido, pensó, este país estaba todavía comenzando, apenas descubriendo su lugar en el mundo, y ella quería ser parte de ese descubrimiento.
El subdirector de los Cuerpos de Paz en Colombia era un hombrecito delgado y distante, de gafas de marco grueso a la Kissinger y corbata tejida. Recibió a Elaine en camisa, lo cual no hubiera tenido nada de particular si el hombre no usara camisas de manga corta, como si estuviera en el calor insoportable de Barranquilla o Girardot en lugar de morirse de frío en estos páramos. Usaba tanta brillantina en el pelo negro que la luz de un tubo de neón podía producir la ilusión de canas prematuras en sus sienes, o de raíces blancas en su carrera nítida como la de un militar. No podía saberse si era norteamericano o local, o un norteamericano hijo de locales, o un local hijo de norteamericanos; no había pistas, ni afiches en las paredes ni música sonando en ninguna parte ni libros en las estanterías, que permitieran conjeturar una vida, unos orígenes. Hablaba un inglés perfecto, pero su apellido -el largo apellido que miraba a Elaine desde el escritorio, grabado en una enseña de bronce que parecía maciza- era latinoamericano o por lo menos español, Elaine no sabía si había alguna diferencia.
La entrevista era una rutina: todos los voluntarios de los Cuerpos de Paz habían pasado o pasarían por esta oficina oscura, por esta silla incómoda donde ahora Elaine se soliviaba para alisarse con las manos la larga falda aguamarina. Aquí, frente al delgado y distante Mr. Valenzuela, todos los que habían sido entrenados en el CEUCA se sentaban tarde o temprano y escuchaban un pequeño discurso sobre cómo se acercaba el final del entrenamiento, cómo pronto los voluntarios estarían viajando a los lugares donde cumplirían su misión, discursos sobre la generosidad y la responsabilidad y la oportunidad de marcar la diferencia. Escuchaban las palabras permanente site placement y enseguida la misma pregunta: «¿Tiene usted alguna preferencia?». Y los voluntarios pronunciaban nombres de adquisición reciente y de contenido ignoto: Bolívar, Valledupar, Magdalena, Guajira. O Quindío (pronunciado Cuindio). O Cauca (pronunciado Cohca). Luego eran trasladados a un lugar cercano al destino final, una especie de escala intermedia donde pasaban tres semanas junto a un voluntario de más experiencia. Field training, se llamaba. Todo eso se decidía en media hora de entrevista.
«Bueno, what's it gonna be?», dijo Valenzuela. «Cartagena no se puede, ni Santa Marta. Ya están llenos. Todo el mundo quiere ir allá, es por el Caribe.»
«Yo no quiero ciudades», dijo Elaine Fritts.
«¿No?»
«Creo que puedo aprender más en el campo. El espíritu de los pueblos está en sus campesinos.»
«El espíritu», dijo Valenzuela.
«Y uno puede ayudar más», dijo Elaine.
«Bueno, eso también. Vamos a ver, ¿tierra fría o tierra caliente?»
«Donde más pueda ayudar.»
«Ayuda se necesita en todas partes, señorita. Este país está a medio hornear todavía. Piense también en las cosas que usted sabe, las que se le dan bien.»
«¿Las cosas que sé?»
«Claro. No se va a ir a cultivar papas si no ha visto un azadón ni en fotos.»
Valenzuela abrió una carpeta marrón que había tenido bajo la mano todo el tiempo, pasó una página, levantó la cara.
«Universidad George Washington. Estudiante de Periodismo, ¿no?»
Elaine asintió. «Pero he visto azadones», dijo. «Y aprendo rápido.»
Valenzuela hizo una mueca de impaciencia.
«Pues tiene tres semanas», dijo. «Eso, o convertirse en una carga y hacer el ridículo.»
«Yo no voy a ser una carga», dijo Elaine.
«Yo-» Valenzuela removió unos papeles, sacó una nueva carpeta. «Mire, en tres días me reúno con los líderes regionales. Ahí voy a saber quién necesita qué, y voy a saber dónde puede usted hacer el field training. Pero lo que sé con seguridad es que hay un sitio cerca de La Dorada, ¿sabe de qué le estoy hablando? El valle del Magdalena, señorita Fritts. Es lejos, pero no es otro mundo. En el sitio este no hace tanto calor como en La Dorada, porque queda subiendo un poco la montaña. Se va uno en tren desde Bogotá, es fácil llegar y devolverse, usted ha visto que aquí los buses son un peligro público. En fin, es un buen sitio y poco solicitado.
Es bueno saber montar a caballo. Es bueno tener un estómago fuerte. Hay que trabajar mucho con los de Acción Comunal, desarrollo comunitario, ya sabe usted, alfabetización, nutrición, esas cosas. Son sólo tres semanas. Si no le gusta, hay manera de echar marcha atrás.»