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«Puede haberlos, Elaine», dijo Barbieri con voz de pitonisa. «Puede haberlos.»

El apartamento tenía dos cuartos y un salón sin apenas muebles, y quedaba en el segundo piso de una casa de paredes de color azul cielo. En la primera planta funcionaba una tienda con dos mesas de aluminio y un mostrador -panelitas de leche, mantecadas, cigarrillos Pielroja-, y detrás de la tienda, donde el mundo se volvía doméstico por arte de magia, vivía la pareja que regentaba la tienda. Su apellido era Villamil; su edad no bajaba de los sesenta. «My señores», dijo Barbieri al presentárselos a Elaine, y, al darse cuenta de que sus señores no habían comprendido muy bien el nombre de la nueva inquilina, les dijo en buen españoclass="underline" «Es una gringa, como yo, pero se llama Elena».

Y así se referían los Villamil a ella: así la llamaban para preguntarle si tenía agua suficiente, o para que se asomara a saludar a los borrachos. Elaine lo soportaba con estoicismo, echaba de menos la casa de los Laverde, se avergonzaba por esos pensamientos de niña malcriada. Con todo, evitó a los Villamil siempre que le fue posible. Una escalera de concreto adosada a la pared exterior de la construcción le permitía subir sin ser vista.

Barbieri, afable hasta la impertinencia, nunca la usaba: no había día en que no pasara por la tienda para contar su día, los logros y los fracasos, para escuchar las anécdotas que tuvieran los Villamil y aun sus clientes, y para empeñarse en explicarles a estos viejos campesinos la situación de los negros en Estados Unidos o el tema de una canción de The Mamas & the Papas.

Elaine, muy a su pesar, lo veía hacer y lo admiraba. Tardó más de lo debido en descubrir por qué: a su manera, este hombre extrovertido y curioso, que la miraba con desfachatez y hablaba como si el mundo le debiera algo, le hacía pensar en Ricardo Laverde.

Durante veinte días, los veinte días calurosos que duró el aprendizaje rural, Elaine trabajó codo con codo junto a Mike Barbieri, pero también junto al líder de Acción Comunal para la zona, un hombre bajito y callado cuyo bigote cubría un labio leporino. Tenía un nombre simple, para variar: se llamaba Carlos, Carlos a secas, y había algo hermético o amenazante en esa simpleza, en su carencia de apellido, en la cualidad fantasmal con que aparecía para recogerlos en las mañanas y volvía a desaparecer en las tardes, después de dejarlos de nuevo.

Elaine y Barbieri, por una especie de acuerdo previo, almorzaban en casa de Carlos, un interregno entre dos jornadas intensas de trabajo con los campesinos de las veredas circundantes, de entrevistas con políticos locales, de negociación siempre infructuosa con los terratenientes de la zona.

Elaine descubrió que todo el trabajo en el campo se hacía hablando: para enseñarles a los campesinos a criar pollos de carne blanda (encerrándolos en lugar de dejarlos correr salvajemente), para convencer a los políticos de construir una escuela con recursos de aquí (ya que nadie esperaba nada del Gobierno central) o para tratar de que los ricos no los vieran simplemente como cruzados anticomunistas, había primero que sentarse alrededor de una mesa y beber, beber hasta que ya no se entendieran las palabras.

«Así que me la paso montada en caballos moribundos o hablando con gente semiborracha», escribió Elaine a sus abuelos. «Pero creo que estoy aprendiendo, aunque no me dé cuenta. Mike me explicó que en colombiano esto se llama cogerle el tiro a algo. Entender cómo funcionan las cosas, saber hacerlas, todo eso. Interiorizarlas, digamos. En eso estoy. Ah, una cosita: no me escriban más aquí, que la próxima carta sea a Bogotá. De aquí voy a Bogotá y paso un mes con los últimos detalles del entrenamiento. Luego a La Dorada. Ahí empieza lo serio.»

El último fin de semana llegó Ricardo Laverde. Lo hizo por sorpresa, arreglándoselas él solo, tomando solo el tren a La Dorada y de ahí llegando a Caparrapí en bus y después preguntando, pidiendo señas, describiendo a los gringos de cuya existencia, por supuesto, sabía todo el mundo en los alrededores.

Para Elaine no tuvo nada de raro que Laverde y Mike Barbieri se cayeran tan bien: Barbieri le dio a Elaine la tarde libre para que le mostrara el lugar al novio bogotano (usó esas palabras, «novio bogotano») y le dijo que se verían por la noche, para comer. Y esa noche, en cuestión de horas -horas pasadas, es cierto, en mitad de un potrero, alrededor de una fogata y en presencia de una jarra de guarapo-, Ricardo y Barbieri descubrían lo mucho que tenían en común, porque el padre de Barbieri era piloto de correos y a Ricardo no le gustaba el aguardiente, y se abrazaban y hablaban de aviones y a Ricardo se le abrían los ojos al contar de sus cursos y sus profesores, y entonces Elaine intervenía para elogiar a Ricardo y repetir los elogios que otros hacían de su talento como piloto, y luego Ricardo y Mike hablaban de Elaine en su presencia, lo buena muchacha que era, lo bonita, sí, también lo bonita, con esos ojos, decía Mike, sí, sobre todo los ojos, decía Ricardo y soltaban una carcajada y se decían secretos como si en lugar de acabar de conocerse hubieran sido compañeros de frathouse, Y cantaban For she’s a jolly good fellow y lamentaban a coro que Elaine se tuviera que ir a otro site, this site should be your site, fuck La Dorada, fuck The Golden One, fuck them all the way y brindaban por Elaine y por los Peace Corps, for we're all jolly good fellows, which nobody can deny. Y al día siguiente, con todo y el dolor de cabeza del guarapo, Mike Barbieri los acompañó él mismo a coger el bus.

Los tres llegaron a la plaza del pueblo a caballo, como colonos de otros tiempos (aunque los suyos fueran jamelgos escuálidos que por nada del mundo hubieran pertenecido a colonos de otros tiempos), y en la cara de Ricardo, que iba cargando cortésmente su equipaje, Elaine vio algo que no había visto nunca: admiración. Admiración por ella, por la soltura con que se movía en el pueblo, por el cariño que le había tomado la gente en sólo tres semanas, por la naturalidad y al mismo tiempo la autoridad innegable con que ella se hacía entender de los lugareños. Elaine vio esa admiración en su cara y sintió que lo quería, que impredeciblemente había comenzado a sentir cosas nuevas y más intensas por este hombre que también parecía quererla, y al mismo tiempo pensó que había llegado a ese punto feliz: cuando este lugar ya no podía sorprenderla demasiado. Cierto, había siempre imprevistos, en Colombia la gente siempre se las arreglaba para ser impredecible (en su comportamiento, en sus maneras: uno nunca sabía qué estaban pensando en realidad). Pero Elaine se sentía dueña de la situación.

«Pregúntame si le cogí el tiro a la vaina», le dijo a Ricardo cuando se subieron al bus.

«¿Le cogiste el tiro a la vaina, Elena Fritts?», preguntó él. Y ella respondió:

«Sí. Le cogí el tiro a la vaina».

No tenía manera de saber cuánto se equivocaba.

V. WHAT’S THERE TO LIVE FOR?

Elaine recordaría esas últimas tres semanas en Bogotá y en compañía de Ricardo Laverde como se recuerdan los días de la infancia, una niebla de imágenes distorsionadas por las emociones, una mezcla promiscua de fechas cardinales sin una cronología bien establecida. La vuelta a la rutina de las clases en el CEUCA -faltaban ya muy pocas, cuestión de afinar ciertos conocimientos o quizás de justificar ciertas burocracias- quedaba rota por el desorden de sus encuentros con Ricardo, que perfectamente podía esperarla detrás de un eucalipto cuando ella llegaba a casa o meterle una nota en el cuaderno y citarla en un café de mala muerte de la Diecisiete con Octava.