Elaine asistía invariablemente a las citas, y en la relativa soledad de los cafés del centro los dos se lanzaban miradas más o menos lascivas y luego se metían en un cine para sentarse en la última fila y tocarse por debajo de un abrigo largo y negro que había sido del abuelo, el héroe aviador de la guerra con el Perú. De puertas para adentro, en la casa estrecha del barrio de Chapinero, en el territorio de don Julio y la señora Gloria, siguieron adelante con aquella ficción en que él era el hijo de la familia de acogida y ella, la inocente aprendiz de turno; siguieron también, por supuesto, con las visitas nocturnas del hijo a la aprendiz, con los nocturnos orgasmos silenciosos.
Así comenzaron a llevar una vida doble, una vida de amantes clandestinos que no despertó las sospechas de nadie, una vida en la que Ricardo Laverde era Dustin Hoffman en El graduado y la señorita Fritts era la señora Robinson y a la vez su hija, que también se llamaba Elaine: eso debía significar algo, ¿no era demasiada coincidencia?
Durante esos pocos días bogotanos, Elaine y Ricardo protestaron cuantas veces fueron convocados contra la guerra de Vietnam, y al mismo tiempo asistían juntos y como pareja a fiestas organizadas por la colonia norteamericana en Bogotá, eventos sociales que parecían montados deliberadamente para que los voluntarios pudieran volver a hablar en su lengua, preguntar de viva voz qué habían hecho los Mets o los Vikings o sacar una guitarra y cantar, a coro y alrededor de una chimenea y pasándose al mismo tiempo un joint que se acababa en dos vueltas, la canción de Frank Zappa:
What's there to live for? Who needs the Peace Corps?
Las tres semanas terminaron el 1 de noviembre, cuando, a las ocho y media de la mañana, una nueva carnada de aprendices juraron lealtad a los estatutos de los Cuerpos de Paz, tras otras promesas y una declaración de vagas intenciones, y recibieron su nombramiento oficial como voluntarios.
Era una mañana lluviosa y fría, y Ricardo se había puesto una chaqueta de cuero que, al contacto con la lluvia, había comenzado a desprender un olor intenso. «Estaban todos», escribió Elaine a sus abuelos. «Entre los graduandos estaban Dale Cartwright y la hija de los Wallace (la mayor, ustedes se acuerdan). Entre el público asistente, la esposa del embajador y un señor alto y encorbatado que, me parece haber entendido, es un demócrata importante en Boston.» Elaine mencionaba también al subdirector de los Cuerpos de Paz de Colombia (sus gafas a la Kissinger, su corbata tejida), a las directivas del CEUCA e incluso a un funcionario aburrido de la Alcaldía, pero en ningún punto de la carta aparecía Ricardo Laverde. Lo cual, visto con la distancia de los años, no dejaba de ser irónico, pues esa misma noche, con el pretexto de felicitarla y al mismo tiempo de despedirla en nombre de toda la familia Laverde, Ricardo la invitó a comer al restaurante El Gato Negro, y a la luz de unas velas mal hechas que parecían a punto de caerse sobre los platos de comida, aprovechando el silencio que se hizo cuando el trío de cuerdas terminó de cantar Pueblito viejo, se arrodilló en medio del corredor por el que pasaban los meseros de corbatín y con más frases de las necesarias le pidió que se casara con él.
Como en una ráfaga, Elaine se acordó de sus abuelos, lamentó que estuvieran tan lejos y que a su edad y con su salud considerar siquiera el viaje fuera imposible, sintió una de esas tristezas que toleramos porque aparecen en momentos felices y, pasada la tristeza, se agachó para besar a Ricardo con fuerza.
Al hacerlo recibió el olor a cuero mojado de la chaqueta y la boca de Ricardo le supo a salsa meuniére. «¿Eso quiere decir que sí?», dijo Ricardo después del beso, todavía arrodillado y estorbando a los meseros. Elaine lloró al responder, pero lloró sonriendo. «Pues claro», dijo. «Qué pregunta tan estúpida.»
De manera que Elaine tuvo que postergar quince días su partida a La Dorada, y en ese tiempo cruelmente corto organizó, con la ayuda de su futura suegra (y después de convencerla de que no, no estaba embarazada), un matrimonio pequeño y casi clandestino en la iglesia de San Francisco. A Elaine le había gustado la iglesia desde el comienzo de su vida en Bogotá, le habían gustado sus gruesas paredes de piedra húmeda, y le gustaba también entrar por la puerta de la calle y volver a salir por la carrera, ese choque violento de la luz con la oscuridad y del ruido con el silencio.
El día antes del matrimonio, Elaine se dio un paseo por el centro (una misión de reconocimiento, diría Ricardo); al cruzar el umbral de la iglesia, pensó en el silencio y el ruido y la oscuridad y la luz, y sus ojos se fijaron en el altar iluminado. El lugar le resultó familiar ese día, no con la simple familiaridad de quien lo ha visitado antes, sino de una manera más profunda o más íntima, como si hubiera leído su descripción en alguna novela.
Se fijó en las llamas tímidas de velas y cirios, en las lámparas débiles y amarillas sujetas como teas a las columnas. La luz de los vitrales iluminaba a dos mendigos que dormían, las piernas cruzadas, las manos juntas sobre el vientre como las tumbas de mármol de un papa.
A la derecha, un Cristo de tamaño natural en cuatro patas, igual que si gateara; el día que entraba con toda su fuerza por la otra puerta le golpeaba la cara, y bajo la luz brillaban las espinas de la corona y las gotas de color verde esmeralda que el Cristo lloraba o transpiraba.
Elaine siguió adelante, caminó hacia el altar empotrado en el fondo por el corredor izquierdo, y entonces vio la jaula. En ella, encerrado como un animal en exhibición, había un segundo Cristo, de pelo más largo, piel más amarilla, sangre más oscura.
«Es lo mejor de Bogotá», le había dicho una vez Ricardo. «Te juro, junto a esto no hay Monserrate que valga.»
Elaine se inclinó, acercó la cara a la plaquita: Señor de la agonía. Dio dos pasos más hacia el pulpito, encontró una caja de latón y una nueva leyenda: Deposite aquí la ofrenda y se iluminará la imagen. Se metió la mano al bolsillo, encontró una moneda y la levantó con dos dedos, como una hostia, para que le diera la luz: era un peso, el sello oscuro como si hubieran pasado la moneda por el fuego. La metió en la ranura. El Cristo cobró vida bajo el breve chorro de los reflectores. Elaine sintió, o más bien supo, que iba a ser feliz toda la vida.
Luego vino la recepción, que Elaine atravesó entre brumas, como si todo le ocurriera a alguien más. La familia Laverde la organizó en su casa: doña Gloria le explicó a Elaine que había sido imposible, con tan poca anticipación, alquilar el salón de un club social o algún otro lugar más decente, pero Ricardo, que presenció la laboriosa explicación asintiendo y en silencio, esperó a que su madre se hubiera ido para decirle a Elaine la verdad.
«Están jodidos de plata», dijo. «Los Laverde tienen la vida empeñada.»
La revelación chocó a Elaine menos de lo que hubiera creído: mil señales dispersas a lo largo de los últimos meses la habían preparado para ella. Pero le llamó la atención que Ricardo hablara de sus padres en tercera persona, como si la bancarrota no lo afectara a él.
«¿Y nosotros?», preguntó Elaine.
«¿Nosotros qué?»
«Qué vamos a hacer», dijo Elaine, «lo de mi trabajo no da para mucho».
Ricardo la miró a los ojos, le puso una mano en la frente como si le tomara la temperatura.
«Es suficiente para un rato», dijo, «y después ya veremos. Yo en tu lugar no me preocuparía».
Elaine pensó que no, que no estaba preocupada. Y se preguntó por qué. Y luego le preguntó a él.
«¿Por qué no te preocuparías en mi lugar?»
«Porque a un piloto como yo nunca le falta el trabajo, Elena Fritts. Eso es así y no tiene vuelta de hoja.»
Más tarde, cuando ya los invitados se habían ido, Ricardo la condujo al cuarto donde se habían acostado la primera vez, la sentó en la cama (apartó a manotazos los pocos regalos de matrimonio) y entonces Elaine pensó que le iba a hablar de dinero, que le iba a decir que no podían irse de luna de miel a ningún sitio. No lo hizo. Le puso una venda en los ojos, un paño grueso y oloroso a naftalina que podía ser una bufanda vieja, y le dijo: