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«Con lo que cuesta», dijo Elaine.

«No importa», dijo él. «Quería verte. Quería ver a mi esposa.»

Uno de esos días llegó pasada la medianoche, no en bus ni en tren y ni siquiera en taxi, sino en un campero blanco que invadió con el escándalo de su motor y la potencia de sus luces la tranquilidad de la calle. «Pensé que no venías ya», le dijo Elaine. «Es tarde, estaba preocupada.» Hizo un gesto hacia el campero blanco. «¿Y eso de quién es?»

«¿Te gusta?», le dijo Ricardo.

«Es un campero.»

«Sí», dijo él. «¿Pero te gusta?»

«Es grande», dijo Elaine. «Es blanco. Hace ruido.»

«Pues es tuyo», dijo Ricardo. «Feliz Navidad.»

«Estamos en junio.»

«No, ya es diciembre. No se nota porque el clima es el mismo. Ya tendrías que saber, tú que te las das de colombiana.»

«Pero de dónde viene», dijo Elaine, marcando las consonantes. «Y cómo podemos, cuándo…»

«Demasiadas preguntas. Esto es un caballo, Elena Fritts, lo único es que va más rápido y si llueve no te mojas. Ven, vamos a dar una vuelta.»

Era un Nissan Patrol modelo 68, según supo Elaine, y el color oficial no era blanco, mucha atención, sino marfil. Pero estas informaciones le interesaron menos que las dos puertas traseras y el compartimiento de pasajeros, un espacio tan amplio que una colchoneta se hubiera podido poner en el suelo. Salvo que eso no hubiera sido necesario, porque el campero tenía dos bancas plegables de cojinería beige en las que podía acostarse un niño sin incomodidad ninguna. El asiento delantero era una especie de gran sofá, y allí se acomodó Elaine, y vio la palanca de cambios larga y delgada que salía del suelo y su perilla negra con las tres velocidades marcadas, y vio el tablero blanco y pensó que no era blanco, sino marfil, y vio el timón negro que ahora Ricardo comenzaba a mover, y se agarró a una barandilla que encontró sobre la guantera.

El Nissan empezó a moverse por las calles de La Dorada y pronto salió a la carretera. Ricardo dobló en dirección a Medellín.

«Las cosas me están yendo bien», dijo entonces.

El Nissan dejó atrás las luces del pueblo y se hundió en la noche negra. Bajo las luces nacían los árboles frondosos de la vereda, un perro de ojos brillantes que pasaba asustado, un charco de agua sucia que soltaba un destello. La noche era húmeda y Ricardo abrió las rendijas de la ventilación y un soplo de aire cálido entró en la cabina.

«Las cosas me están yendo bien», repitió.

Elaine lo veía de perfil, veía la expresión intensa de su cara en la penumbra: Ricardo trataba al mismo tiempo de mirarla a ella y de no perder el control sobre un camino lleno de sorpresas (podía haber otros animales distraídos, hundimientos de la calzada que más parecían pequeños cráteres, algún borracho en bicicleta).

«Las cosas me están yendo bien», dijo Ricardo por tercera vez. Y Justo cuando Elaine estaba pensando me quiere decir algo, Justo cuando había llegado a asustarse por la revelación que se le venía encima como saliendo de la noche negra, Justo cuando estaba a punto de cambiar de tema por vértigo o por miedo, habló Ricardo con un tono que no abría espacio a la duda:

«Quiero tener un hijo».

«Pero tú estás loco», dijo Elaine.

«¿Por qué?»

Elaine comenzó a manotear. «Porque tener un hijo cuesta plata. Porque yo soy una voluntaria de los Cuerpos de Paz y la plata me alcanza para sobrevivir apenas. Porque primero tengo que terminar el voluntariado.» Voluntariado: la palabra le costó un trabajo horrible a su lengua, como una carretera llena de curvas, y por un momento pensó que se había equivocado. «A mí me gusta esto», dijo entonces, «me gusta lo que hago».

«Puedes seguir haciéndolo», dijo Ricardo. «Después.»

«¿Y dónde vamos a vivir? No podemos tener un hijo en esta casa.»

«Pues nos cambiamos.»

«Pero con qué plata», dijo Elaine, y en su voz hubo algo parecido a la irritación. Le habló a Ricardo como se le habla a un niño terco.

«Yo no sé en qué mundo vives, dear, pero esto no se improvisa.» Se agarró el pelo largo con las dos manos. Luego buscó en un bolsillo, sacó una banda elástica y se cogió el pelo en una coleta para refrescarse la nuca sudorosa. «Tener un hijo no se improvisa.»

Ricardo no respondió. Un silencio denso se hizo en la cabina: el Nissan era lo único audible, el rugido de su motor, la fricción de las ruedas contra la calzada rugosa. Al lado del camino se abrió entonces una pradera inmensa.

A Elaine le pareció ver un par de vacas acostadas debajo de una ceiba, el blanco de sus cueros rompiendo el negro uniforme del pasto. Al fondo, sobre una bruma baja, se recortaban los farallones. El Nissan se movía sobre el pavimento desigual, el mundo era gris y azul por fuera del espacio iluminado, y entonces la carretera entró en una suerte de túnel marrón y verde, un corredor de árboles cuyas ramas se encontraban en el aire como un gigantesco domo. Elaine recordaría siempre aquella imagen, la vegetación tropical rodeándolos por completo y ocultando el cielo, porque fue en ese momento que Ricardo le contó -esta vez con los ojos fijos en la carretera, sin mirar a Elaine para nada, más bien evitando su mirada- de los negocios que estaba haciendo con Mike Barbieri, del futuro que tenían esos negocios y de los planes que esos negocios le habían permitido hacer.

«Yo no improviso, Elena Fritts», dijo. «Todo esto me lo he pensado durante mucho tiempo. Todo está planeado hasta el último detalle. Otra cosa es que tú no te hayas enterado hasta ahora de los planes, y eso es, bueno, porque todavía no te tocaba. Ahora ya te toca. Te voy a explicar todo. Y luego me vas a decir si podemos tener un hijo o no. ¿Trato hecho?»

«Sí», dijo Elaine. «Trato hecho.»

«Bueno. Entonces déjame que te cuente lo que está pasando con la marihuana.

Y le contó. Le contó del cierre, el año anterior, de la frontera mexicana (Nixon buscando liberar a Estados Unidos de la invasión de la hierba); le contó de los distribuidores cuyo negocio había quedado entorpecido, cientos de intermediarios cuyos clientes no daban espera y que comenzaron entonces a mirar hacia otros lados; le habló de Jamaica, una de las alternativas más a mano que tenían los consumidores, pero sobre todo de la Sierra Nevada, del departamento de La Guajira, del valle del Magdalena. Le contó de la gente que había venido, en cuestión de unos cuantos meses, desde San Francisco, desde Miami, desde Boston, buscando socios idóneos para un negocio de rentabilidad asegurada, y tuvieron suerte: encontraron a Mike Barbieri.

Elaine pensó brevemente en el Jefe de voluntarios de Caldas, un episcopaliano de South Bend, indiana, que ya había boicoteado los programas de educación sexual en zonas rurales: ¿qué pensaría si supiera? Pero Ricardo seguía hablando. Mike Barbieri, le decía, era mucho más que un socio: era un verdadero pionero. Les había enseñado cosas a los campesinos. Junto con otros voluntarios versados en agricultura, les había enseñado técnicas, dónde sembrar mejor para que las montañas protejan las matas, qué fertilizante usar, cómo separar los machos de las hembras. Y ahora, bueno, ahora tenía contactos con diez o quince hectáreas regadas de aquí a Medellín, y era capaz de producir unos cuatrocientos kilos por cosecha.

Les había cambiado la vida a estos campesinos, de eso no tenía la menor duda, estaban ganando mejor que nunca y con menos trabajo, y todo gracias a la hierba, a lo que estaba pasando con la hierba. «La meten en bolsas de plástico, meten las bolsas en un avión, pongámoslo más fácil, un bimotor Cessna. Yo recibo el avión, lo llevo lleno de una cosa y me devuelvo trayendo otra. Mike paga unos veinticinco dólares por kilo, pongamos. Diez mil en total, y eso sólo si la calidad es la máxima.