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Así que ésta era la diligencia que Laverde tenía que hacer. Después de dejarme caminó hasta la plaza de Bolívar y se hizo tomar uno de esos retratos deliberadamente anacrónicos, y al día siguiente llegó a los billares con el resultado en la mano: un papel de tonos sepia, firmado por el fotógrafo, en el cual aparecía un hombre menos triste o taciturno que de costumbre, un hombre del cual hubiera podido decirse, si la evidencia de los últimos meses no convirtiera la apreciación en una osadía, que se sentía contento.

La mesa todavía estaba cubierta por el forro de plástico negro, y sobre el forro Laverde puso la imagen, su propia imagen, y la miró fascinado: aparecía bien peinado, sin una arruga en el vestido, con la mano

derecha extendida y dos palomas picoteando en su palma; más atrás se adivinaba la mirada de una pareja de curiosos, ambos con morral y sandalias, y al fondo, muy al fondo, al lado de un carrito de maíz agrandado por la perspectiva, el Palacio de Justicia.

«Está muy bien», le dije. «¿Se la sacó ayer?»

«Sí, ayer mismo», dijo él, y sin más me explicó: «Es que viene mi esposa».

No me dijo la foto es un regalo. No aclaró por qué ese regalo tan curioso interesaría a su esposa. No se refirió a sus años en la cárcel, aunque para mí era evidente que esa circunstancia planeaba sobre toda la situación, un buitre sobre un perro moribundo.

Ricardo Laverde, en todo caso, actuaba como si nadie en el billar supiera de su pasado; sentí en el instante que esa ficción conservaba para nosotros un delicado equilibrio, y preferí mantenerla.

«¿Cómo así que viene?», pregunté. «¿Viene de dónde?»

«Ella es de Estados Unidos, la familia vive allá. Mi esposa está, bueno, digamos que está de visita.» Y luego: «¿Está bien la foto? ¿Le parece buena?».

«Me parece muy buena», le dije con algo de involuntaria condescendencia. «Sale muy elegante, Ricardo.»

«Muy elegante», dijo él.

«Así que está casado con una gringa», dije.

«Imagínese.»

«¿Y viene para Navidad?»

«Pues ojalá», dijo Laverde. «Ojalá que sí.»

«¿Por qué ojalá, no es seguro?»

«Bueno, tengo que convencerla primero. Es cuento largo, no me pida que le explique.»

Laverde quitó el forro negro de la mesa, no de un tirón, como hacían otros billaristas, sino doblándolo por partes, con meticulosidad, casi con afecto, como se dobla una bandera en un funeral de Estado.

Se agachó sobre la mesa, volvió a erguirse, buscó el mejor ángulo, pero después de todo el ceremonial acabó tacando con la bola equivocada. «Mierda», dijo, «perdón.»

Se acercó al tablero, preguntó cuántas carambolas había hecho, las marcó con la punta del taco (y rozó sin quererlo la pared blanca, dejando un lunar azul y oblongo junto a otros lunares azules acumulados a través del tiempo).

«Perdón», volvió a decir. Su cabeza, de repente, estaba en otra parte: sus movimientos, su mirada fija en las bolas de marfil que lentamente asumían sus nuevas posiciones sobre el paño, eran los de alguien que se ha ido, una especie de fantasma. Empecé a considerar la posibilidad de que Laverde y su esposa estuvieran divorciados, y entonces me llegó, como una epifanía, otra posibilidad más dura y por eso más interesante: su esposa no sabía que Laverde había salido de la cárcel. En un breve segundo, entre carambola y carambola, imaginé a un hombre que sale de una cárcel bogotana -la escena en mi imaginación tenía lugar en la Distrital, la última que había conocido como estudiante de Criminología- y que mantiene su salida en secreto para sorprender a alguien, una especie de Wakefield al revés, interesado en ver en la cara de su único familiar la expresión de amor sorprendido que todos hemos querido ver, o incluso hemos provocado con elaborados ardides, alguna vez en la vida.

«¿Y cómo se llama su esposa?», pregunté.

«Elena», me dijo.

«Elena de Laverde», dije yo como sopesando el nombre, y atribuyéndole el posesivo que casi toda la gente de esa generación seguía usando en Colombia.

«No», me corrigió Ricardo Laverde. «Elena Fritts. Nunca quisimos que se pusiera mi apellido. Una mujer moderna, ya ve.»

«¿Eso es moderno?»

«Bueno, en esa época era moderno. No cambiarse de apellido. Y como era gringa la gente se lo perdonaba.» Y entonces, con levedad repentina o recuperada: «Qué, ¿nos tomamos un traguito?».

Y así, entre trago y trago de un ron blanco que dejaba en la garganta un regusto de alcohol médico, se nos fue la tarde. A eso de las cinco ya el billar había dejado de importarnos, así que abandonamos los tacos sobre la mesa, metimos las tres bolas en el rectángulo de cartón de su cajita y nos sentamos en las sillas de madera, como espectadores o acompañantes o jugadores cansados, cada uno con su vaso alto de ron en la mano, moviéndolo de vez en cuando para que el hielo nuevo se mezclara bien, empañándolo cada vez más con nuestros dedos sucios de sudor y polvo de tiza.

Desde allí dominábamos la barra, la entrada a los baños y la esquina donde colgaba el televisor, y podíamos incluso comentar las jugadas de un par de mesas. En una de ellas cuatro jugadores que nunca habíamos visto, de guante de seda y taco desarmable, apostaban en un chico más de lo que nosotros gastábamos juntos en un mes. Fue allí, sentados uno al lado del otro, que Ricardo Laverde me dijo lo de no haber mirado a nadie a los ojos. También fue allí que algo comenzó a incomodarme acerca de Ricardo Laverde: una incoherencia profunda entre su dicción y sus modales, que nunca dejaban de ser elegantes, y su aspecto desgarbado, su economía precaria, su presencia misma en estos lugares donde busca algo de estabilidad la gente cuya vida, por la razón que sea, es inestable.

«Qué raro, Ricardo», le dije. «Nunca le he preguntado qué hace.»

«Es verdad, nunca», dijo Laverde. «Ni yo a usted tampoco. Pero es porque me lo imagino profesor, por aquí todos lo son, en el centro hay demasiadas universidades. ¿Es usted profesor, Yammara?»

«Sí», dije. «De Derecho.»

«Ah, qué bueno», dijo Laverde con una sonrisa ladeada. «En este país no hay suficientes abogados.»

Pareció que iba a decir algo más. No dijo nada.

«Pero no me ha contestado», insistí entonces. «Qué hace usted, a qué se dedica.»

Hubo un silencio. Qué cosas se le debieron de pasar por la cabeza en esos dos segundos: ahora, con el tiempo, puedo entenderlo. Qué cálculos, qué renuncias, qué reticencias.

«Soy piloto», dijo Laverde en una voz que yo no había oído nunca. «Fui piloto, mejor dicho. Lo que soy es un piloto retirado.»

«¿Piloto de qué?»

«Piloto de cosas que se pilotan.»

«Bueno, sí, ¿pero qué cosas? ¿Aviones de pasajeros? ¿Helicópteros de vigilancia? Es que yo de esto…»

«Mire, Yammara», me cortó con voz pausada pero firme a la vez, «yo mi vida no se la cuento a cualquiera. No confunda el billar con la amistad, hágame el favor».

Hubiera podido ofenderme, pero no lo hizo: en sus palabras, detrás de la agresividad repentina y más bien gratuita, había un ruego. Después de la respuesta grosera vinieron esos gestos de arrepentimiento o de reconciliación, un niño llamando la atención de maneras desesperadas, y yo perdoné la grosería como se le perdona a un niño.

Cada cierto tiempo venía don José, el encargado del locaclass="underline" un hombre grueso y calvo, envuelto en un delantal de carnicero, que nos llenaba los vasos de hielo y de ron y enseguida volvía a su banca de aluminio, al lado de la barra, para enfrentarse al crucigrama de El Espacio. Yo pensaba en Elena de Laverde, la esposa. Un día cualquiera de un año cualquiera, Ricardo salió de su vida y entró en la cárcel. ¿Pero qué había hecho para merecerlo? ¿Y no lo había visitado su esposa en todos esos años? ¿Y cómo acababa un piloto pasando los días en los billares del centro bogotano y gastándose la plata en apuestas? Tal vez fue aquélla la primera vez que pasó por mi cabeza, si bien de forma intuitiva y rudimentaria, la misma idea que se repetiría después, encarnada en palabras distintas o a veces sin necesidad de palabras: Este hombre no ha sido siempre este hombre. Este hombre era otro hombre antes.