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Por mal que a uno le vaya, en cada viaje se vuelve uno con sesenta, setenta mil, a veces más. ¿Cuántos viajes se pueden hacer? Tú saca las cuentas. Lo que te quiero decir es que me necesitan. Yo estaba donde tenía que estar cuando tenía que estar, y fue un golpe de suerte. Pero ya no se trata de suerte. Me necesitan, me he vuelto indispensable, esto no ha hecho más que comenzar. Yo soy el que sabe dónde se puede aterrizar, dónde se puede despegar. Yo soy el que sabe cómo se carga uno de estos aviones, cuánto soporta, cómo se distribuye la carga, cómo camuflar depósitos de combustible en el fuselaje para hacer vuelos más largos. Y tú no te imaginas, Elena Fritts, tú no te imaginas lo que es despegar de noche, el golpe de adrenalina que es despegar de noche entre las cordilleras, con el río abajo como una lámina de aluminio, como un chorro de plata fundida, el río Magdalena en las noches de luna es lo más impresionante que pueda verse. Y no sabes lo que es verlo desde arriba y seguirlo, y salir al mar, al espacio infinito del mar cuando todavía no ha amanecido, y ver amanecer en el mar, el horizonte que se enciende como si fuera de fuego, la luz que lo deja a uno ciego de lo clara que es.

Todavía no lo he hecho más que un par de veces, pero ya conozco el itinerario, conozco los vientos y las distancias, conozco las manías del avión como si fuera este campero que tengo entre las manos. Y los demás se están dando cuenta. De que puedo despegar este aparato donde quiera y aterrizado donde quiera, despegarlo en dos metros de ribera y aterrizado en un desierto pedregoso de California. Soy capaz de meterlo por los espacios que dejan los radares: no importa lo pequeños que sean, mi avión cabe ahí. Un Cessna o el que tú me pongas, un Beechcraft, el que sea. Si hay un hueco entre dos radares, yo lo encuentro y por ahí meto el avión. Soy bueno, Elena Fritts, soy muy bueno. Y voy a ser mejor cada vez, con cada vuelo. Casi me da miedo pensarlo.»

Un día de finales de septiembre, durante una semana de aguaceros prematuros en que las quebradas se desbordaron y varios caseríos sufrieron emergencias sanitarias, Elaine asistió a una reunión departamental de voluntarios en la sede de los Cuerpos de Paz de Manizales, y estaba en medio de un debate más bien agitado sobre la constitución de cooperativas para los artesanos locales cuando sintió algo en el estómago.

No logró ni siquiera llegar a la puerta del salón: los demás voluntarios la vieron ponerse de cuclillas con una mano en el espaldar de una silla y la otra agarrándose el pelo y vomitar una masa gelatinosa y amarillenta sobre el suelo de baldosas rojas. Sus colegas trataron de llevarla a un médico, pero ella se resistió con éxito («no tengo nada, cosas de mujeres, déjenme en paz»), y unas horas más tarde estaba entrando de incógnito en el cuarto 225 del hotel Escorial y llamando a Ricardo para que viniera a recogerla, porque no se sentía capaz de subirse a un bus intermunicipal.

Mientras lo esperaba salió a dar una vuelta por los alrededores de la catedral, y acabó sentándose en una banca de la plaza de Bolívar y viendo pasar a los niños de uniforme, a los viejos de ruana, a los vendedores con sus carritos. Un muchacho joven con un cajón debajo del brazo se le acercó para ofrecerle una embetunada, y ella asintió sin palabras, para no delatarse con su acento.

Barrió la plaza con la mirada y se preguntó cuánta gente diría al mirarla que era gringa, cuánta diría que llevaba apenas más de un año en Colombia, cuánta diría que se había casado con un colombiano, cuánta diría que estaba embarazada. Después, con los zapatos de charol brillando tanto que el cielo manizalita se reflejaba en la puntera, volvió al hotel, escribió una carta en papelería membreteada y se recostó para pensar en nombres. Ninguno se le ocurrió: antes de darse cuenta, se había quedado dormida. Nunca se había sentido tan cansada como esa tarde.

Cuando despertó, Ricardo estaba a su lado, dormido y desnudo. No lo había sentido llegar. Eran las tres de la madrugada: ¿qué tipo de porteros o vigilantes tenían estos hoteles? ¿Con qué derecho habían dejado entrar a un extraño sin avisarle? ¿De qué manera había probado Ricardo que esa mujer era su esposa, que él tenía derecho a ocupar su cama? Elaine se puso de pie con la mirada fija en un punto de la pared, para no marearse. Se asomó por la ventana, vio una esquina de la plaza desierta, se llevó una mano al vientre y lloró con un llanto callado. Pensó que lo primero que haría al llegar a La Dorada sería buscar una casa de acogida para Truman. porque montar a caballo estaría prohibido durante los meses siguientes, tal vez durante un año entero. Sí, eso sería lo primero, y lo segundo sería ponerse a buscar otra casa, una casa para la familia.

Se preguntó si debía avisar a su jefe de voluntarios, o incluso llamar a Bogotá. Decidió que no era necesario, que trabajaría hasta que su cuerpo se lo permitiera, y luego las circunstancias dictarían su curso. Miró a Ricardo, que dormía con la boca abierta. Se acercó a la cama y levantó la sábana con dos dedos. Vio el pene dormido, el vello ensortijado (ella lo tenía liso). Se llevó la mano al sexo, luego otra vez al vientre, como para protegerlo. What's there to live for?, pensó de repente, y tarareó en su cabeza: Who needs the PeaceCorps? Y luego se volvió a dormir.

Elaine trabajó hasta cuando ya no pudo más. Su vientre creció más de lo esperado en los primeros meses, pero, aparte del cansancio violento que la obligaba a hacer siestas largas antes del mediodía, el embarazo no modificó sus rutinas. Otras cosas cambiaron, sin embargo. Elaine comenzó a estar consciente del calor y de la humedad como nunca lo había estado; de hecho, comenzó a estar consciente de su cuerpo, que dejó de ser silencioso y discreto y se empeñó de un día para el otro en llamar la atención desesperadamente sobre sí mismo, como un adolescente problemático, como un borracho.

Elaine odió la presión que su propio peso ejercía sobre sus pantorrillas, odió la tensión que aparecía en sus muslos cada vez que subía cuatro escalónenos de nada, odió que sus areolas pequeñas, que siempre le habían gustado, se agrandaran y se oscurecieran de repente. Avergonzada, culpable, comenzó a ausentarse de las reuniones diciendo que no se sentía muy bien, y se iba al hotel de los ricos para pasar la tarde en la piscina por el solo placer de engañar a la gravedad durante unas horas, de sentir, flotando en el agua fresca, que su cuerpo volvía a ser la cosa liviana que había sido toda la vida.

Ricardo se dedicó a ella: sólo hizo un viaje durante todo el embarazo, pero debió de ser un cargamento grande, porque regresó con un maletín de tenista -cuero sintético de color azul oscuro, cremallera dorada, una pantera blanca saltando desde abajo- repleto de fajos de dólares tan limpios y luminosos que parecían de mentiras, papeles impresos que fueran parte de un Juego de mesa. No sólo iba repleto el maletín, sino también la funda de la raqueta, que en este modelo venía cosida al exterior como un compartimiento separado. Ricardo lo guardó bajo llave en el armarlo que él mismo había construido y un par de veces al mes subía a Bogotá para cambiar los dólares por pesos.

A Elaine la llenó de atenciones. La llevaba y la traía en el Nissan, la acompañaba a los controles médicos, la miraba subirse a la pesa y veía la aguja dubitativa y anotaba en un cuadernito el nuevo resultado, como si la anotación del médico fuera a ser imprecisa o menos fidedigna. También la acompañaba a trabajar: si había que construir una escuela, él agarraba de buen grado una paleta y ponía cemento en los ladrillos, o llevaba recebo de un lado al otro en una carretilla, o arreglaba con sus propias manos la malla rota de un colador; si había que hablar con la gente de Acción Comunal, él se sentaba al fondo de la habitación y escuchaba el español cada vez mejor de su esposa y a veces aportaba la traducción de una palabra que Elaine no recordara.