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En cierta oportunidad Elaine debió visitar a un líder comunitario de Doradal, un hombre de bigote frondoso y camisa abierta hasta el ombligo que, a pesar de su locuacidad de culebrero paisa, no lograba la aprobación de una campaña de vacunación contra la polio. Era una cuestión de burocracias, las cosas iban lentas y los niños no podían esperar.

Se despidieron con una sensación de fracaso. Elaine se subió al campero con trabajo, apoyándose en la manija de la puerta, agarrándose del espaldar del asiento, y ya estaba bien acomodada cuando Ricardo le dijo:

«Espérame un momento, ya vuelvo».

«¿A dónde vas?»

«Ya vuelvo, ya vuelvo. Espérame un segundo.»

Y lo vio entrar de nuevo y decirle algo al hombre de la camisa abierta, y entonces los dos se perdieron tras una puerta.

Cuatro días después, cuando le llegó la noticia a Elaine de que la campaña había sido aprobada en tiempo récord, una imagen se figuró en su cabeza: la de Ricardo metiéndose una mano al bolsillo, sacando un incentivo para funcionarios públicos y prometiendo más. Hubiera podido confirmar sus sospechas, confrontar a Ricardo y exigirle confesiones, poro decidió no hacerlo. El objetivo, al fin y al cabo, se había conseguido. Los niños, pensar en los niños. Los niños eran lo importante.

Desde las treinta semanas de embarazo, cuando ya el tamaño de su barriga se convirtió en un obstáculo para su trabajo, Elaine obtuvo un permiso especial del Jefe de voluntarios y luego una licencia emitida por la dirección de los Cuerpos de Paz en Bogotá, para la cual tuvo que enviar por correo un informe médico redactado mal y a las carreras por un jovencito que hacía su año rural en La Dorada y que quiso, sin ningún conocimiento de obstetricia ni justificación médica ninguna, hacerle una revisión genital. Elaine, que para ese momento de la cita ya estaba medio desnuda, se opuso y hasta llegó a enfadarse, y lo primero que pensó fue que no podía decirle nada a Ricardo, cuya reacción era imprevisible. Pero después, regresando a casa en el Nissan, mirando el perfil de su marido y sus manos de dedos largos y vellos oscuros, sintió un ramalazo de deseo. La mano derecha de Ricardo descansaba sobre la perilla de la palanca de cambios; Elaine la agarró de la muñeca y abrió las piernas y la mano entendió, la mano de Ricardo entendió.

Llegaron a la casa sin hablar y entraron de prisa como ladrones, y cerraron las cortinas y pusieron la tranca en la puerta trasera, y Ricardo se desnudó dejando la ropa tirada por el suelo y sin que le importara que se le llenara de hormigas. Elaine, mientras tanto, se acostaba de medio lado sobre las sábanas, de cara a la cortina blanca, al recuadro iluminado que se formaba en ella. La luz del día era tan fuerte que hacía sombras a pesar de que las cortinas estuvieran cerradas; Elaine se miró el vientre grande como una medialuna, la piel lisa y templada y la línea violeta que la cruzaba de arriba abajo como pintada con un plumón, y vio las sombras difusas que sus senos hinchados hacían sobre la sábana. Pensó que nunca jamás sus senos habían hecho sombras sobre nada y entonces sus senos desaparecieron bajo la mano de Ricardo.

Elaine sintió que sus pezones oscurecidos se cerraban al contacto de esos dedos y luego sintió la boca de Ricardo en su hombro y luego se sintió penetrada desde atrás. Así, acoplados como las piezas de un Estralandia, hicieron el amor por última vez antes del parto.

Maya Laverde nació en la clínica Palermo de Bogotá en julio de 1971, más o menos al mismo tiempo que el presidente Nixon utilizaba por primera vez las palabras guerra contra las drogas en un discurso público. Elaine y Ricardo se habían instalado tres semanas antes en casa de los Laverde, a pesar de las protestas de Elaine:

«Si la clínica de La Dorada es buena para las madres más pobres», decía, «no veo por qué no va a ser buena para mí».

«Ay, Elena Fritts», le decía Ricardo, «por qué no nos haces un favor y dejas de cambiar el mundo todo el tiempo».

Luego los hechos le dieron la razón a éclass="underline" la niña nació con un problema intestinal que fue necesario operar de inmediato, y todos estaban de acuerdo en que una clínica rural no hubiera tenido ni los cirujanos ni los instrumentos de neonatología necesarios para garantizar la supervivencia de la criatura.

Maya permaneció en observación varios días, metida en una incubadora cuyas paredes habían sido transparentes en tiempos remotos, pero ahora estaban rasgadas y opacas como los vasos que se usan demasiado; cuando era hora de darle el pecho, Elaine se sentaba en una silla junto al aparato y una enfermera sacaba a la niña y se la ponía entre los brazos.

La enfermera era una mujer madura de caderas anchas que parecía demorarse a propósito cuando cargaba a Maya entre sus brazos. Le sonreía con tanta dulzura que Elaine sintió celos por primera vez, y le maravilló que algo así -la presencia amenazante de otra madre, la salvaje reacción de la sangre- fuera posible.

Poco después de que la niña recibiera el alta, Ricardo tuvo que hacer un nuevo viaje. Pero todavía era muy pronto para el traslado a La Dorada, y la idea de que Elaine y su hija se quedaran solas lo llenaba de espanto, así que Ricardo propuso que se alojaran en Bogotá, en casa de sus padres, al cuidado de doña Gloria y de la mujer de piel oscura y larga trenza negra que flotaba como un fantasma por la casa limpiando y ordenando todo a su paso.

«Si te preguntan, les dices que llevo flores», le dijo Ricardo. «Claveles, rosas, hasta orquídeas. Sí, orquídeas, eso queda bien, las orquídeas se exportan, todo el mundo lo sabe. Ustedes los gringos se mueren por las orquídeas.»

Elaine sonrió. Estaban acostados en la misma cama estrecha en que habían hecho el amor la primera vez. Era de madrugada, la una o las dos; Maya los había despertado llorando de hambre, gritando con su vocecita nasal y delgada, y sólo pudo calmarse al cerrar su boca diminuta alrededor del pezón erecto de su madre. Después de mamar se había quedado dormida entre los dos, obligándolos, para abrirle un espacio, a ponerse de canto sobre la cama en peligroso equilibrio; y así se quedaron, con medio cuerpo fuera de la cama, cara a cara pero a oscuras, de manera que apenas si alcanzaban a distinguir la silueta del otro en la penumbra.

El sueño se les había ido por completo. La niña dormía: Elaine sentía su olor a polvos dulces, a jabón, a lana nueva. Levantó una mano y recorrió la cara de Ricardo como una ciega y entonces comenzaron a hablar en susurros. «Quiero ir contigo», dijo Elaine.

«Un día», dijo Ricardo.

«Quiero ver qué haces. Saber que no es peligroso. ¿Me lo dirías si fuera peligroso?»

«Claro que sí.»

«¿Te puedo preguntar una cosa?»

«Pregúntame una cosa.»

«¿Qué pasa si te cogen?»

«No me van a coger.»

«¿Pero qué pasa si te cogen?»

La voz de Ricardo cambió, hubo en ella un falsetto, algo impostado. «La gente quiere un producto», dijo. «Hay gente que cultiva ese producto. Mike me lo da, yo lo llevo en un avión, alguien lo recibe y eso es todo. Le damos a la gente lo que la gente quiere.» Se quedó en silencio un segundo y añadió: «Además, la cosa va a ser legal tarde o temprano».

«Pero es que me cuesta imaginarte», dijo Elaine. «Cuando no estás trato de pensar en ti, qué estarás haciendo, en dónde, y no puedo. Y eso no me gusta.»

Maya soltó un suspiro tan breve y callado que tardaron un instante en saber de dónde había venido. «Está soñando», dijo Elaine. Vio a Ricardo acercar su cara grande -su mentón duro, su boca gruesa- a la cabeza diminuta de la niña; lo vio darle un beso sin ruido, y luego otro. «Mi niña», lo oyó decir. «Nuestra niña.» Y entonces, sin transición ninguna, lo vio comenzar a hablar de esos viajes, de una hacienda ganadera que llegaba hasta el Magdalena y en cuyos potreros hubiera podido construirse un aeropuerto, de un Cessna 310 Skynight que de unos días para acá había sido la montura preferida de Ricardo. Así decía: