La construcción tardó más de lo esperado, en parte porque Ricardo quiso participar en ella, en parte porque el terreno carecía de servicios, y ni siquiera los sobornos generosos que Ricardo distribuía a izquierda y derecha contribuyeron a acelerar la llegada de la luz eléctrica y del acueducto (el alcantarillado era imposible, pero en cambio allí, tan cerca del río. fue fácil abrir un buen pozo séptico).
Ricardo construyó una caballeriza para dos caballos, por si a Elaine le daba en el futuro por volver a montar; construyó una piscina y mandó ponerle un rodadero para Maya, aunque la niña ni siquiera caminaba aún, y mandó sembrar carretos y ceibas allí donde no había sombra, y observó impávido cómo, a pesar de las protestas de Elaine, los obreros pintaban de blanco la parte inferior de los troncos de las palmeras.
También construyó un cobertizo a doce metros de la casa, o lo que él llamaba un cobertizo a pesar de que sus paredes de cemento fueran tan sólidas como la casa misma, y allí, en ese calabozo sin ventanas, en tres armarios que se cerraban con candado, guardaría las bolsas herméticas llenas de billetes de cincuenta y de cien dólares bien atados con bandas elásticas.
En 1973, poco antes de la creación de la Drug Enforcement Agency, Ricardo mandó a pirograbar, en un tablón, el nombre de la propiedad: Villa Elena.
Cuando Elaine le dijo que estaba muy bien, pero que no tenía dónde poner un tablón de ese tamaño. Ricardo hizo construir un portal de ladrillo, dos columnas cubiertas de estuco y de cal y un travesaño entejado con tejas de barro, e hizo colgar el tablón del travesaño con dos cadenas de hierro que parecían sacadas de un naufragio. Después mandó poner una puerta de madera pintada de verde del tamaño de un hombre con un pasador bien aceitado.
Era un añadido inútil, pues bastaba con meterse entre los alambres de púas para entrar en la propiedad, pero a Ricardo le permitía irse de viaje con la sensación -artificial y hasta ridícula- de que su familia quedaba protegida.
«¿Protegida de qué?», le decía Elaine. «¿Qué nos va a pasar por aquí, si todo el mundo nos quiere?» Ricardo la miró con ese paternalismo que ella detestaba y le dijo:
«Eso no va a ser así toda la vida».
Pero Elaine se dio cuenta de que quería decirle otras cosas, le estaba diciendo otras cosas también.
Mucho más tarde, recordándolos para su hija o para sí misma, Elaine tendría que aceptar que los tres años siguientes, los tres años monótonos y rutinarios que siguieron a la construcción de la casa de Villa Elena, fueron los más felices de su vida en Colombia. Apropiarse de la tierra que Ricardo había comprado, acostumbrarse a la idea de que fuera suya, no fue fáciclass="underline" Elaine solía salir a caminar entre las palmeras y sentarse en el bohío y tomarse un jugo frío mientras pensaba en el tránsito de su vida, en la distancia insondable que se abría entre sus orígenes y este destino. Luego empezaba a caminar -aunque fuera a pleno sol no le importaba- en dirección al río, y veía desde lejos las haciendas vecinas, los campesinos de chanclas hechas con viejos neumáticos cortados que iban arriando el ganado a gritos, sus voces propias e inconfundibles como verdaderas huellas dactilares.
La pareja que ahora trabajaba para ella había vivido hasta entonces de arriar el ganado de otro. Ahora le limpiaban la piscina, mantenían la propiedad entera en buen estado (arreglaban los goznes de las puertas, eliminaban un nido de alimañas en el cuarto de la niña), le preparaban el viudo de pescado o el sancocho de los fines de semana. Caminando entre los pastizales, dando pasos fuertes porque había oído que así se espantaba a las culebras. Elaine se alegraba de haber podido trabajar por el bienestar de esos campesinos, aunque lo hubiera hecho menos tiempo de lo previsto, y entonces, como una sombra, como la sombra de un gallinazo volando demasiado bajo, se le cruzaba por la cabeza la idea de haberse convertido ahora en lo mismo que, como voluntaria de los Cuerpos de Paz, había combatido hasta el cansancio.
Los Cuerpos de Paz. Elaine volvió a tomar contacto con las oficinas de Bogotá cuando creyó que podía dejar a Maya en buenas manos y volver a trabajar; por teléfono, el subdirector Valenzuela escuchó sus explicaciones, la felicitó por su nueva familia y le dijo que lo llamara en unos días, cosa de comunicarse con Estados Unidos y no violar el protocolo.
Cuando Elaine lo hizo, la secretarla de Valenzuela le dijo que el subdirector había hecho un viaje de urgencia, que la llamaría a su regreso, pero los días pasaron y la llamada no se produjo.
Elaine no se dejó intimidar, y un día buscó ella misma a la gente de Acción Comunal, que la recibió como si ni un día hubiera pasado, y empezó en cuestión de horas a trabajar en dos nuevos proyectos: una cooperativa de pesca y la construcción de unas letrinas.
Durante las horas que pasaba con los líderes comunitarios -o con los pescadores, o tomando cerveza en las terrazas de La Dorada porque así se hacían los negocios- dejaba a Maya con el niño pequeño de su cocinera, o la llevaba al trabajo para que jugara con otras criaturas, pero no se lo decía a Ricardo, que tenía opiniones muy claras sobre la mezcla indiscriminada de clases sociales.
Volvió a usar el inglés, para no privar de su lengua a su propia hija, y Maya abandonaba el español con naturalidad perfecta cuando le hablaba a ella, entrando y saliendo de cada una de sus lenguas como se sale y se entra de un juego. Se había convertido en una niña viva y despierta y desvergonzada: tenía cejas largas y delgadas y una desfachatez en las maneras que desarmaba a cualquiera, pero tenía también un mundo propio, y solía perderse entre los carretos y reaparecer de nuevo con una lagartija en un vaso de vidrio, o completamente desnuda tras haber dejado sus ropas, por solidaridad, encima de un huevo.
Fue por esos días que Ricardo, al regresar de uno de sus viajes a las Bahamas, le trajo como regalo un armadillo de tres bandas en una jaula repleta de mierda fresca. No explicó nunca cómo lo había conseguido, pero se dedicó varios días a contarle a Maya las mismas cosas que, visiblemente, le habían contado a éclass="underline" el armadillo vive en huecos que abre con sus propias garras, el armadillo se enrolla sobre sí mismo cuando tiene miedo, el armadillo puede pasar más de cinco minutos debajo del agua.
Maya miraba el animal con la misma fascinación -la boca entreabierta, las cejas arqueadas – con que escuchaba a su padre. Después de un par de días de verla madrugar para darle de comer al animal, de verla pasar las horas acurrucada junto a él con una mano tímida sobre el caparazón rugoso, Elaine le preguntó:
«Y bueno, ¿cómo se llama tu armadillo?».
«No tiene nombre», dijo Maya.
«¿Cómo que no? Es tuyo. Tienes que ponerle un nombre.»
Maya levantó la cara, miró a Elaine, parpadeó dos veces. «Mike», dijo entonces. «Se llama Mike el armadillo.»
Y así fue como Elaine supo que Barbieri había venido de visita un par de semanas atrás, mientras ella andaba gestionando proyectos sin futuro con el jefe departamental. Ricardo no le había dicho nada: ¿por qué? Se lo preguntó tan pronto pudo, y él cerró el tema con cuatro palabras simples: «Porque se me olvidó».
Elaine no lo dejó de ese tamaño: «¿Pero a qué vino?», dijo.
«A saludar, Elena Fritts», dijo Ricardo. «Y puede que venga otra vez, así que no te sorprendas. Como si no fuera amigo nuestro.»
«Pero es que no es amigo nuestro.»
«Mío sí es», dijo Ricardo. «Mío sí es.»
Tal como lo había anunciado Ricardo, Mike Barbieri volvió a visitarlos. Pero las circunstancias de la visita no fueron las mejores. Durante ese mes de abril de 1976. la temporada de lluvias se había convertido en un desastre civiclass="underline" en los barrios de invasión de todas las grandes ciudades había casas viniéndose abajo y sepultando a sus ocupantes, en las carreteras de montaña los derrumbes cortaban el tráfico y aislaban a los pueblos, y en un caso se dio la paradoja cruel de que un caserío entero, que no tenía sistemas de recogida, se quedó sin agua potable mientras le caía encima un diluvio de proporciones bíblicas. El río La Miel se desbordó y allí acabaron Elaine y Ricardo ayudando a abrir zanjas para evacuar el agua de las casas inundadas.