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Desde la pantalla del televisor, las encargadas del pronóstico del tiempo les hablaban de los vientos alisios, de un desorden en las corrientes del Pacífico, de los huracanes de nombres imbéciles que ya comenzaban a formarse en el Caribe, y de la relación que todo aquello sostenía con los aguaceros que asolaban Villa Elena, trastocando las rutinas de la casa y también las de sus vidas domésticas, pues la humedad era tal que la ropa lavada no se secaba nunca y los desagües se atascaban con hojas caídas e insectos ahogados y la terraza llegó a inundarse tres o cuatro veces, de manera que Elaine y Ricardo tuvieron que levantarse en mitad de la noche a defenderse, desnudos salvo por los trapos y las escobas, del agua que ya empezaba a invadir el comedor.

A finales de mes Ricardo tuvo que hacer uno de sus viajes, y a Elaine le tocó lidiar sola con la amenaza del agua. Luego de hacerlo volvía a la cama para tratar de dormir un poco más, pero nunca tuvo éxito, y acababa encendiendo el televisor para ver, como hipnotizada, una pantalla donde llovía otra lluvia, una lluvia eléctrica y en blanco y negro cuyo ruido estático tenía sobre ella un curioso efecto sedante.

El día en que tenía que llegar Ricardo pasó sin que Ricardo llegara. No era la primera vez que sucedía -demoras de dos días y hasta de tres entraban dentro de lo aceptado, el negocio de Ricardo no carecía de imprevistos-, y no había que preocuparse por eso. Después de comer un arroz con pescado y unas tajadas de plátano frito, Elaine acostó a Maya, le leyó unas páginas de El Principito (las del cordero dibujado, que a Maya le hacían morirse de la risa) y, cuando la niña se dio la vuelta y se quedó dormida, Elaine siguió leyendo por inercia. Le gustaban las ilustraciones de SaintExupery y le gustaba, porque le hacía pensar en Ricardo, el pasaje en que el Principito le pregunta al piloto qué es esa cosa y el piloto le dice: «No es una cosa. Eso vuela. Es un avión. Es mi avión». Y estaba leyendo la reacción alarmada del Principito, el momento en que le pregunta al piloto si entonces él también cayó del cielo, cuando oyó un motor y una voz de hombre, un saludo, un aviso. Pero al salir no se encontró a Ricardo, sino a Mike Barbieri, que había llegado en moto y empapado de pies a cabeza, el pelo pegado a la frente, la camiseta pegada al pecho, las piernas y la espalda y el interior de los antebrazos cubiertos de gruesos escupitajos de barro fresco.

«¿Pero tú sabes qué hora es?», le dijo Elaine.

Mike Barbieri estaba parado en la terraza escurriendo agua y frotándose las manos. El morral de color verde militar que traía se había quedado a su lado, tirado en el suelo como un perro muerto, y Mike miraba a Elaine con una expresión vacía en la cara, como la de estos campesinos, pensó Elaine, que miran sin ver.

Al cabo de un par de segundos largos pareció despertarse, salir del sueño en que lo había sumido la travesía.

«Vengo de Medellín», dijo, «nunca me imaginé que me cogiera un aguacero así. Se me van a caer las manos de puro frío. No sé cómo puede hacer tanto frío en un sitio tan caliente, el mundo se está acabando».

«De Medellín», dijo Elaine, pero no era una pregunta. «Y vienes a ver a Ricardo.»

Mike Barbieri iba a decir algo (ella se dio cuenta perfectamente de que iba a decir algo) pero no lo hizo. Su mirada dejó de fijarse en ella y le pasó por encima como un avión de papel; Elaine, al darse la vuelta para ver de qué se trataba, se encontró con Maya, un pequeño fantasma de camisón de encaje. En una mano la niña llevaba un peluche -un conejo de orejas muy largas y tutu de bailarina que alguna vez había sido blanco-, y con la otra se quitaba el pelo caoba de la cara.

«Hello, beautiful», le dijo Mike, y a Elaine la sorprendió la dulzura de su trato.

«Hello, sweetie», le dijo ella. «Qué pasa, ¿te despertamos? ¿No puedes dormir?»

«Tengo sed», dijo Maya. «¿Por qué está el tío Mike?»

«Mike vino a ver a papá. Vuelve a tu cuarto, ya te llevo agua.»

«¿Ya llegó papá?»

«No. no ha llegado. Pero Mike vino a vernos a todos.»

«¿A mí también?»

«Sí, a ti también. Pero es hora de dormir, dile adiós, otro día se ven.»

«Adiós, tío Mike.»

«Adiós, linda», dijo Mike.

«Duérmete tranquila», dijo Elaine.

«Está grandísima», dijo Mike. «¿Cuántos años tiene ya?»

«Cinco. Va a cumplir cinco.»

«Qué barbaridad. Cómo pasa el tiempo.»

El lugar común molestó a Elaine. La molestó más de lo debido, la enfadó casi, fue como una afrenta, y enseguida la molestia se convirtió en sorpresa: por la desmesura de su reacción, por la extrañeza de la escena con Mike Barbieri, por el hecho de que su hija lo hubiera llamado tío. Le pidió a Mike que esperara ahí. porque el suelo de la casa era demasiado resbaloso para entrar mojado y corría el riesgo de hacerse daño: le trajo una toalla del baño de servicio y fue a buscar un vaso de agua en la cocina.

El tío Mike iba pensando, what's he doing here, y también lo pensaba en español, qué carajos está haciendo aquí, y de repente ahí estuvo de nuevo la canción aquella, what's there to live for, who needs the Peace Corps. Al entrar en el cuarto de Maya, al respirar su olor que era distinto a todos los olores, sintió un deseo inexplicable de pasar la noche con ella, y pensó que más tarde, cuando Mike se hubiera ido, se la llevaría cargada a su cama para que la acompañara hasta la llegada de Ricardo.

Maya se había vuelto a dormir. Elaine se agachó Junto a la cabecera de la cama, la miró, acercó la cara, respiró su aliento.

«Aquí está tu agua», le dijo, «¿quieres un poco?».

Pero la niña no dijo nada. Elaine le dejó el vaso en la mesita de noche, al lado de un carrusel de cuerda donde un caballo con la cabeza rota trataba, lenta pero incansablemente, de alcanzar a un payaso. Y luego volvió a la entrada.

Mike estaba manipulando la toalla vigorosamente, frotándose los tobillos, las pantorrillas.

«La estoy llenando de barro», dijo al ver llegar a Elaine. «La toalla, digo…

«Para eso es», dijo Elaine. Y luego: «Entonces viniste a ver a Ricardo».

«Sí», dijo él. La miró, la misma expresión vacía. «Sí», repitió. Volvió a mirarla: Elaine vio las gotas que le bajaban por el cuello, la barba que chorreaba como un grifo dañado, el barro. «Venía a ver a Ricardo. Y parece que no está, ¿verdad?»

«Tenía que llegar hoy. A veces le pasan estas cosas.»

«A veces se retrasa.»

«Sí, a veces. No vuela precisamente por itinerario. ¿El sabía que tú venías?»

Mike no contestó de inmediato. Estaba concentrado en su propio cuerpo, en la toalla embarrada. Fuera, en la noche oscura, en esa noche que se confundía con los farallones y se volvía infinita, había vuelto a desgajarse otro aguacero.

«Pues creo que sí», dijo Mike. «A ver si el confundido soy yo."

Pero no la miraba al hablar: se frotaba el cuerpo con la toalla y tenía esa expresión ausente, un gato lavándose a golpes de lengua. Y entonces Elaine pensó que Mike era capaz de seguir secándose hasta el final de los tiempos si ella no hacía algo.

«Bueno, ven y te sientas y te tomas algo», le dijo entonces. «¿Un ron?»

«Pero sin hielo», dijo Mike. «A ver si me caliento, no puede ser el frío que hace.»

«¿Quieres una camisa de Ricardo?»

«Pues no es mala idea, Elena Fritts. Así te dice él, ¿no? Elena Fritts. Una camisa, sí, no es mala idea.»

Y así, enfundado en una camisa que no era suya (de mangas cortas y a cuadros azules sobre fondo blanco, un bolsillo en el pecho cuyo botón se había caído). Mike Barbieri se bebió no uno sino cuatro vasos de ron.