Elaine lo miró hacer. Se sentía cómoda con éclass="underline" sí, eso era, comodidad. Era la lengua, quizás, el regreso a la lengua, o eran quizás los códigos que compartían y la desaparición, mientras estaban juntos, de la necesidad de explicarse que siempre había con los colombianos. Estar con él tenía algo de indudable familiaridad, como volver a casa. Elaine también bebió y se sintió acompañada y sintió que Mike Barbieri también acompañaba a su hija.
Hablaron de su país y de la política de su país como lo habían hecho años antes, antes de que Maya existiera y antes de que existiera Villa Elena, y se contaron historias de sus familias y también noticias recientes, y hacerlo era cómodo y agradable, como ponerse un buen saco de lana una tarde de invierno. Aunque no era fácil saber de dónde salía el placer de hablar del billete de dos dólares que acababan de sacar en su país, de las celebraciones por los doscientos años de la independencia, de Sara Jane Moore, la mujercita despistada que había tratado de matar al Presidente.
Había dejado de llover y de la noche entraba una brisa fresca y cargada con los olores de los arbustos. Elaine se sentía ligera, se sentía en familia, de manera que no lo dudó un instante cuando Mike Barbieri le preguntó si no tenía una guitarra por ahí y en cuestión de segundos estaba afinándola y poniéndose a cantar canciones de Dylan y de Simón y Garfunkel.
Debían de ser las dos o tres de la mañana cuando sucedió algo que no chocó a Elaine (pensaría después) como hubiera debido chocarla. Mike estaba cantando la parte de America en que la pareja se sube a un bus Greyhound cuando se oyó un ruido afuera, a lo lejos, en la noche quieta, y los perros comenzaron a ladrar. Elaine abrió los ojos y Mike dejó de tocar, y los dos se quedaron callados, oyendo el silencio.
«Tranquilo, por aquí no pasa nada», dijo Elaine, pero Mike ya se había puesto de pie y había buscado el morral verde militar que había traído y del morral había sacado una pistola grande y plateada, o que le pareció a Elaine grande y plateada, y había salido al aire libre, levantado la mano y disparado dos tiros al cielo, uno, dos, dos estallidos.
La primera reacción de Elaine fue proteger el sueño de Maya o neutralizar su desconcierto o su miedo, pero al llegar en cuatro zancadas al cuarto de la niña la encontró dormida, hundida en un sueño imperturbable y ajena a todos los ruidos y a todas las preocupaciones, era increíble. Para cuando volvió al salón, sin embargo, ya algo se había roto en el ambiente. Mike se estaba justificando con una frase enrevesada:
«Si antes no era nada, ahora sí que menos».
Pero Elaine había perdido las ganas de seguir oyendo la canción del bus Greyhound y la New Jersey Turnpike: se sintió cansada, había sido un día largo. Se despidió y le dijo a Mike que se quedara en el cuarto de huéspedes, la cama estaba tendida, mañana podían desayunar juntos.
«Quién sabe, hasta puede que con Ricardo.»
«Sí», dijo Mike Barbieri. «Con algo de suerte.»
Pero cuando despertó. Mike Barbieri se había ido. Una nota, eso era todo lo que había dejado, una nota en una servilleta, y en la nota tres palabras en tres renglones: Thanks, Love, Mike. Más tarde, recordando esa noche rara y confusa, Elaine sentiría dos cosas: primero, un odio profundo hacia Mike Barbieri, el odio más intenso que había conocido nunca; y segundo, una suerte de admiración involuntaria por la soltura con que aquel hombre había atravesado la noche, por la gigantesca impostura que había llevado a cabo durante tantas horas tan íntimas sin delatarse ni por un momento, por la serenidad incombustible con que había pronunciado esas últimas palabras. Con algo de suerte, pensaría Elaine, o más bien las palabras se repetirían en su mente sin descanso, con algo de suerte, eso le había dicho Mike Barbieri sin que se le moviera un músculo de la cara, hazaña digna de un Jugador de póquer o de un aficionado a la ruleta rusa, porque Mike Barbieri sabía perfectamente que Ricardo no iba a volver a Villa Elena esa noche y lo había sabido desde el comienzo, desde su llegada en moto a la casa de Elaine Fritts. De hecho, había venido precisamente para eso: para avisarle a Elaine. Había venido para decirle que Ricardo no iba a llegar. Bien lo sabía él.
Bien lo sabía él, que había venido a ver a Ricardo días antes para hablarle del nuevo negocio que no podían perderse, para convencerlo de que los cargamentos de marihuana eran plata de bolsillo comparado con lo que ahora podrían ganar, para explicarle qué era aquello de la pasta de coca que estaba llegando de Bolivia y de Perú y cómo unos lugares de magia lo transformaban en el polvito blanco y luminoso por el cual todo Hollywood, no, todo California, no, todos los Estados Unidos, de Los Ángeles a Nueva York, de Chicago a Miami, estaban dispuestos a pagar lo que hiciera falta. Bien lo sabía él que tenía el contacto directo con esos lugares, donde unos veteranos de los Cuerpos de Paz. que acababan de pasar tres años en el Cauca y en Putumayo, se habían convertido de la noche a la mañana en expertos en éter y en acetona y en ácido clorhídrico, y donde se armaban ladrillos de producto que podrían alumbrar un cuarto oscuro con su fosforescencia.
Bien lo sabía él, que había echado números en un papel con Ricardo y calculado que un Cessna cualquiera, si se quitaban los asientos de pasajeros, podía cargar unas doce tulas repletas de ladrillos, unos trescientos kilos en total, y que, a cien dólares el gramo, un solo viaje podía producir noventa millones de dólares de los cuales el piloto, que tantos riesgos corre y tan indispensable resulta para la operación, podía quedarse con dos. Bien lo sabía él, que había escuchado el entusiasmo de Ricardo, los planes de hacer este viaje y este viaje solamente y después retirarse, retirarse para siempre, retirarse del pilotaje de carga y también de pasajeros y de todo pilotaje que no fuera de placer, retirarse de todo menos de su familia, millonario para siempre antes de la treintena.
Bien lo sabía él.
Bien lo sabía él. que acompañó a Ricardo en el Nissan a una hacienda sin límites visibles en Doradal, poco antes de llegar a Medellín, y allí le presentó la parte colombiana del negocio, dos hombres de bigote y pelo ondulado y negro que hablaban con voz suave y daban la impresión de sentirse muy a gusto con su conciencia y después de saludar a Ricardo lo atendieron y lo agasajaron como nunca antes nadie lo había agasajado ni atendido.
Bien lo sabía él, que estaba Junto a Ricardo cuando los patrones le enseñaron la propiedad, los caballos de paso fino y las caballerizas lujosas, la plaza de rejoneo y los establos, la piscina como una esmeralda tallada, los prados que la mirada no llegaba a abarcar.
Bien lo sabía él, que ayudó con sus propias manos a cargar el Cessna 310R, que con sus propias manos sacó las tulas de una LandRover negra y las puso en el avión, que no se pudo contener y acabó dándole a Ricardo un abrazo fuerte, un abrazo de camaradas de verdad, sintiendo al dárselo que nunca había querido tanto a un colombiano.
Bien lo sabía él, que vio despegar el Cessna y lo siguió con la mirada, su figura blanca sobre el fondo grisáceo de las nubes que ya amenazaban lluvia, y lo vio hacerse más y más pequeño hasta desaparecer en la distancia, y luego se subió a la LandRover y dejó que lo llevaran a la carretera principal donde cogió el primer bus que pasó en dirección de La Dorada. Bien lo sabía él.
Bien lo sabía él, que doce horas antes de llegar a Villa Elena había recibido la llamada que le dio la noticia y, en tono perentorio y luego amenazante, le exigió explicaciones. Y él no pudo darlas, claro, porque nadie podía explicarse que a Ricardo lo esperaran los agentes de la DEA en el punto mismo de su aterrizaje, ni que no se dieran cuenta de su presencia los dos distribuidores -uno de Miami Beach, otro de la zona universitaria de Massachusetts- que esperaban en una Ford de platón cubierto para llevarse la carga que Ricardo había traído.