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«¿Y nadie preguntaba por Ricardo? ¿Ninguno de esos invitados hablaba de él?»

«No, nadie. Increíble, ¿verdad? Mamá construyó un mundo donde Ricardo Laverde no existía, se necesita talento para hacer eso. Con lo difícil que es sostener una mentira chiquita, y ella montó una cosa de este tamaño, una verdadera pirámide. Me la imagino dando instrucciones a todos los visitantes: en esta casa no se habla de los muertos. ¿Qué muertos? Pues los muertos. Los muertos que están muertos.»

Fue por esos días que mató al armadillo. Maya no recordaba que la ausencia de su padre la hubiera trastornado demasiado: no recordaba ningún mal sentimiento, ni agresividad ninguna, ni ningún deseo de venganza, pero un día (tendría ocho años, algo así) agarró al armadillo y se lo llevó al patio de ropas. «Era uno de esos patios de los apartamentos de antes, tú sabes, incómodos y chiquitos, con la alberca de piedra y las cuerdas para colgar la ropa y una ventana. ¿Te acuerdas de esas albercas? A un lado se restregaba la ropa contra la superficie, al otro había una especie de pozo, para un niño era como un gran pozo de agua fría. Yo acerqué una banca de la cocina, me asomé al agua y metí a Mike con las dos manos, sin soltarlo, y le puse ambas manos en la espalda para que no se moviera. Me habían dicho que los armadillos podían pasar mucho tiempo dentro del agua. Yo quería ver cuánto tiempo.

El armadillo comenzó a sacudirse, pero yo lo mantuve así, pegado al fondo de la alberca con todo el peso de mi cuerpo, un armadillo tiene fuerza pero no tanta, yo ya era una niña de buen tamaño. Quería ver cuánto tiempo podía estar debajo del agua, eso era todo, a mí me parecía que eso era todo.

Recuerdo muy bien la rugosidad de su cuerpo, las manos me dolían por la presión y luego me siguieron doliendo, era como mantener en su sitio un tronco espinoso para que no se lo lleve la corriente. Qué manera de sacudirse la del bicho ese, me acuerdo perfectamente. Hasta que ya no se sacudió más.

La empleada lo descubrió después, si hubiera visto el grito que pegó. Hubo castigos, mamá me dio una cachetada violenta, me rompió la boca con el anillo. Luego me preguntó por qué lo había hecho y yo dije: Para saber cuántos minutos podía aguantar. Y mamá me contestó: ¿Y entonces por qué no tenías reloj? Yo no supe qué contestar. Y esa pregunta no se ha ido del todo, Antonio, sigue volviendo de vez en cuando, siempre en los malos momentos, cuando la vida no me está funcionando. Se me aparece esa pregunta y nunca he podido contestarla.»

Pensó un instante y dijo: «De todas formas, ¿qué hacía un armadillo en un apartamento de La Perseverancia? Qué cosa tan absurda, la casa olía a mierda».

«¿Y nunca tuvo sospechas?», le pregunté.

«¿De qué?»

«De que Ricardo estuviera vivo. De lo de la cárcel.»

«Nunca, no. Luego he sabido que no estuve sola, que lo mío no era original.

En esos años fueron legión los que llegaron a Estados Unidos para quedarse, no sé si me entiende. Los que llegaban, no con cargamentos como mi papá, que también, sino como simples pasajeros de un avión comercial, un avión de Avianca o de American. Y las familias que se quedaban esperando en Colombia tenían que decirles algo a los niños, ¿no? Así que mataban al padre, nunca mejor dicho. El tipo, metido en una cárcel de Estados Unidos, se moría de repente sin que nadie hubiera sabido que ahí estaba. Era lo más fácil, más fácil que lidiar con la vergüenza, con la humillación de tener a una mula en la familia. Cientos de casos como éste. Cientos de huérfanos ficticios, yo era un caso solamente. Eso es lo bueno de Colombia, que uno nunca está solo con su destino. Mierda, qué calor hace ya, es increíble. ¿No tiene calor, Antonio, usted que es de tierra fría?»

«Un poco, sí. Pero me lo aguanto.»

«Uno aquí siente cómo se le abre cada poro. A mí me gustan las mañanas, las primeras horas. Pero luego la cosa se pone insoportable. Por más que uno se acostumbre.»

«Usted ya tendría que haberse acostumbrado.»

«Sí, es verdad. Tal vez sólo me queje por quejarme.»

«¿Cómo llegó a vivir aquí?», pregunté. «Digo, después de tanto tiempo.»

«Ah, bueno», dijo Maya. «Ésa es una larga historia.»

Maya acababa de cumplir los once años cuando una compañera de clase le habló por primera vez de la Hacienda Nápoles. Era el territorio de más de siete mil acres que Pablo Escobar había comprado a finales de los setenta para construir en él su paraíso personal, un paraíso que fuera a la vez un imperio: un Xanadu para tierra caliente, con animales en vez de esculturas y matones armados en vez del letrero de No Trespassing.

El terreno de la hacienda se extendía sobre dos departamentos; un río lo cruzaba de extremo a extremo. Por supuesto que ésta no fue la información que la compañera de clase le dio a Maya, pues en 1982 el nombre de Pablo Escobar todavía no andaba en boca de los niños de once años, ni los niños de once años conocían las características del territorio gigantesco ni la colección de carros antiguos que empezaría pronto a crecer en cocheras especiales ni la existencia de varias pistas destinadas al negocio (al despegue y aterrizaje de aviones como los que había pilotado Ricardo Laverde), ni mucho menos habían visto Citizen Kane. No, los niños de once años no sabían de esas cosas. Pero sabían, en cambio, del zoológico: el zoológico se convirtió en cuestión de meses en una leyenda a nivel nacional, y fue del zoológico que le habló la compañera a Maya un día de 1982. Le habló de jirafas, de elefantes, de rinocerontes, de pájaros inmensos de todos los colores; le habló de un canguro que le pegaba patadas a un balón de fútbol.

Para Maya fue una revelación tan

«Bueno, pues tuvo que ser en fin de semana, porque de otra manera no hubiéramos tenido adultos que nos llevaran, la gente trabaja. ¿Y cuántos fines de semana hubo antes de Navidad? Digamos tres. ¿Y qué día fue, un sábado o un domingo? Fue un sábado, porque la gente de Bogotá siempre venía al zoológico los sábados, a los adultos no les gustaba pegarse semejante viaje y tener que ir a la oficina al día siguiente.»

«Pues son tres días de todas formas», dije yo, «tres sábados posibles. Nada nos garantiza que hayamos escogido el mismo».

«Yo sé que sí.»

«¿Por qué?»

«Porque sí. Y no me joda más. ¿Quiere que le siga contando?» Pero Maya no esperó mi respuesta. «Bueno», dijo, «pues el asunto es que conocí el zoológico y luego volví a la casa, y lo primero que hice al entrar fue preguntarle a mi madre dónde exactamente quedaba nuestra casa de La Dorada.

Creo que reconocí algo del camino, del paisaje, reconocí una montaña o una curva de la carretera, o la carretera que lleva de la vía principal a Villa Elena, porque para ir a la Hacienda Nápoles uno pasa frente a esa carretera. Algo debí de reconocer, y cuando llegué a ver a mi madre no dejé de hacer preguntas. Era la primera vez que hablaba de eso desde que nos fuimos, a mamá le impresionó mucho. Y con los años seguí haciendo preguntas, diciendo que quería volver, que cuándo íbamos a volver. La casa de La Dorada se me convirtió en una especie de tierra prometida, ¿me entiende? Y empecé poco a poco a hacer todo lo necesario para volver. Y todo empezó con esa visita al zoológico de la Hacienda Nápoles. Y ahora usted me dice que tal vez nos vimos allá, en el zoológico. Sin saber que usted era usted y que yo era yo, sin saber que nos encontraríamos después».

Algo sucedió en ese instante en su mirada, sus ojos verdes se abrieron ligeramente, sus cejas finas se arquearon como si las hubieran dibujado de nuevo, y en su boca, su boca de labios sanguíneos, apareció un gesto nuevo. Yo no hubiera podido probarlo, y hacer un comentario al respecto habría sido una imprudencia o una imbecilidad, pero en ese momento pensé: Éste es un gesto de niña. Así eras de niña. Y entonces la oí decir: