Estaba ya oscuro cuando salimos. No tengo el inventario preciso de lo bebido en los billares, pero sé que el ron se nos había subido a la cabeza, y las aceras de La Candelaria se habían vuelto incluso más estrechas. Apenas se podía caminar en ellas: la gente salía de las miles de oficinas del centro para irse a casa, o entraba en los almacenes para comprar regalos navideños, o formaba coágulos en las esquinas, mientras esperaba una buseta.
Lo primero que hizo Ricardo Laverde al salir fue tropezar con una mujer de sastre color naranja (o de un color que allí, bajo las luces amarillas, parecía naranja). «Mire a ver, bobo», le dijo la mujer, y entonces me resultó evidente que dejarlo llegar a su casa en ese estado era irresponsable o incluso riesgoso. Me ofrecí a acompañarlo y él aceptó, o por lo menos no se negó de ninguna manera perceptible.
En cuestión de minutos estábamos pasando frente al portón cerrado de la iglesia de La Bordadita, y a partir de un momento la muchedumbre quedó atrás, como si hubiéramos entrado en otra ciudad, una ciudad en toque de queda. La Candelaria profunda es un lugar fuera del tiempo: en toda Bogotá, sólo en ciertas calles de esa zona es posible imaginar cómo era la vida hace un siglo. Y fue durante esa caminata que Laverde me habló por primera vez como se le habla a un amigo. Al principio pensé que inténtate congraciarse conmigo después de la gratuita descortesía de antes (el alcohol suele provocar estos arrepentimientos, estas íntimas culpas); luego me pareció que había algo más, una tarea urgente cuyas motivaciones yo no alcanzaba a comprender, un deber inaplazable. Le seguí la corriente, claro, como se les sigue la corriente a todos los borrachos del mundo cuando empiezan a contar sus historias de borrachos.
«Esta mujer es todo lo que tengo», me dijo.
«¿Elena?», dije yo. «¿Su esposa?»
«Es todo, todo lo que tengo. No me pida que le dé detalles, Yammara, para nadie es fácil hablar de sus errores. Y yo tengo los míos, como todos. La he cagado, claro. La he cagado mucho. Usted es muy joven, Yammara, tan joven que tal vez siga virgen en esto de los errores. No me refiero a haberle puesto los cachos a su noviecita, no es eso, no me refiero a haberse comido a la noviecita de su mejor amigo, ésas son cosas de niños. Me refiero a los errores de verdad, Yammara, eso es una vaina que usted no conoce todavía. Y mejor. Aproveche, Yammara, aproveche mientras pueda: uno es feliz hasta que la caga de cierta forma, luego no hay manera de recuperar eso que uno era antes. Bueno, eso es lo que voy a confirmar en estos días. Elena va a venir y yo voy a tratar de recuperar lo que había antes. Elena era el amor de mi vida. Y nos separamos, no queríamos separarnos, pero nos separamos. La vida nos separó, la vida hace esas cosas. Yo la cagué. La cagué y nos separamos. Pero lo que importa no es cagarla, Yammara, óigame bien, lo que importa no es cagarla, sino saber remediar la cagada. Aunque haya pasado el tiempo, los años que sean, nunca es tarde para remendar lo que uno ha roto. Y eso es lo que voy a hacer. Elena viene ahora y eso es lo que voy a hacer, ningún error puede durar para siempre. Todo esto fue hace mucho tiempo, muchísimo tiempo. Usted ni había nacido, creo yo. Pongamos 1970, más o menos. ¿Usted cuándo nació?»
«En el 70, sí», dije. «Exactamente.»
«¿Seguro?»
«Seguro.»
«¿No nació en el 71?» «No», dije. «En el 70.»
«Bueno, pues eso. En ese año pasaron muchas cosas. En los años siguientes también, claro, pero sobre todo en ese año. Ese año nos cambió la vida. Yo dejé que nos separaran, pero lo que importa no es eso, Yammara, óigame bien, lo que importa no es eso, sino lo que va a pasar ahora. Elena viene ahora y eso es lo que voy a hacer, arreglar las vainas. No puede ser tan difícil, ¿no? ¿Cuánta gente conoce uno que ha arreglado el caminado a mitad de camino? Mucha gente, ¿o no? Pues eso voy a hacer yo. No puede ser tan difícil.»
Todo eso me dijo Ricardo Laverde. Estábamos solos al llegar a su calle, tan solos que habíamos comenzado, sin darnos cuenta, a caminar por el medio de la calzada. Una carreta atiborrada de periódicos viejos y tirada por una mula famélica pasó bajando, y el hombre que llevaba las riendas (la cabuya anudada que hacía las veces de riendas) tuvo que silbar para no pasarnos por encima.
Recuerdo el olor de la mierda del animal, aunque no recuerdo que cagara en ese preciso momento, y recuerdo también la mirada de un niño que iba detrás, sentado en las tablas de madera con los pies colgando. Y luego me recuerdo estirando una mano para despedirme de Laverde y quedándome con la mano en el aire, más o menos como aquella otra mano cubierta de palomas en la foto de la plaza de Bolívar, porque Laverde me dio la espalda y, abriendo un portón con una llave de otros tiempos, me dijo:
«No me diga que se va a ir ahora. Entre y se toma el último, joven, ya que estamos hablando tan rico.»
«Es que yo tenía que irme, Ricardo.»
«Uno no tiene sino que morirse», dijo él, la lengua un poco torpe. «Un traguito y no más, le juro. Ya que se pegó el viaje hasta este sitio dejado de Dios.»
Habíamos llegado frente a una vieja casa colonial de un solo piso, no cuidada como un escenario cultural o histórico, sino decadente y triste, una de esas propiedades que pasan de generación en generación a medida que las familias se empobrecen, hasta que el último de la línea la vende para salir de una deuda o la pone a producir como pensión o prostíbulo. Laverde estaba de pie en el umbral y mantenía el portón abierto con un pie, en uno de esos equilibrios precarios que sólo un buen borracho logra. Al fondo alcancé a ver un corredor de suelos de ladrillo y luego el patio colonial más pequeño que he visto nunca. En el centro del patio, en lugar de la tradicional fuente, había un tendedero de ropa, y las paredes de cal del corredor estaban adornadas con calendarios de mujeres desnudas.
Yo había estado en otras casas parecidas, así que pude imaginar lo que había más allá del corredor oscuro: imaginé habitaciones de puertas de madera verde que se cierran con candado como un cobertizo, e imaginé que en uno de esos cobertizos de tres por dos, alquilado por semanas, vivía Ricardo Laverde. Pero era tarde, yo tenía que pasar mis notas al día siguiente (cumplir con la insoportable burocracia universitaria, eso no da tregua), y caminar por ese barrio, pasada cierta hora de la noche, era provocar demasiado a la suerte.
Laverde estaba borracho y se había embarcado en unas confidencias cuya cercanía yo no había previsto, y me di cuenta en ese momento de que una cosa era preguntarle qué tipo de máquinas pilotaba y otra, muy distinta, meterme con él en su cuartucho diminuto para verlo llorar por los amores perdidos.
Nunca me ha resultado fácil la intimidad, y mucho menos con otros hombres. Todo lo que Laverde me fuera a contar entonces, pensé, me lo podría contar también al día siguiente, al aire libre o en lugares públicos, sin vacuas camaraderías ni llantos en mi hombro, sin frívolas solidaridades masculinas. El mundo no se va a acabar mañana, pensé. Ni a Laverde se le va a olvidar su vida. Así que no me sorprendió demasiado oírme decir: