Y tenía razón, ahí comenzaba. «¿Hacia dónde vamos?», decía el copiloto. «No lo sé», decía el capitán, «¿qué es esto? ¿Qué pasó aquí?». Y así, con los bandazos desorientados que comenzaba a dar el Boeing 757, con sus movimientos de pájaro perdido a trece mil pies de altura en la noche andina, comenzaba la muerte de Elena Fritts. Ahí estaban otra vez esas voces que ya se han dado cuenta de algo, que fingen serenidad y control cuando todo control se ha perdido ya y la serenidad es una gran impostura. «¿Giro a la izquierda, entonces? ¿Quieres girar a la izquierda?» «No… No, nada de eso. Sigamos adelante hacia…» «¿Hacia dónde?» «Hacia Tuluá.» «Eso es a la derecha.» «¿A dónde vamos? Gira a la derecha. Vamos a Cali. Aquí la cagamos, ¿no?» «Sí.» «¿Cómo llegamos a cagarla así? A la derecha ahora mismo, a la derecha ahora mismo.» «Aquí la cagaron», dijo o más bien susurró Maya. «Y mamá iba ahí.»
«Pero no sabía lo que estaba pasando», le dije. «No sabía que los pilotos estaban desorientados. Por lo menos no tenía miedo.»
Maya lo consideró. «Es verdad», dijo. «Por lo menos no tenía miedo.»
«¿En qué estaría pensando?», dije. «¿Alguna vez se lo ha preguntado, Maya? ¿En qué estaría pensando Elaine en ese momento?»
La grabación comenzó a soltar sonidos de angustia. Una voz electrónica lanzaba advertencias desesperadas a los pilotos: «Terrain, terrain». «Me lo he preguntado mil veces», dijo Maya. «Yo le puse muy en claro que no quería verlo, que mi papá había muerto cuando yo tenía cinco años y eso era así, eso no lo cambiaba nada. En mi vida, eso era así. Que no se pusieran a tratar de cambiarme las cosas a estas alturas. Pero luego me pasé varios días destrozada. Me enfermé. Me dio fiebre, una fiebre alta, y con fiebre y todo me iba a trabajar a las colmenas por puro miedo de estar en casa cuando llegara mi papá. ¿En qué iría pensando? Tal vez en que valía la pena tratar. En que mi papá me había querido mucho, nos había querido mucho, y valía la pena tratar. Otro día volvió a llamar, trató de justificar lo que había hecho papá, me dijo que en esa época todo era distinto, el mundo del tráfico de drogas, todo eso. Que todos eran unos inocentes, eso me dijo. No que eran inocentes, no, sino unos inocentes, no sé si se da cuenta de la distancia que hay entre una cosa y la otra. En fin, es lo mismo. Como si la inocencia existiera en este país nuestro… En fin, ahí fue cuando mamá decidió subirse a un avión y arreglar las cosas personalmente. Me avisó que iba a coger el primer vuelo disponible. Que si su propia hija le disparaba, pues se lo iba a aguantar. Así me dijo, su propia hija. Que se lo iba a aguantar, pero que no se iba a quedar con la duda, con el qué hubiera pasado. Ah, ya estamos en esta parte. Cómo duele, increíble, después de tanto tiempo.» «Mierda», decía el piloto en la grabación. «Cómo duele», decía Maya. «Arriba, chico», decía el piloto. «Arriba.»
«El avión se está cayendo», dijo Maya.
«Arriba», dijo en la caja negra el capitán.
«Todo va bien», dijo el copiloto.
«Se van a matar», dijo Maya, «y no hay nada que hacer».
«Arriba», dijo el capitán.
«Suavemente, suavemente.»
«Y yo no alcancé a despedirme», dijo Maya.
«Más arriba, más arriba», dijo el capitán.
«OK», dijo el copiloto.
«¿Cómo iba yo a saber?», dijo Maya. «¿Cómo podía saber, Antonio?»
Y el capitán:
«Arriba, arriba, arriba».
La madrugada fresca se llenó con el llanto de Maya, suave y fino, y también con el canto de los primeros pájaros, y también con el ruido que era la madre de todos los ruidos, el ruido de las vidas que desaparecen al precipitarse al vacío, el ruido que hicieron al caer sobre los Andes las cosas del vuelo 965 y que de alguna manera absurda era también el ruido de la vida de Laverde, atada sin remedio a la de Elena Fritts. ¿Y mi vida? ¿No comenzó mi propia vida a precipitarse a tierra en ese mismo instante, no era aquel ruido el ruido de mi propia caída, que allí comenzó sin que yo lo supiera? «¿Cómo, también tú has caído del cielo?», le pregunta el Principito al piloto que cuenta su historia, y pensé que sí, también yo había caído del cielo, pero de mi caída no había testimonio posible, no había caja negra que nadie pudiera consultar, ni había caja negra de la caída de Ricardo Laverde, las vidas humanas no cuentan con esos lujos tecnológicos.
«Maya, ¿cómo es que estamos oyendo esto?», dije.
Ella me miró en silencio (sus ojos rojos y encharcados, su boca desolada). Pensé que no me había entendido.
«No quiero decir… Lo que quiero saber es cómo llegó esta grabación…» Maya respiró hondo.
«Siempre le gustaron los mapas», dijo.
«¿Qué?»
«Los mapas», dijo Maya. «Siempre le gustaron.»
A Ricardo Laverde siempre le habían gustado los mapas. El colegio siempre se le dio bien (toda la vida entre los tres primeros de la clase), pero nada se le dio tan bien como los mapas, esos ejercicios en que el estudiante debe componer, con lápiz de mina blanda o con una plumilla o un rapidógrafo, sobre papel de calcar y a veces sobre papel mantequilla, las geografías de Colombia. Le gustaba la rectitud repentina del trapecio amazónico, le gustaba la costa pacífica templada como un arco sin su flecha, sabía dibujar de memoria la península de La Guajira, y en cualquier momento hubiera podido vendarse los ojos y poner un alfiler dentro de un croquis, como otros le ponen la cola al burro, para ubicar sin pensárselo dos veces el Nudo de Almaguer.
En toda la historia escolar de Ricardo, las únicas llamadas del prefecto de disciplina se dieron cuando era hora de hacer mapas, pues Ricardo terminaba los suyos en la mitad del tiempo permitido y durante el resto de la clase se dedicaba a hacer los mapas de sus compañeros a cambio de una moneda de cincuenta centavos, si se trataba de una división político administrativa de Colombia, o de un peso, si de un mapa hidrográfico o una distribución de pisos térmicos. «¿Por qué me cuenta esto?», dije. «¿Qué tiene que ver?»
Cuando volvió a Colombia, después de diecinueve años de cárcel, y tuvo que encontrar trabajo, lo más lógico era buscar donde hubiera aviones. Tocó varias puertas pequeñas: aeroclubes, academias de aviación, y todas las encontró cerradas. Entonces, siguiendo una suerte de epifanía, se presentó en el Instituto Geográfico Agustín Codazzi. Le hicieron unas pruebas, y a los quince días estaba pilotando un bimotor Commander 690A cuya tripulación se componía de piloto y copiloto, dos geógrafos, dos técnicos especializados y un sofisticado equipo de aerofotografía.
Y a eso se dedicó durante los últimos meses de su vida: a despegar de madrugada desde el aeropuerto El Dorado, a recorrer el espacio aéreo colombiano mientras la cámara que llevaba atrás tomaba negativos de 23 x 23 que acabarían, después de un largo proceso de laboratorio y de clasificación, en los atlas con que miles de niños aprenden cuáles son los afluentes del río Cauca y dónde nace la Cordillera Occidental. «Niños como nuestros hijos», dijo Maya, «si es que alguna vez llegamos a tener hijos».
«Ellos van a estudiar con las fotos de Ricardo.»
«Es bonito pensarlo», dijo Maya. Y luego: «Mi padre se había hecho muy amigo de su fotógrafo».
Se llamaba Iragorri, Francisco Iragorri, pero todo el mundo le decía Pacho. «Un tipo flaco, de nuestra edad más o menos, de esos que tienen facciones de niño Dios, las mejillas coloradas, la naricita en punta, ni un pelo en la cara.» Maya lo buscó y lo encontró y lo llamó por teléfono y lo invitó a venir a Las Acacias a comienzos de 1998, y fue él quien le contó cómo había transcurrido la última noche de Ricardo Laverde. «Siempre volaban juntos, después del vuelo se tomaban una cerveza y se despedían. Y a los quince días se encontraban en el instituto, en el laboratorio del instituto, y trabajaban juntos en las fotos. O más bien Iragorri trabajaba y dejaba que mi padre viera y aprendiera. A hacer fotocontrol. A analizar una foto en tres dimensiones. A manejar un visor estereoscópico.