Mi padre gozaba como un niño, eso me dijo Iragorri.» El día antes de que lo mataran, Ricardo Laverde había llegado al laboratorio buscando a Iragorri. Era tarde. Iragorri se dijo que la visita no estaba relacionada con el trabajo, y le bastaron un par de frases, un par de miradas, para comprender que el piloto le iba a pedir un préstamo: no hay nada más fácil de anticipar que los favores financieros. Pero ni en mil años hubiera imaginado el motivo: Laverde iba a comprar una grabación, la grabación de una caja negra. Le explicó a Iragorri de qué vuelo se trataba. Le explicó quién había muerto en ese vuelo.
«La plata era para los funcionarios que le iban a conseguir el cassette», dijo Maya. «Parece que la cosa no es tan difícil si uno tiene los contactos.»
El problema era el monto del préstamo: Laverde necesitaba mucho dinero, más, desde luego, de lo que nadie lleva encima, pero también más de lo que se puede sacar de un cajero electrónico. De manera que los dos amigos, el piloto y el fotógrafo, tomaron una decisión: se quedarían allí, perdiendo el tiempo en las instalaciones del Instituto Geográfico Agustín Codazzi, metidos en el cuarto oscuro o en las oficinas de Restitución, entreteniéndose con viejas copias de contacto o estableciendo la topografía de un trabajo atrasado o rectificando coordenadas mal hechas, y a eso de las once y media de la noche se dirigirían al cajero electrónico más cercano para sacar el máximo permitido y hacerlo dos veces: una antes y otra después de la medianoche.
Así lo hicieron: así engañaron al computador de la máquina, ese pobre aparato que sólo entiende de dígitos; así consiguió Ricardo Laverde la cantidad que necesitaba.
«Todo esto me contó Iragorri. Era el último trozo de información que había podido encontrar», me dijo Maya, «hasta que supe que mi padre no estaba solo cuando le dispararon».
«Hasta que supo que yo existía.»
«Sí. Hasta que supe.»
«Pues Ricardo nunca me habló a mí de ese trabajo», le dije. «Ni de mapas ni de fotos aéreas ni del bimotor Commander.»
«¿Nunca?»
«Nunca. Y no es porque yo no haya preguntado.»
«Ya veo», dijo Maya.
Pero era evidente: ella veía algo que a mí se me escapaba. En la ventana de la sala comenzaban a aparecer los árboles, las siluetas de sus ramas comenzaban a despegarse del fondo oscuro de esa larga noche, y también adentro, a nuestro alrededor, las cosas recobraban la vida que tienen de día.
«¿Qué ve?», le pregunté a Maya.
Parecía cansada. Los dos estábamos cansados, pensé; pensé que también bajo mis ojos colgarían esas ojeras grises que colgaban bajo los ojos de Maya.
«Iragorri se sentó ahí el día que vino», dijo ella. Señaló el sillón que no estábamos ocupando, el más próximo al equipo de sonido del cual ya no salía ningún ruido. «Sólo se quedó a almorzar. No me pidió que le contara nada a cambio. Ni que le mostrara los papeles de mi familia. Ni se acostó conmigo, eso mucho menos.» Bajé la mirada, intuí que ella hacía lo mismo. Y Maya añadió:
«La verdad es que usted es un abusivo, mi querido amigo».
«Perdón», dije.
«No sé cómo no se muere de vergüenza.» Maya sonrió: en la luz azul del amanecer vi su sonrisa. «El caso es que me acuerdo perfecto, estaba ahí sentado y nos acababan de traer un jugo de lulo, porque Iragorri era abstemio, y le había puesto una cucharadita de azúcar y estaba revolviéndolo así, despacio, cuando llegamos a lo del cajero electrónico. Entonces me dijo que claro, claro que le había prestado la plata a mi papá, pero que a él esa plata no le sobraba. Así que le dijo mire, Ricardo, no se ofenda, pero le tengo que preguntar cómo va a hacer para pagarme. Cuándo me va a pagar, y cómo va a hacer. Y ahí fue que mi papá, siempre según la versión de Iragorri, le dijo: Ah, por eso no se preocupe. Yo acabo de hacer un trabajo y me va a entrar buena plata. Se lo voy a pagar todo y con intereses.»
Maya se puso de pie, dio un par de pasos hacia la mesita rústica donde estaba su pequeño equipo de sonido y puso a retroceder la cinta. El silencio se llenó con ese susurro mecánico, monótono como una corriente de agua. «Esa frase es como un hueco, por ahí se va todo», dijo Maya. «Acabo de hacer un trabajo, le dijo mi papá a Iragorri, y me va a entrar buena plata. Son poquitas palabras, pero viera lo que joden.»
«Porque no sabemos.»
«Exacto», dijo Maya. «Porque no sabemos. Iragorri no me lo preguntó al principio, tuvo la delicadeza o la timidez, pero al final no se aguantó. ¿Qué trabajo sería, señorita Fritts? Me parece verlo ahí, mirando para otra parte. ¿Ve ese mueble, Antonio?» Maya señaló una estructura de mimbre de cuatro anaqueles. «¿Ve los precolombinos de arriba?» Eran un hombrecito sentado con las piernas cruzadas y un falo enorme; a su lado, dos vasijas con cabeza y una barriga prominente. «Iragorri clavó allá los ojos, bien lejos de los míos, no me podía mirar para decirme lo que me dijo, no se atrevía. Y lo que me dijo fue: ¿Y su papá no estaría metido en cosas raras? ¿Raras como qué?, le pregunté. Y él, todo el tiempo mirando hacia allá, mirando los precolombinos, se puso colorado como un niño y me dijo bueno, no sé, no importa, ya qué importa. ¿Y sabe qué, Antonio? Eso mismo pienso yo: ya qué importa.»
El susurro del equipo de sonido se detuvo entonces. «¿Volvemos a oírla?», dijo Maya. Su dedo oprimió un botón, los pilotos muertos comenzaron de nuevo a conversar en la noche remota, en medio del cielo nocturno, a treinta mil pies de altura, y Maya Fritts volvió a mi lado y me puso una mano en la pierna y recostó su cabeza en mi hombro y me llegó el olor de su pelo donde todavía podía sentirse la lluvia del día anterior. No era un olor limpio, sino pasado por la transpiración y por el sueño, pero me gustó, me sentí cómodo en él.
«Tengo que irme», le dije entonces.
«¿Seguro?»
«Seguro.»
Me puse de pie, miré por la ventana grande. Afuera, tras los farallones, se asomaba la mancha blanca del sol.
Hay una sola ruta directa entre La Dorada y Bogotá, una sola forma de hacer el trayecto sin rodeos ni demoras innecesarias. Es la que toma por fuerza todo el transporte, el de pasajeros y el de la mercancía también, pues para esas empresas resulta vital cubrir la distancia en el menor tiempo posible, y es por eso mismo que un percance en la única vía suele ser muy dañino. Se toma hacia el sur la recta que bordea el río y se llega a Honda, el puerto al que llegaban los viajeros cuando no había aviones que sobrevolaran los Andes. Desde Londres, desde Nueva York, desde La Habana, desde Colón o Barranquilla, se llegaba por mar a la desembocadura del Magdalena, y allí se cambiaba de barco o a veces se continuaba el viaje en el mismo. Eran largos días de navegación río arriba en vapores cansados que en época de sequía, cuando el agua descendía tanto que el lecho del río emergía como una boya, quedaban atascados en la ribera entre cocodrilos y lanchas de pescadores. Desde Honda cada viajero iba a Bogotá como podía, a lomo de mula o en ferrocarril o en carro privado, dependiendo de la época y de los recursos, y ese último tramo podía durar también lo suyo, desde unas cuantas horas hasta unos cuantos días, pues no es fácil pasar, en poco más de cien kilómetros, del nivel del mar a los dos mil seiscientos metros de altura donde se apoya esta ciudad de cielos grises.
En mis años de vida nadie ha sabido explicarme de manera convincente, más allá de banales causas históricas, por qué un país escoge como capital a su ciudad más remota y escondida. Los bogotanos no tenemos la culpa de ser cerrados y fríos y distantes, porque así es nuestra ciudad, ni se nos puede culpar por recibir con desconfianza a los extraños, pues no estamos acostumbrados a ellos. Yo, desde luego, no puedo culpar a Maya Fritts por haberse ido de Bogotá cuando tuvo la oportunidad, y más de una vez me he preguntado cuánta gente de mi generación habrá hecho lo mismo, escapar, ya no a un pueblito de tierra caliente como Maya, sino a Lima o Buenos Aires, a Nueva York o México, a Miami o Madrid. Colombia no produce escapados, eso es verdad, pero un día me gustaría saber cuántos de ellos nacieron como yo y como Maya a principios de los años setenta, cuántos como Maya o como yo tuvieron una niñez pacífica o protegida o por lo menos imperturbada, cuántos atravesaron la adolescencia y se hicieron temerosamente adultos mientras a su alrededor la ciudad se hundía en el miedo y el ruido de los tiros y las bombas sin que nadie hubiera declarado ninguna guerra, o por lo menos no una guerra convencional, si es que semejante cosa existe.