«De verdad que no, Ricardo. Para otra vez será.»
Él se quedó quieto un instante.
«Pues sí», dijo entonces.
Si su decepción fue grande, no lo demostró. Ya dándome la espalda, cerrando el portón tras de sí, me espetó: «Será para otra vez».
Por supuesto que si hubiera sabido entonces lo que sé ahora, si hubiera podido prever la manera en que Ricardo Laverde marcaría mi vida, no lo habría pensado dos veces. Desde entonces me he preguntado con frecuencia qué habría pasado si hubiera aceptado la invitación, qué me habría contado Laverde si yo hubiera entrado para tomar el último trago que nunca es el último, cómo habría modificado eso lo que vino después.
Pero son todas preguntas inútiles. No hay manía más funesta, ni capricho más peligroso, que la especulación o la conjetura sobre los caminos que no tomamos.
Tardé mucho en volver a verlo. Un par de veces pasé por los billares durante los días que siguieron, pero mis rutinas no coincidieron con las suyas. Entonces, justo cuando se me ocurrió que podía pasar a visitarlo a su casa, me enteré de que se había ido de viaje. No supe adonde, ni con quién; pero una tarde Laverde había pagado sus deudas de juego y de bebida, había anunciado unas vacaciones y al día siguiente se había esfumado como la racha de suerte de un apostador compulsivo. Así que también yo dejé de frecuentar ese lugar que, en ausencia de Laverde, perdió de repente todo interés.
La universidad cerró por vacaciones, y toda esa rutina que gira alrededor de la cátedra y los exámenes quedó suspendida, y sus lugares desiertos (los salones sin voces, las oficinas sin ajetreos). Fue durante ese interludio que Aura Rodríguez, una antigua alumna con quien llevaba saliendo ya varios meses de manera más o menos secreta y en todo caso cautelosa, me dijo que estaba embarazada.
Aura Rodríguez. En el desorden de sus apellidos había un Aljure y un Hadad, y esa sangre libanesa estaba en sus ojos profundos y en el puente de las cejas espesas y en la estrechez de su frente, un conjunto que hubiera dado la impresión de seriedad o aun mal genio en alguien menos dado a la extraversión y a la afabilidad. Sus sonrisas fáciles, sus ojos atentos hasta la impertinencia, desarmaban o neutralizaban unas facciones que, por más bellas que fueran (y sí, eran bellas, eran muy bellas), podían volverse duras y aun hostiles con un leve fruncimiento del ceño, con una cierta manera de entreabrir los labios para respirar por la boca en momentos de tensión o enfado.
Aura me gustaba, por lo menos en parte, porque su biografía tenía poco en común con la mía, empezando por el desarraigo de su niñez: los padres de Aura, caribeños los dos, habían llegado a Bogotá con la niña en brazos, pero nunca lograron sentirse a gusto en esta ciudad de gente solapada y ladina, y con los años acabaron aceptando una oportunidad de trabajo en Santo Domingo y luego otra en México y luego una muy breve en Santiago de Chile, de manera que Aura salió de Bogotá siendo todavía muy pequeña y su adolescencia fue una suerte de circo itinerante y, a la vez, de sinfonía permanentemente inconclusa.
La familia de Aura volvió a Bogotá a comienzos de 1994, semanas después de que mataran a Pablo Escobar; ya la década difícil había terminado, y Aura viviría para siempre en la ignorancia de lo que vimos y escuchamos quienes estuvimos aquí. Más tarde, cuando la jovencita desarraigada se presentó en la universidad para dar la entrevista de admisión, el decano de la facultad le hizo la misma pregunta que hacía a todos los aspirantes: ¿por qué Derecho? La respuesta de Aura dio bandazos aquí y allá, pero acabó con una razón menos relacionada con el futuro que con el inmediato pasado: «Para poder quedarme quieta en un mismo sitio». Los abogados sólo pueden ejercer allí donde han estudiado, dijo Aura, y esa estabilidad le parecía impostergable. No lo dijo en ese momento, pero ya sus padres comenzaban a planear el siguiente viaje, y Aura había decidido que no sería parte de él.
De manera que se quedó sola en Bogotá, viviendo con dos barranquilleras en un apartamento de pocos muebles baratos donde todo, comenzando por las inquilinas, tenía un carácter transitorio.
Y comenzó a estudiar Derecho. Fue alumna mía durante mi primer año como profesor, cuando también yo era un novato; y no volvimos a vernos después de terminado ese curso, a pesar de compartir los mismos corredores, a pesar de frecuentar a menudo los mismos cafés de estudiantes del centro, a pesar de habernos saludado alguna vez en la Legis o en la Temis, las librerías de los abogados con su aire de oficina pública y sus burocráticas baldosas blancas olorosas a detergente.
Una tarde de marzo nos encontramos en un cine de la calle 24; nos pareció gracioso que ambos estuviéramos solos viendo películas en blanco y negro (había un ciclo de Buñuel, esa tarde daban Simón del desierto, me dormí a los quince minutos).intercambiamos teléfonos para tomarnos un café al día siguiente, y al día siguiente dejamos el café a medio tomar cuando nos dimos cuenta, en plena conversación banal, de que no nos interesaba contarnos las vidas, sino irnos a algún lugar donde pudiéramos acostarnos y pasar el resto de la tarde mirándonos los cuerpos que llevábamos imaginando, cada uno por su cuenta, desde que nos habíamos cruzado por primera vez en el espacio frígido de las aulas.
Yo recordaba la voz ronca y las clavículas marcadas; me sorprendieron las pecas entre los senos (había imaginado una piel clara y lisa como la de la cara) y me sorprendió también la boca que siempre, por razones científicamente inexplicables, estaba fría.
Pero luego la sorpresa y las exploraciones y los descubrimientos y los extravíos cedieron el paso a otra situación, acaso más sorprendente, por impredecible.
Durante los días siguientes continuamos viéndonos sin descanso y constatando que nuestros mundos respectivos no cambiaban demasiado tras nuestros encuentros clandestinos, que nuestra relación no afectaba el lado práctico de nuestras vidas ni para bien ni para mal, sino que coexistía con nosotros, como una carretera paralela, como una historia vista en los episodios de una serie de televisión. Nos dimos cuenta de lo poco que nos conocíamos, o en todo caso me di cuenta yo.
Pasé mucho tiempo descubriendo a Aura, aquella mujer extraña que se acostaba conmigo en las noches y comenzaba a soltar anécdotas propias o ajenas, y al hacerlo fabricaba para mí un mundo absolutamente novedoso donde la casa de una amiga olía a dolor de cabeza, por ejemplo, o donde un dolor de cabeza podía perfectamente saber a helado de guanábana. «Es como estar con una enferma de sinestesia», le decía yo. Nunca había visto que alguien se llevara un regalo a la nariz antes de abrirlo, aunque fuera evidentemente un par de zapatos, o un anillito, un pobre anillo inocente.
«¿A qué huele un anillo?», le decía a Aura. «No huele a nada, ésa es la verdad. Pero a ti no hay manera de explicarte eso.»
Así, sospecho, hubiéramos podido seguir toda la vida. Pero cinco días antes de Navidad Aura se me apareció arrastrando una maleta roja, de ruedas pequeñas, llena de bolsillos por todas partes.
«Tengo seis semanas», me dijo. «Quiero que pasemos las fiestas juntos, después vemos qué hacemos.»
En uno de esos bolsillos había un despertador digital y una bolsa que no contenía lápices, como pensé, sino maquillaje; en otro, una foto de los padres de Aura, que para ese momento estaban bien instalados en Buenos Aires. Ella sacó la foto y la puso boca abajo sobre una de las dos mesitas de noche, y sólo le dio la vuelta cuando le dije que sí, que pasáramos las fiestas juntos, que eso era una buena idea. Entonces -la imagen está muy viva en mi memoria- se echó sobre la cama, sobre mi cama tendida, y cerró los ojos y empezó a hablar.
«La gente no me cree», dijo. Pensé que se refería al embarazo y dije: