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No recuerdo haber pensado en Ricardo Laverde ni siquiera al hacer el inventario mental de todos los padres de niñas que conocía, un poco para averiguar si el nacimiento de una niña tiene algún efecto predecible en la gente, o para comenzar la búsqueda de consejeros o posibles apoyos, como si intuyera desde ya que lo que se me venía encima era la experiencia más intensa, más misteriosa, más impredecible que me tocaría vivir. En realidad, no recuerdo con certeza qué pensamientos pasaron por mi cabeza ese día o los días que siguieron -mientras el mundo hacía el tránsito lento y perezoso entre un año y el siguiente- como no fueran los de mi próxima paternidad. Yo estaba esperando una niña, a mis veintiséis años estaba esperando una niña, y ante el vértigo de mi juventud sólo se me ocurría pensar en mi padre, que a mi edad ya nos había tenido a mí y a mi hermana, y eso que mi madre y él habían comenzado con la pérdida de su primer embarazo. Yo no sabía aún que un viejo novelista polaco había hablado mucho tiempo atrás de la línea de sombra, ese momento en que un hombre joven se convierte en dueño de su propia vida, pero eso era lo que sentía mientras mi niña crecía en el vientre de Aura: sentía que estaba a punto de transformarse en una criatura nueva y desconocida cuyo rostro no alcanzaba a ver, cuyos poderes no podía medir, y sentía también que después de la metamorfosis no habría vuelta atrás.

Para decirlo de otro modo y sin tanta mitología: sentía que algo muy importante y también muy frágil había caído bajo mi responsabilidad, y sentía, improbablemente, que mis capacidades estaban a la altura del reto. No me sorprende ahora que haya tenido apenas una vaga noción de vivir en el mundo real durante esos días, pues mi memoria caprichosa los ha privado de todo significado o relevancia que no tenga relación con el embarazo de Aura.

El 31 de diciembre, de camino para una fiesta de Año Nuevo, Aura iba revisando la lista de nombres, una página amarilla de líneas horizontales rojas y doble margen verde, repleta de tachones y subrayados y comentarios marginales, que nos habíamos acostumbrado a llevar con nosotros y que sacábamos en esos tiempos muertos -las filas de un banco, las salas de espera, los célebres trancones de Bogotá- en que otros leen una revista o imaginan vidas ajenas o imaginan mejores versiones de sus propias vidas. De la larga columna de los candidatos habían sobrevivido pocos nombres, todos junto a la correspondiente anotación o prejuicio de la futura madre.

Martina (pero es nombre de tenista)

Carlota (pero es nombre de emperatriz)

Íbamos por la autopista hacia el norte, pasando por debajo del puente de la calle 100. Había un accidente más adelante y el tráfico se había detenido casi por completo. Nada de eso parecía importarle a Aura, metida como estaba en las consideraciones sobre el nombre de nuestra niña.

Sonó en alguna parte la sirena de una ambulancia; consulté los retrovisores, tratando de encontrar la licuadora de luces rojas que pide paso, que se abre camino, pero no vi nada. Fue entonces que Aura me dijo:

«¿Y qué tal Leticia? Creo que así se llamaba una bisabuela, o algo.»

Repetí el nombre una o dos veces, sus largas vocales, sus consonantes que mezclaban vulnerabilidad y firmeza.

«Leticia», dije. «Sí, me parece.»

De manera que yo era un hombre cambiado el primer día hábil del año, cuando llegué a los billares de la calle 14 y me encontré con Ricardo Laverde, y recuerdo muy bien que llevaba una sola emoción en el pecho: simpatía por él y por su esposa, la señora Elena Fritts, y un deseo intenso, más intenso de lo que nunca hubiera previsto, de que su encuentro durante las fiestas hubiera tenido las mejores consecuencias. Ya había comenzado su chico, de manera que yo formé otro grupo, en otra mesa, y comencé a jugar por mi cuenta. Laverde no me miraba; me trataba como si nos hubiéramos visto la noche anterior. En algún momento de la tarde, pensé, los demás clientes se irían dispersando, y los mismos de siempre terminaríamos la tarde como en un baile de sillas. Ricardo Laverde y yo nos encontraríamos, jugaríamos un rato y luego, con algo de suerte, reanudaríamos la conversación de antes de Navidad. Pero no fue así. Cuando terminó de jugar lo vi devolver el taco a la rejilla, lo vi comenzar a caminar hacia la salida, lo vi arrepentirse, lo vi acercarse a la mesa donde yo terminaba de tacar. A pesar del sudor profuso de su frente, a pesar del cansancio que bañaba su rostro, no hubo en su saludo nada que me causara preocupación.

«Feliz año», me dijo desde lejos, «¿cómo lo trataron las fiestas?». Pero no me dejó contestarle, o bien de alguna manera interrumpió mi respuesta, o hubo algo en su tono o en sus ademanes que me hizo pensar que su pregunta era retórica, una de esas cortesías vacuas que hay siempre entre bogotanos y que no esperan una contestación meditada o sincera.

Laverde se sacó del bolsillo un cassette negro de apariencia anticuada, cuya única identificación era una etiqueta de color naranja y, en la etiqueta, la palabra BASF. Me lo mostró sin separar demasiado el brazo del cuerpo, como alguien que ofrece una mercancía ilegal, unas esmeraldas en la plaza, una papeleta de droga junto a los juzgados penales.

«Oiga, Yammara, tengo que oír esto», me dijo. «¿Usted no sabe quién me puede prestar un aparato?»

«¿Don José no tiene una grabadora?»

«No, no tiene nada», dijo. «Y a mí esto me urge.» Le dio dos golpecitos a la carcasa plástica del cassette. «Y además es privado.»

«Bueno», dije. «Hay un sitio a dos cuadras, nada se pierde con pedir.»

Estaba pensando en la Casa de Poesía, la vieja residencia del poeta José Asunción Silva, ahora convertida en un centro cultural donde se hacían lecturas y talleres. Yo solía frecuentar ese lugar; lo había hecho durante toda la carrera. Uno de sus salones era un lugar único en Bogotá: allí, los letraheridos de todas las calañas iban a sentarse en sofás de cuero mullido, junto a equipos de sonido de una cierta modernidad, y escuchaban hasta cansarse grabaciones ya legendarias: Borges en la voz de Borges, García Márquez en la voz de García Márquez, León de Greiff en la voz de León de Greiff. Silva y su obra estaban en boca de todos por esos días, pues en este 1996 que comenzaba se iban a conmemorar los cien años de su suicidio. «Este año», había leído yo en la columna de opinión de un reconocido periodista, «se le harán estatuas en toda la ciudad, y todos los políticos se van a llenar la boca con su nombre, y todo el mundo va a ir por ahí recitando el Nocturno, y todos van a llevarle flores a la Casa de Poesía. Y a Silva, esté donde esté, le parecerá curioso: esta sociedad pacata que tanto lo humilló, que lo señaló con el dedo cada vez que pudo, rindiéndole ahora homenajes como si se tratara de un jefe de Estado.

A la clase dirigente de nuestro país, farsante y embustera, siempre le ha gustado apropiarse de la cultura. Y así va a pasar con Silva: se van a apropiar de su memoria. Y sus lectores de verdad pasarán todo el año preguntándose por qué carajos no lo dejarán en paz». No es imposible que haya tenido esa columna en mente (en alguna parte oscura de la mente, al fondo, muy al fondo, en el archivo de las cosas inútiles) al momento de escoger ese lugar, y no otro cualquiera, para llevar a Laverde.

Caminamos las dos cuadras sin decir palabra, con la mirada en el cemento roto de la acera o en los cerros de color verde oscuro que se levantaban a lo lejos, erizados de eucaliptos y también de postes de teléfono como las escamas de un monstruo de Gila. Al llegar a la puerta de entrada y subir los peldaños de piedra, Laverde me dejó entrar primero: nunca había estado en un lugar semejante, y actuaba con los recelos, las suspicacias, de un animal en un ambiente peligroso.