En la sala de los sofás quedaban dos estudiantes de colegio, una pareja de adolescentes que escuchaban la misma grabación y cada cierto tiempo se miraban y se reían con una risa obscena, y un hombre de traje y corbata, con un maletín de cuero desteñido sobre sus piernas, que roncaba sin pudor. Le expliqué la situación a la encargada, una mujer acostumbrada sin duda a exotismos mayores, y ella me escrutó con sus ojos achinados, pareció reconocerme o identificarme con el usuario de tantas otras veces, y extendió una mano.
«A ver, muestre pues», dijo sin entusiasmo. «Qué es lo que quieren poner.»
Laverde le entregó el cassette como quien rinde las armas, y cuando lo hizo fueron visibles sus dedos manchados con el azul de la tiza del billar. Se fue a sentar, sumiso como yo nunca lo había visto, al sillón que la mujer le indicó; se puso los audífonos, se recostó y cerró los ojos. Mientras tanto, yo buscaba en qué ocupar los minutos de la espera, y mi mano escogió los poemas de Silva como hubiera podido escoger cualquier otra grabación (habré cedido a la superstición de los aniversarios). Me senté en mi sillón, cogí los audífonos que me correspondían, me los acomodé con esa sensación de ponerme más allá o más acá de la vida real, de comenzar a vivir en otra dimensión. Y cuando empezó a sonar el Nocturno, cuando una voz que no supe identificar -un barítono que rozaba el melodrama- leyó ese primer verso que todo colombiano ha dicho en voz alta alguna vez, me di cuenta de que Ricardo Laverde estaba llorando. Una noche toda llena de perfumes, decía el barítono sobre un fondo de piano, y a pocos pasos de mí Ricardo Laverde, que no estaba oyendo los versos que oía yo, se pasaba el dorso de la mano por los ojos, luego la manga entera, De murmullos y de música de alas. Los hombros de Ricardo Laverde comenzaron a sacudirse; bajó la cabeza, juntó las manos como quien reza. Y tu sombra, fina y lánguida, decía Silva en la voz del barítono melodramático, Y mi sombra, por los rayos de la luna proyectada.
Yo no sabía si mirar o no a Laverde, si dejarlo solo con su pena o ir y preguntarle qué le ocurría. Recuerdo haber pensado que podría por lo menos quitarme los audífonos, una manera como cualquier otra de abrir un espacio entre Laverde y yo, de invitarlo a que me hablara; y recuerdo haber decidido lo contrario, haber preferido la seguridad y el silencio de mi grabación, donde la melancolía del poema de Silva me entristecía sin arriesgarme. Pensé que la tristeza de Laverde estaba llena de riesgos, tuve miedo de lo que esa tristeza contenía, pero la intuición no me alcanzó para entender lo que había sucedido. No recordé a la mujer que Laverde había estado esperando, no recordé su nombre, no lo asocié con el accidente de El Diluvio, sino que me quedé donde estaba, en mi sillón y con mis audífonos, tratando de no interrumpir la tristeza de Ricardo Laverde, e incluso cerré los ojos para no molestarlo con mi mirada indiscreta, para permitirle una cierta intimidad en medio de aquel lugar público.
En mi cabeza, y sólo en mi cabeza, Silva decía Y eran una sola sombra larga. En mi mundo sin ruido, donde todo estaba lleno de la voz del barítono y de las palabras de Silva y del piano decadente que las envolvía, pasó un tiempo que se alarga en mi memoria. Quienes oyen poesía saben que eso puede suceder, el tiempo marcado por los versos como por un metrónomo y a la vez estirándose y dispersándose y confundiéndonos como el tiempo de los sueños. Cuando abrí los ojos, Laverde ya no estaba.
«¿Adonde se fue?», dije con los audífonos todavía puestos. Mi voz me llegó desde lejos, y tuve la reacción absurda de quitarme los audífonos y volver a hacer la pregunta, como si la encargada no la hubiera oído bien la primera vez.
«¿Quién?», me dijo ella.
«Mi amigo», dije. Era la primera vez que lo describía en esos términos, y de repente me sentí ridículo: no, Laverde no era mi amigo. «El que estaba ahí sentado.»
«Ah, pues yo no sé, no dijo nada», repuso ella. Entonces se dio la vuelta, revisó los equipos de sonido; con desconfianza, como si yo le estuviera reclamando algo, añadió: «Y el cassete se lo devolví a él, ¿oyó? Pregúntele si quiere».
Salí de la sala y di una vuelta rápida al lugar. La casa donde José Asunción Silva había vivido sus últimos días tenía un patio luminoso en el medio, separado de los corredores que lo enmarcaban por ventanas de vidrio delgado que no habían existido en tiempos del poeta y que ahora protegían a los visitantes de la lluvia: mis pasos, en esos corredores silenciosos, resonaban sin eco. Laverde no estaba en la biblioteca, ni sentado en las bancas de madera, ni en la sala de conferencias. Tenía que haber salido.
Avancé hacia la puerta estrecha de la casa, pasé junto a un vigilante de uniforme marrón (tenía la gorra ladeada, como un matón de película), pasé junto a la habitación donde el poeta se había pegado un tiro en el pecho cien años atrás, y al salir a la calle 14 vi que el sol ya se había ocultado detrás de los edificios de la carrera Séptima, vi que los faroles amarillos comenzaban a encenderse tímidamente, y vi a Ricardo Laverde, la cabeza gacha y el abrigo largo, caminando a dos cuadras de donde yo estaba, ya casi llegando a los billares.
Pensé Y eran una sola sombra larga, absurdamente el verso volvió a mi cabeza; y en ese mismo instante vi una moto que había estado quieta hasta ahora sobre la acera. Tal vez la vi porque sus dos tripulantes habían hecho un movimiento apenas perceptible: los pies del que iba atrás subiéndose a los estribos, la mano desapareciendo al interior de la chaqueta. Los dos llevaban cascos, por supuesto; y las viseras de ambos, por supuesto, eran oscuras, un gran ojo rectangular en medio de la gran cabeza.
Llamé a Laverde de un grito, pero no porque supiera ya que algo le ocurriría, no porque quisiera advertirle de nada: todavía en ese momento mi única intención era alcanzarlo, preguntarle si se encontraba bien, quizás ofrecerle mi ayuda. Pero Laverde no me oyó. Comencé a dar pasos más largos, esquivando caminantes en la estrecha acera que en ese punto tiene dos palmos de alta, bajando si era necesario a la calzada para ir más rápido, y pensando sin pensar Y eran una sola sombra larga, o más bien tolerando el verso como un sonsonete del que no logramos desprendernos.
En la esquina de la carrera Cuarta, el denso tráfico de la tarde progresaba lentamente, en fila india, hacia la salida de la avenida Jiménez. Encontré un espacio para cruzar la calle por delante de una buseta verde cuyas luces, recién encendidas, habían traído a la vida el polvo de la calle, el humo de un tubo de escape, una llovizna incipiente. En eso pensaba, en la lluvia de la que me tocaría protegerme en un rato, cuando alcancé a Laverde, o más bien llegué a estar tan cerca de él que podía ver cómo la lluvia oscurecía los hombros de su abrigo.
«Todo va a estar bien», dije: una frase estúpida, porque no sabía qué era todo, mucho menos si iba a estar bien o no. Ricardo me miró con la cara desfigurada por el dolor.
«Ahí venía Elena», me dijo.
«¿En dónde?», pregunté.
«En el avión», repuso él.
Creo que en un breve momento de confusión Aura tuvo el nombre de Elena, o me imaginé a Elena con la cara y el cuerpo embarazado de Aura, y creo que en ese momento tuve un sentimiento novedoso que no podía ser miedo, no todavía, pero que se le parecía bastante. Entonces vi la moto bajando a la calzada con un corcoveo de caballo, la vi acelerar para acercarse como un turista que busca una dirección, y en el preciso momento en que tomé a Laverde del brazo, en que mi mano se aferró a la manga de su abrigo a la altura del codo izquierdo, vi las cabezas sin rostro que nos miraban y la pistola que se alargaba hacia nosotros tan natural como una prótesis metálica, y vi los dos fogonazos, y oí los estallidos y sentí la brusca remoción del aire. Recuerdo haber levantado un brazo para protegerme justo antes de sentir el repentino peso de mi cuerpo.