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– Devlin -Jo se volvió para ver que Alex se había desembarazado de Lottie Cummings, quien para su sorpresa estaba bailando con John Hagan. Alex se dirigía directamente hacia ellos, ignorando las manos tendidas y los esfuerzos de aquéllos que pretendían ganar su atención. Tenía clavada la mirada en sus manos entrelazadas, y Joanna tuvo la impresión de que Dev se la soltaba con una parsimonia un tanto provocativa, casi desafiante.

– Alex -le dijo Dev, con una sonrisa dibujándose en sus labios-. ¿Has venido a interrumpirnos?

– El señor Cummings -explicó Alex, sin apartar la mirada de Joanna-, desea hablar de tu expedición mexicana contigo, Dev. Así que será mejor que abandones a tu pareja y te reúnas con él en el salón.

La expresión del joven se iluminó de golpe.

– ¿Le has hablado en mi nombre, Alex? ¡Eres el mejor camarada del mundo! A sus pies, lady Joanna -improvisó una reverencia-. Por favor, disculpadme.

– Por supuesto -repuso ella, sonriendo-. Y buena suerte.

– ¿Puedo acompañaros al comedor, lady Joanna? -se ofreció Alex-. Los enérgicos flirteos que habéis tenido que sufrir de mi primo por fuerza exigirán algún descanso.

– Sólo estábamos bailando, milord -le lanzó una mirada cargada de disgusto.

– ¿Es así como lo llaman ahora? -arqueó una ceja.

– Tengo entendido que habéis advertido al señor Devlin de que se mantenga alejado de mí -dijo Joanna mientras pasaban al comedor, donde las esculturas de hielo de Lottie habían empezado a derretirse al calor de las velas-. Mi bondadoso carácter me impulsó a suponer que mi difunto marido os habría pedido que os tomarais un fraternal interés por mi bienestar, con el fin de protegerme de los jóvenes exaltados.

Alex se echó a reír.

– No habríais podido estar más equivocada, lady Joanna. Vuestro marido me aseguró que erais perfectamente capaz de cuidar de vos misma, y yo me siento más que inclinado a creerlo.

Joanna experimentó una sensación que, curiosamente, se asemejaba mucho a la tristeza. De modo que David la había presentado como si fuera una arpía y Alex no había dudado de su versión. Por supuesto. Todo el mundo tenía a David Ware por un absoluto héroe, y Alex había sido su más cercano amigo. Se obligó a sobreponerse. ¿Qué había esperado? David nunca había cantado sus alabanzas: durante años habían vivido separados, aborreciéndose mutuamente. ¿Cómo habría podido ser de otra manera cuando David había pensado que ella le había fallado en lo único que había requerido de su persona? Durante sus cinco años de matrimonio habían discutido sin cesar, para terminar dirigiéndose apenas la palabra.

Aspiró hondo en un intento por tranquilizarse. David estaba muerto y nada de eso debería importarle ya. Y, sin embargo, la pobre opinión que Alex Grant tenía de ella parecía contar mucho más de lo que debería.

Se detuvo bruscamente ante una efigie de hielo, a tamaño natural, del propio Alex.

– ¿De veras? -inquirió, burlona-. Dudo que sintáis necesidad alguna de proteger a vuestro primo de cualquier peligro imaginario, lord Grant. En el pasado no tuvisteis ningún empacho en dejar que se las arreglara solo, y su hermana también, según tengo entendido, mientras recorríais el mundo en busca de la gloria…

La mano enguantada de Alex se cerró con fuerza sobre su muñeca, quitándole el aliento. La expresión de sus ojos era la de una auténtica fiera, aunque procuró mantener un tono suave y tranquilo:

– ¿Es esto acaso un intento de despacharme como supuesto amante a la vista de todo el mundo? Confieso que había esperado algo más original que una lista de todas aquellas cosas en las que supuestamente he fallado a mi familia.

– No os apresuréis tanto -replicó Joanna, sosteniéndole la mirada-. No os decepcionará mi despedida, os lo aseguro -se liberó de un tirón y se frotó la muñeca. El apretón no le había hecho daño, pero había habido algo en su contacto y en sus ojos, algo feroz y primitivo, que la había afectado sobremanera. El tono de aquel encuentro había pasado, en el lapso de un segundo, de la enemistad disfrazada de cortesía a la más abierta hostilidad.

Joanna se daba cuenta ahora de que había proyectado sobre Alex todos aquellos defectos que había detestado en David, y quizá eso fuera injusto, pero no estaba de humor para ser generosa. Al fin y al cabo, él tampoco lo había sido con ella.

– Podéis quedaros tranquilo por lo que se refiere a la virtud de vuestro primo -le dijo-. No estoy interesada en jóvenes bisoños, pese a lo que vos podáis pensar -lo miró de arriba abajo-. Ni tampoco en aventureros, ciertamente, por muy románticos y misteriosos que otras damas puedan encontrarlos -cuadró los hombros-. Lord Grant, yo no sé lo que mi marido os dijo sobre mi persona para que me tengáis tanta aversión, pero sabed que no me importa ni vuestra desaprobación ni vuestra actitud condenatoria.

– David nunca me habló de vos -le aseguró Alex-. Únicamente os mencionó una sola vez, justo antes de morir.

Apretó el abanico con tanta fuerza entre sus manos enguantadas que hasta crujieron las varillas. No le había pasado desapercibido el indiscreto grupo de invitados que se había arremolinado a la entrada del comedor, deseosos de contemplar la escena que se estaba desarrollando entre lady Joanna y su supuesto amante.

– Bueno -dijo con tono sarcástico-, si David estaba en su lecho de muerte… supongo que lo que dijo debió ser verdad.

– Quizá -repuso Alex, con la boca convertida en una fina, furiosa línea-. David me aconsejó que jamás confiara en vos, lady Joanna. Me dijo que erais mentirosa y manipuladora. ¿Os importaría explicarme qué fue lo que hicisteis para ganaros un odio tan grande de vuestro propio marido?

Sus miradas se anudaron. Alex la miraba fijamente, con los ojos entrecerrados, y de repente ella también lo odió a éclass="underline" por haber creído a su desleal e irresponsable esposo, por haber aceptado sus palabras sin dudarlo, por haberla condenado sin haber escuchado su versión. Quería explicárselo todo. De repente deseó hacerlo con una pasión que a ella misma la sorprendió, que le robaba el aliento y le desgarraba el corazón.

Pero al mismo tiempo era consciente de que no podía confiar en Alex Grant, un hombre que prácticamente era un desconocido para ella. «No confíes en nadie»: ésa era su máxima por lo que se refería a la alta sociedad de la capital. A ella se había apegado desde el día en que, recién casada y nada más entrar en la tienda de madame Ermine de Bond Street, había escuchado a dos damas hablar de sus aventuras íntimas con todo lujo de escandalosos detalles. Fue precisamente aquella conversación la que la puso por vez primera al tanto de las infidelidades de David. Desde entonces, como resultado, no confiaba sus secretos a nadie. Y menos aún al amigo más cercano de su difunto marido, colega y aliado suyo.

– Suponéis entonces que soy yo la pecadora -le dijo en aquel momento, con tono amargo-. Lamento que penséis eso.

Vislumbró entonces una sombra de duda en los ojos de Alex; o al menos eso le pareció. Pero fue algo tan fugaz y pasajero como un simple parpadeo. Vio que sacudía ligeramente la cabeza.

– Eso no me basta, lady Joanna.

Joanna acabó por perder la paciencia. Había permanecido separada de David durante cinco largos años, y durante cada uno de ellos había abrigado y acumulado silenciosamente su dolor. Y ahora aquel hombre parecía esforzarse por desenterrar y hacer aflorar aquel dolor, destruyendo de paso todas las defensas que había levantado para protegerse.

– Pues bien, lord Grant, tendrá que bastaros. Yo nada os debo, ni nada podría deciros que pudiera cambiar vuestra opinión sobre mí, así que me ahorraré el esfuerzo -cuadró nuevamente los hombros-. Recuerdo que estabais esperando a que yo pusiera fin a nuestra supuesta relación. Os doy satisfacción ahora mismo y os anuncio que no necesitamos volver a vernos más.