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Volviéndose hacia la escultura, arrancó la espada que empuñaba la efigie. El hielo produjo un satisfactorio crujido al romperse. Los invitados de la señora Cummings contuvieron el aliento a la vez.

Acto seguido, rompió la espada en dos y arrojó los pedazos a los pies de Alex.

– Esto es lo que pienso yo de los exploradores y de sus habilidades amatorias -pronunció con toda claridad, para que la sala entera pudiera oírla-. Espero que podáis navegar en los helados mares árticos mejor de lo que sabéis hacerlo por el cuerpo de una mujer… porque en caso contrario podríais acabar en España, antes que en Spitsbergen -sonrió-. Consideraos despachado a partir de este momento, lord Grant -y añadió dulcemente-: Que paséis una buena noche.

Tres

La señora Cummings seguía de pie en medio del comedor contemplando los restos del banquete. En un raro gesto de generosidad, había despedido a los criados por esa noche, dejando la limpieza para el día siguiente. Las velas estaban apagadas y el ambiente olía levemente a humo. La única luz que se filtraba en la sala procedía de la primera del alba, que asomaba ya por los barrios orientales de Londres. Las esculturas de hielo se derretían, con las gotas cayendo sobre los grandes cuencos de cristal como si fueran lágrimas. Lottie se sentía deprimida, y sin embargo no lograba entender por qué.

La velada había supuesto un gran éxito, todo un aldabonazo social que sería comentado durante meses. Aun sin la excitante discusión que habían mantenido lady Joanna Ware y su supuesto amante, lord Grant, habría resultado enormemente entretenida. La comida, como siempre, había sido exquisita, la música excelente y las esculturas habían constituido el remate perfecto. Pero entonces… ¿por qué se sentía como si hubiera perdido una guinea y encontrado un cuarto de penique?, se preguntaba Lottie mientras untaba distraídamente un dedo en los restos de la crema de pétalos de rosa y se lo llevaba a los labios. Su marido, Gregory, apenas había asomado la cabeza, pero la verdad era que nunca lo hacía. Llevaban vidas perfectamente separadas, y así había sido desde el principio. Ella se había casado con Gregory por su dinero y no por su personalidad, algo de lo que no tenía nada que arrepentirse, pensaba Lottie, ya que personalidad no tenía ninguna. No, el desinterés de su marido no era la causa de su depresión. Ella no quería sus atenciones. Pero quería las atenciones de otros. De alguien más atrevido, más intrépido, más excitante que el pobre y viejo Gregory.

Era una lástima que Alex Grant hubiera rechazado sus propuestas de establecer una relación. Lottie no había esperado un rechazo semejante: eso era algo que muy rara vez le ocurría. Sabía de su reputación de hombre frío, pero a la vez había albergado la esperanza de que fuera ella quien acabara derritiéndolo con su calor. Al fin y al cabo era un hombre, y por tanto alguien gobernado por el deseo y la lascivia. No le había pasado desapercibida la manera en que había mirado a lady Joanna, y sabía que deseaba secretamente a la sensual viuda de David Ware.

Pero con ella no había hecho otra cosa que perder el tiempo, reflexionó Lottie mientras se chupaba la crema de los dedos. Joanna era una verdadera frígida, la pobrecita: eso se lo había contado el propio David, un día en que se acostaron juntos. Ella, en cambio, habría sido la mujer mejor capacitada para ofrecer a lord Grant las delicadas atenciones que requería un intrépido aventurero como él. Sólo que Alex había rechazado sus avances. Lo había hecho de una manera exquisitamente cortés, encantadora incluso, pero seguía siendo un rechazo y Lottie continuaba sintiéndose ofendida. Inmediatamente había enviado un criado a Gregory para instarle a que de ninguna manera se dignara a financiar el ridículo viaje mexicano del taimado primo de Alex. Había sido una pequeña venganza, quizás, pero al menos le había hecho sentirse algo mejor…

El ruido de la puerta al cerrarse suavemente y el rumor de unos pasos en el suelo de mármol le hicieron volverse con rapidez. Había pensado que estaba sola, pero en aquel momento distinguió una alta figura recortándose en el umbral.

– Creía que ya os habíais marchado -dijo mientras veía a James Devlin entrar en la habitación.

– No. Vuestro marido y yo hemos estado hablando.

– ¿Y? -¿acaso Gregory la había desafiado contrariando sus deseos y financiando a aquel estúpido joven?, se preguntó, furiosa.

Pero Dev ya estaba negando con la cabeza.

– No financiará nuestro viaje. Dice que la aventura es demasiado arriesgada.

– Oh, cuánto lo siento… -Lottie se le acercó para ponerle suavemente una mano sobre el brazo-. Debéis de sentiros tan decepcionado, querido…

Ciertamente lo parecía, con aquella expresión tan triste en sus bellos rasgos. De repente le entraron ganas de besarlo. Le ofreció una copa, que se bebió de un trago, y luego otra. Ella misma tomó una y brindó con él.

– ¿En qué situación os deja eso ahora? -inquirió, compasiva.

– Pues con media acción puesta en un barco y sin dinero para navegar a ninguna parte.

Lo dijo con un tono filosófico, resignado. Lottie lo miraba enternecida. Era un joven encantador. Quizá no tan maduro ni tan enérgico como su primo, un chiquillo frente a un hombre de verdad, pero estaba allí y era extremadamente guapo, mientras que ella se sentía tan aburrida y deprimida…

Le quitó la copa vacía de la mano y la dejó sobre la mesa, inclinándose sobre él en el proceso y rozándole el brazo con los senos. Fue un gesto que habría podido resultar perfectamente accidental… o no. Lo sintió tensarse y sonrió.

– Querido -le dijo, tan cerca de él que sus cuerpos prácticamente se tocaban-, ¿hay algo, lo que sea, que pueda hacer yo para que os sintáis mejor?

Era, según descubrió con no poco deleite, un joven ingenioso y rápido de mente. No tuvo necesidad de hacer más explícito el significado de sus palabras.

La tomó de los hombros y la atrajo hacia sí para apoderarse de sus labios en un beso que, contrariamente a las expectativas de Lottie, nada tuvo de vacilante ni de inexperto. Ella se lo devolvió de buena gana, casi con avidez, al tiempo que deslizaba las manos por su espalda así como por sus nalgas, enfundadas en aquellos pantalones deliciosamente ajustados que llevaba, apretándose contra su miembro excitado. Él acogió sus demandas con tanta diversión como habilidad, y Lottie no pudo evitar pensar que lo había subestimado… sobre todo cuando Devlin la alzó en vilo y la tumbó sobre la mesa, entre los restos de merengue y de fruta. Pudo sentir incluso como las fresas se espachurraban bajo su corpiño, con su sabroso y denso aroma elevándose en el aire.

– ¡Mi vestido! -le gustaba demasiado aquel vestido para dejar que un impetuoso amante se lo estropeara. Pero ya era demasiado tarde.

– Sois lo suficientemente rica como para compraros otro -replicó él. Terminó de estropearle la ropa cuando le bajó el corpiño hasta la cintura, para descubrirle los senos. La seda quedó rasgada, pero antes de que ella pudiera quejarse, sintió la fresca y pegajosa caricia de las fresas en su piel desnuda… y luego su boca lamiéndola, chupándola, saboreándola.

Empezó a agitarse sin aliento, consternada, presa de la espiral de deseo que se anudaba cada vez con mayor fuerza en su vientre, esforzándose por no gritar de puro placer e incredulidad ante la experta acción de sus labios y de sus manos. La puerta estaba abierta, según recordó lánguidamente: cualquiera podría entrar. Los criados… siempre estaban escuchando o espiando por el ojo de las cerraduras. Lottie había corrido algunos riesgos en su momento, ya que ello formaba parte de la diversión de aquel juego, pero aquel hombre era imprudente hasta extremos de locura. No había tenido ni idea, no había sospechado nada parecido… Gregory estaba al tanto de sus indiscreciones, pero se divorciaría en caso de que el escándalo fuera demasiado grande: su honor así se lo exigiría. Tenía que poner fin a aquello. Pero el placer que estaba sintiendo era demasiado dulce, demasiado delicioso…