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Había deslizado una mano bajo sus faldas, sobre su muslo, y Lottie ansiaba sentirlo dentro. Pero de repente algo entró en contacto con su húmedo calor. Algo duro, grueso y de tacto suave que empezó a deslizarse íntimamente en su interior, un frío helado que se hundía en su calor: el mango de la espada de la escultura de hielo. El estupor que le produjo aquel gesto ilícitamente erótico, tanto más potente por ello, la impulsó a incorporarse de la mesa, toda excitada y escandalizada.

– No podéis hacer eso…

– Sí que puedo -y volvió a tumbarla entre los merengues aplastados y las fresas regadas por doquier, inclinándose de nuevo para besarla mientras le abría aún más los muslos y continuaba hundiendo aquella perversa espada en su interior.

Sabía a champán y a fresas. Lottie podía sentir el hielo derretido resbalando por la cara interior de sus muslos, mientras su temperatura corporal alcanzaba niveles increíbles. Arqueándose hacia atrás, el orgasmo la asaltó en una enorme y abrumadora marea: incluso tuvo que morder con fuerza una servilleta de lino para evitar soltar un grito que despertara a toda la casa.

Cuando se recuperó lo suficiente, se dio cuenta de que tenía restos de fruta en el pelo y de que yacía medio desnuda en un charco de agua de hielo. Devlin la contemplaba, riéndose. A la luz del amanecer tenía un aspecto maravillosamente joven, vital y muy, pero que muy perverso. El corazón le dio un vuelco en el pecho.

– ¿Habéis disfrutado?

– Oh, sois… -descubrió, desconcertada, que en aquel momento no sentía hacia él más que una sencilla y enorme gratitud. Pero se esforzó por dejar a un lado aquellas poco familiares sensaciones para recuperar su actitud de costumbre-. Bueno, querido… -murmuró-. ¡Sois todo un hallazgo! -estiró una mano hacia él, y comprobó satisfecha que estaba perfectamente excitado.

– Aquí no -le dijo, alzándola en brazos con una facilidad que no pudo resultar más seductora-. ¿Qué me decís de una cita en los jardines?

– En el invernadero se está muy bien en esta época del año -sugirió Lottie mientras el joven caminaba ya hacia la terraza a grandes zancadas.

Alex Grant esperaba en las oficinas de Churchward y Churchward, lujoso bufete de abogados londinense, intentando dominar su impaciencia. Decididamente, aquello no había formado parte de su plan. Dado que todavía seguía esperando a que el almirantazgo le otorgara una nueva comisión de servicio, había decidido ignorar las numerosas invitaciones a actos sociales que había recibido para pasar el día visitando a un viejo colega en el hospital naval de Greenwich. Pero nada más levantarse aquella mañana, su mayordomo, Frazer, le había informado con tono sombrío que había recibido no las nuevas órdenes, sino una carta urgente de sus abogados. Efectivamente: cuando abrió la carta del señor Churchward, el apresuramiento del abogado no había podido por menos que sorprenderlo, ya que lo convocaba inmediatamente a una reunión en su despacho.

Pero ahora que ya estaba allí, el señor Churchward se mostraba obstinadamente silencioso, ya que lady Joanna Ware aún no había llegado y no habría sido correcto, en palabras del abogado, que empezaran a abordar la naturaleza del problema sin que la dama estuviera presente.

Impaciente, Alex tamborileaba en la mesa con los dedos, a su lado. La pierna le dolía ese día, como resultado sin duda de los esfuerzos hechos en el baile de la señora Cummings, la noche anterior. Aquello lo ponía de un humor irritable. En la oficina no se escuchaba otro sonido que no fuera el rumor de papeles, o el tictac del reloj que marcaba la prolongada espera a la que los estaba sometiendo lady Joanna.

Alex no había tenido intención alguna de volver a ver a lady Joanna antes de abandonar Londres, y el hecho de que estuviera obligado a hacerlo ahora, si acaso se dignaba aparecer, bastaba para disgustarlo profundamente. Era cierto que lady Joanna lo había despachado de una manera tan pública como humillante, tal y como le había prometido, pero él era lo suficientemente hombre como para soportarlo. Ella se lo había advertido, él la había subestimado y en consecuencia se había llevado su merecido. No, lo que más le molestaba era el asunto de las últimas palabras de David Ware.

Jamás antes había cuestionado la integridad de su difunto colega y le disgustaba hacerlo ahora, sobre todo cuando no tenía razón alguna para dudar de sus amargas palabras referidas a su mujer. Y sin embargo… y sin embargo la conmovedora palidez del rostro de Joanna seguía ante sus ojos, y evocar su expresión le hacía sentirse como si acabara de recibir una patada en el estómago.

«Suponéis entonces que soy yo la pecadora. Lamento que penséis eso». Alex había podido percibir su dolor en aquel preciso instante. No lo había deseado así: no albergaba el menor deseo de dejarse conmover por aquella mujer, ni sentir la menor afinidad con ella. Y sin embargo no había sido capaz de evitarlo.

Era fácil idealizar a un hombre tras su muerte, sobre todo a un hombre como David Ware, que ya en vida había sido aclamado como héroe. Joanna debía de haber sido un vistoso adorno para la fama de Ware, bruñendo su gloria con su elegancia y estilo. Pero entonces algo debió de haber sucedido: todo se enturbió en su relación.

«Suponéis que soy yo la pecadora»… En lo más profundo de su ser, no podía evitar sentir una punzada de compasión por Joanna Ware. Y sin embargo sus dudas persistían. En su lecho de muerte, Ware había llamado a su esposa mentirosa y manipuladora: palabras duras, pronunciadas con un tono amargo. Tenía que haber alguna razón…

Impaciente, desechó aquellos pensamientos. Ignoraba por qué malgastaba tanto tiempo pensando en Joanna Ware. Resultaba tan irritante como inaceptable que se sintiera atraído por ella de aquella manera tan extraña, en directa contradicción con los deseos de ambos. Y sin embargo, no lograba sacudirse aquella sensación. Persistía y lo llenaba de enfado y de incomodidad.

De repente se oyó un ruido al otro lado de la puerta, momentos antes de que el empleado la abriera con una reverencia un tanto teatral y lady Joanna Ware entrara en el despacho. Alex se levantó, y también el señor Churchward, aparentemente tan ansioso de recibir a su cliente que casi derribó el montón de papeles que había sobre su escritorio.

– ¡Milady!

Churchward pareció momentáneamente impresionado, lo cual no era de sorprender. La entrada de Joanna había aportado algo luminoso y vital a aquella lúgubre habitación. Por un instante, Alex también se sintió deslumbrado, como si hubiera mirado directamente al sol. Era extraño, porque la primera impresión que había tenido de Joanna había sido de una fría superficialidad y autosuficiencia, y en cambio, en aquel momento, toda ella era encanto y calidez. Era como estar viendo a una mujer diferente. Estaba estrechando la mano del señor Churchward y sonriendo del genuino placer de verlo, desaparecida su fría fachada.

Esa mañana lucía un luminoso vestido mañanero, con una chaquetilla a juego ribeteada de encaje negro. Una deliciosa pamela cubría sus rizos castaños, recogidos en un moño. Estaba arrebatadoramente hermosa, muy joven y desconcertantemente inocente. Era un conjunto tan claro como elegante, conservador y al mismo tiempo sutilmente seductor. Alex, nada interesado por las modas, no entendía cómo la vista de un atuendo tan perfectamente respetable podía suscitarle el efecto precisamente opuesto. Viéndola tan cubierta de la cabeza a los pies, le entraban ganas de desnudarla… Se removió, incómodo.

– Me sorprende ver que vuestro perro puede moverse -comentó cuando el Terrier entró trotando en el despacho tras Joanna, luciendo en la cabeza su lacito amarillo, a juego con el vestido de su dueña-. Veo que no lo cargáis en brazos. Espero que no se haya cansado demasiado con los cuatro pasos que ha dado desde vuestro carruaje hasta aquí.