Joanna se volvió rápidamente para clavar sus ojos azul violeta en él. No parecía nada complacida de verlo. Sus sensuales labios se curvaron en una desaprobadora mueca, que Alex encontró extremadamente atractiva.
– Mi perro se llama Max. Es un Border Terrier y tiene una gran energía. Simplemente prefiere no cansarse demasiado.
El animal aceptó encantado una galleta que el señor Churchward había sacado de un cajón. Acto seguido, como para confirmar la frase, se hizo un ovillo en el suelo y se puso a dormir.
– El señor Churchward no me avisó de que estaríais aquí -añadió Joanna-. No esperaba veros.
– Yo tampoco esperaba venir -repuso Alex mientras le sacaba una silla-. De manera que somos dos los decepcionados -encogiéndose de hombros, se volvió hacia el abogado-. Dado que finalmente lady Joanna se ha dignado a obsequiarnos con su presencia… ¿podemos comenzar ya?
– Gracias, señor -dijo el señor Churchward con tono seco. Ordenando sus papeles, se ajustó sus lentes con firmeza-. Madame… -le tembló un poco la voz y Alex se dio cuenta de que se estaba esforzando por reprimir la emoción-, he de manifestarle en primer lugar lo mucho, lo muchísimo que siento ser portador de tan malas noticias en relación con la muerte de su marido. Cuando nos reunimos hace un año para tratar de los preocupantes términos de su testamento… -se interrumpió, sacudiendo la cabeza-. El caso es que lamento enormemente… tener que causarle mayores tribulaciones.
– Querido señor Churchward… -le dijo ella con tono amable-, ¡temo que me estáis poniendo nerviosa! -esbozó una sonrisa reconfortante, aunque Alex creía percibir una cierta tensión bajo su aspecto relajado-. Vos no sois en absoluto responsable del comportamiento de mi difunto marido. Os ruego que no os lo toméis de una manera tan personal.
Desviando la mirada de la reposada expresión de Joanna a la angustiada del señor Churchward, Alex no pudo por menos que preguntarse por los términos del testamento de David y del codicilo, el documento que él mismo había llevado desde el Ártico a requerimiento de Ware. Había dado por supuesto que su camarada había dejado su considerable fortuna a lady Joanna, para que continuara disfrutando del lujoso estilo de vida al que claramente estaba tan acostumbrada. Eso habría encajado con la personalidad de Ware, su código del honor y su sentido del deber. Pero en aquel momento, mientras contemplaba el sombrío rostro del abogado, y recordando al mismo tiempo las palabras de odio con que Ware se había referido a su esposa, cayó en la cuenta de que su suposición bien habría podido resultar falsa.
– ¿Cuáles fueron los términos del testamento de Ware?
Tanto Joanna como el abogado dieron un respingo, como si se hubieran olvidado de su presencia. Ella se negaba a mirarlo, concentrada como estaba en alisarse la falda con un gesto algo nervioso. Churchward, por su parte, había enrojecido.
– Señor, os ruego me perdonéis, pero no estoy seguro de que eso sea de vuestro interés.
Joanna alzó súbitamente los ojos y Alex sintió el impacto de su mirada como si fuera un golpe físico.
– Al contrario, señor Churchward. Imagino que si lord Grant está aquí es porque David lo implicó de algún modo en mis asuntos. Si eso es así, entonces se merece conocer la verdad desde el principio.
– Como gustéis, madame -cedió el abogado, a regañadientes-. Aunque debo decir que se trata de algo altamente irregular.
– David -afirmó Joanna con tono dulce- era un hombre muy irregular, señor Churchward -mirando de nuevo a Alex, aspiró profundamente y pareció escoger sus palabras con sumo cuidado-. Mi difunto esposo legó su patrimonio a su primo John Hagan en su testamento, dejándome a mí sin un solo penique -se interrumpió-. Puede que sepáis, lord Grant, que David adquirió una finca en Maybole, en Kent, con el dinero que ganó con sus navegaciones.
Alex asintió. David Ware, como hijo menor, no llegó a heredar el patrimonio familiar. En Maybole adquirió una propiedad en la que levantó una ostentosa mansión, en la cual Alex había estado una vez.
– Sus disposiciones -continuó ella- me dejaron en una situación económica muy comprometida -una vez más bajó la mirada para alisar un imaginario pliegue de su falda-. Nunca me explicó sus actos. Pero no dudo de que tenía sus motivos.
– Yo tampoco -repuso él. Estaba sorprendido de que su difunto colega hubiera tenido la poca delicadeza de dejar a su esposa sin un céntimo. Aquello no parecía concordar con su carácter, aunque… ¿acaso Ware no le había confesado que tenía sus razones para desconfiar de su esposa?-. En mi experiencia, Ware siempre tuvo buen criterio a la hora de juzgar a las personas. Y nunca hacía nada a no ser que tuviera un buen motivo para ello -aseguró con tono seco-. La provocación debió de haber sido proporcional a su reacción.
Las mejillas de Joanna se encendieron de furia.
– Gracias por vuestra no solicitada opinión -replicó fríamente-. Debería haber adivinado que, a falta de cualquier evidencia en contra, os pondríais sin dudarlo de su parte.
– Fue imperdonable por parte del comodoro Ware dejar en tales apuros a lady Joanna -murmuró el señor Churchward. El abogado, según pudo observar Alex con no poca curiosidad, no hizo intento alguno por mostrarse imparcial-. Un héroe no hace esas cosas.
El señor Churchward era un hombre que siempre hacía las cosas de la manera correcta y formal, pensó Alex. Y David Ware parecía haber vulnerado ese código al dejar desasistida a su esposa.
– Seguro que tuvo que dejaros alguna pensión, lady Joanna -aventuró con tono brusco-. No puedo creer que Ware os dejara en la más completa indigencia.
Se hizo un corto silencio.
– David me legó una pequeña suma de dinero, es cierto… -se mordió el labio inferior.
Alex experimentó una punzada de alivio al oír aquello. Y en aquel momento se dio perfecta cuenta de lo que había sucedido. Ware debía de haber dejado a su esposa mínimamente abastecida, cubiertas sus necesidades básicas. Pero ella era tan ambiciosa y despilfarradora que eso le había sabido a poco.
– Supongo que esa suma no alcanzará a mantener vuestro extravagante estilo de vida -la miró de arriba abajo, sin escatimar una mueca burlona.
– Es cierto que me gusta vivir bien -respondió Joanna con tono altivo, alisándose de nuevo la falda.
– Entonces sólo vos tenéis la culpa. Es una simple cuestión económica. Si no poseéis el dinero, no lo gastéis.
– Gracias por la lección -le espetó Joanna-. Anoche no tuvisteis ningún escrúpulo en recordarme que David me odiaba, lord Grant. Supongo que estaréis encantado de descubrir que existe una evidencia que confirma vuestro aserto.
Alex vio entonces que Churchward se tensaba indignado.
– ¡Milord! -exclamó con tono reprobador-. ¡Qué poco galante vuestra actitud al sugerir tal cosa!
– Efectivamente, pero también acertada -murmuró Joanna con tono tranquilo-. David me odiaba y buscó castigarme por medio de ingeniosas maneras, incluso después de muerto. En eso demostró la misma resolución que lo había hecho famoso -suspiró-. De cualquier modo, será mejor que dejemos de lado este asunto y volvamos al que tenemos entre manos.
– Un momento -Alex alzó una mano. Estaba pensando en la hermosa casa de Half Moon Street y en las comodidades y lujos de la vida que llevaba lady Joanna. Se preguntó quién estaría pagando todo eso si su pensión era realmente tan minúscula como ella afirmaba.
Los parientes más cercanos de David Ware estaban muertos y Alex tenía la impresión de que la propia Joanna, como hija de un conde, procedía de la pequeña nobleza rural relativamente empobrecida. Si Ware la había dejado prácticamente sin nada, el origen de la relativa fortuna de su viuda resultaba cuando menos curioso.