– Si vos heredasteis una mínima parte de la fortuna de Ware y el grueso fue a parar a manos de John Hagan… ¿se puede saber de qué vivís?
Inmediatamente oyó al señor Churchward rezongar de disgusto. Al abogado, al igual que a la propia Joanna, no le habían pasado desapercibidas las implicaciones de su pregunta. «¿Quién os mantiene? ¿Acaso algún amante?».
Joanna enarcó las cejas. Una sonrisa se dibujó en sus deliciosos labios.
– Yo creía que os habían enseñado modales en la academia naval, lord Grant.
– Prefiero formular una pregunta directa cuando lo que busco es una respuesta directa.
– Bueno, pues os recuerdo que no estáis ladrando órdenes a uno de vuestros marineros -dijo Joanna, y se encogió de hombros con un elegante gesto-. De cualquier forma, responderé a vuestra pregunta -volvió a adoptar un tono frío, helado-. La casa de Half Moon pertenece al señor Hagan. En cuanto al resto… preparaos para llevaros una sorpresa -se lo quedó mirando con expresión burlona-. Confío en que seáis lo suficiente fuerte como para soportarlo. Me gano la vida trabajando.
– ¿Vos trabajáis? -Alex estaba ciertamente asombrado-. ¿De qué? -no hizo intento alguno por disimular la incredulidad de su tono.
Joanna se echó a reír.
– Desde luego que no de cortesana… si es que habéis pensado que ése es el único talento que estaría en condiciones de ofrecer.
– En cuanto a eso… -dijo, sosteniéndole la mirada- ignoraba sinceramente que ése fuera uno de vuestros talentos. ¿O debería haberlo imaginado?
Un brillo de disgusto asomó a los ojos de Joanna.
– ¡Milord, por favor! -exclamó el señor Churchward, ruborizado.
– La gente me paga para que diseñe el interior de sus casas, lord Grant -explicó ella, bajando de nuevo la mirada-. Soy una mujer reputada por mi buen gusto. Me pagan bien y además, hace unos años, recibí una herencia de mi tía -se removió en su asiento mientras miraba al señor Churchward, que parecía aún más incómodo que antes-. Pero nos estamos desviando del asunto. El señor Churchward tiene más malas noticias que comunicarme, me temo. Acabemos con su sufrimiento.
– Gracias, milady -dijo el abogado con tono entristecido. Colocando sobre el escritorio la carta que dos días atrás le había entregado Alex, procedió a alisarla cuidadosamente. Casi como si, al hacerlo, pudiera alterar su contenido-. Lord Grant me hizo entrega de esta carta de parte de su marido -le explicó a Joanna-. Es un codicilo de su testamento.
– David me la confió cuando se estaba muriendo -añadió Alex.
Joanna se lo quedó mirando pensativa, con expresión inescrutable.
– Otro de los melodramáticos gestos de David en su lecho de muerte. No mencionasteis esto cuando fuisteis a mi casa, lord Grant.
– No, porque ignoraba que su contenido estuviera relacionado con vos.
Vio que bajaba las pestañas, velando completamente su expresión. Sólo el dibujo invisible que trazaban sus dedos sobre la mesa sugería que estaba mínimamente alterada. Pero sabía bien lo que estaba pensando: podía interpretarla tan claramente como si lo hubiera dicho en voz alta.
Lo consideraba un peón de David; alguien a quien su difunto marido había manipulado sirviéndose de su lealtad. No le gustaba nada que lo juzgaran así, como si no tuviera un criterio propio. Pero entonces descubrió con amarga ironía que él también la había juzgado a ella de la misma manera. No a partir del conocimiento directo que hubiera podido tener de su persona, sino únicamente de las palabras de Ware. La tensión se adensaba por momentos, hirviendo de hostilidad.
– Proceded a la lectura del documento, señor Churchward, por favor -pidió cortésmente Joanna.
El abogado se aclaró la garganta.
– «Escrito de mi puño y letra, por el comodoro David Ware el siete de noviembre del año nueve» -los miró a ambos por encima de sus lentes-. «Fue una negligencia por mi parte haber dejado en tan mal lugar en mi testamento a mi esposa, lady Joanna Carolina Ware. Soy consciente de que algunas voces podrían criticar esa negligencia. Es por eso por lo que he decidido corregir mi última voluntad con este codicilo…».
Alex miró a Joanna. No parecía una mujer que estuviera esperando ansiosa alguna ganancia inesperada, sino más bien una sorpresa aún más desagradable.
– «Dejo al cuidado de lady Joanna…» -el señor Churchward se interrumpió, tragando saliva- «a mi hija de corta edad, Nina Tatiana Ware».
Alex experimentó una violenta punzada de sorpresa. Había sabido que Ware había tomado una amante rusa durante su última expedición al Ártico. La relación con la joven no había sido ningún secreto. Había incluso alardeado de ello, afirmando que procedía de la nobleza pomor, los rusos del mar Blanco, pese a haberla encontrado en un burdel. Los hombres de Ware habían hecho bromas sobre la promiscuidad de su capitán, así como del detalle de que incluso en un viaje en el que las mujeres escaseaban, hubiera encontrado el tiempo y la oportunidad de visitar un burdel. Alex creía recordar que la joven había abandonado Spitsbergen rumbo a territorio ruso. Pero Ware jamás había mencionado la existencia de un bebé. Sólo podía suponer que la cercanía de la muerte había impulsado a su colega a adoptar alguna disposición para con su hija ilegítima.
Las palabras de Churchward reclamaron nuevamente su atención:
– «Nina tiene cinco años y es huérfana residente del monasterio de Bellsund, en Spitsbergen» -le tembló la voz-. «Sé que mi esposa acogerá dichosa esta prueba de mi fecundidad…».
El abogado se interrumpió. Al mirar a Joanna, Alex descubrió que se había quedado pálida como la cera.
– Madame… -murmuró Churchward, apenado.
– Os ruego que prosigáis -lo animó con tono firme.
– «Dos son las condiciones que impongo a este legado» -continuó leyendo el abogado-. «La primera es que mi esposa viaje en persona al monasterio de Bellsund en Spitsbergen, donde actualmente está siendo atendida mi hija, y la traiga de vuelta a Londres para hacerse cargo de ella» -el abogado había acelerado la lectura, como si apresurando las palabras pudiera amortiguar de alguna manera su impacto. El papel le temblaba en las manos-. «Soy consciente de que Joanna detestará las constricciones que le impongo, pero si su deseo de tener una hija es tan fuerte como supongo, no le quedará otra elección que exponerse a sí misma a grandes peligros e incomodidades con tal de acudir en rescate de la criatura…» -esa vez se interrumpió, al tiempo que Joanna contenía el aliento-. Madame…
Había palidecido aún más. Estaba tan blanca que Alex llegó a temer que fuera a desmayarse.
– Abandonar a una niña en un monasterio -susurró-. ¿Cómo fue capaz de hacer tal cosa?
Alex ya se había levantado y había abierto la puerta de la sala contigua: en aquel momento estaba pidiendo un vaso de agua. Uno de los empleados se apresuró a proporcionárselo.
– ¡Aire fresco! -dijo Churchward, abriendo la ventana y dejando entrar una brisa que por poco se llevó los papeles de su escritorio-. ¡Las sales…!
– El brandy… -sugirió Alex- sería más efectivo.
– No guardo bebidas espirituosas en mi lugar de trabajo -repuso el abogado.
– Yo habría imaginado que las necesitaríais en determinadas ocasiones… tanto para vos mismo como para vuestros clientes.
– Estoy perfectamente -declaró Joanna.
Estaba sentada muy tiesa, todavía muy pálida, pero con una expresión perfectamente digna. Alex le puso el vaso de agua en la mano con gesto firme. Ella alzó la mirada hasta su rostro antes de llevárselo a los labios, obediente. Sus mejillas recuperaron poco a poco el color.
– Así que… -pronunció al cabo de un momento- mi difunto marido se las ha ingeniado para manipularme desde la tumba. Todo un éxito por su parte -miró a Alex-. ¿Sabíais vos que David tenía una hija ilegítima, lord Grant? -dejó delicadamente el vaso sobre la mesa.