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– No. Sabía que tenía una amante, pero no que la mujer se hubiera quedado encinta. Era una joven rusa que afirmaba pertenecer a la nobleza pomor. Creía que había regresado a Rusia, pero supongo que debió de morir antes que Ware, dado que éste se refería en su carta a su hija como huérfana.

– Una noble rusa… Eso debió de encantar a David -parecía triste, desilusionada-. ¡Cuánto habría aumentado su prestigio un detalle semejante!

– La chica era muy joven -dijo Alex- y también imprudente. Su familia la había repudiado, se había desentendido de ella, según tengo entendido -sintió que algo se le removía por dentro al ver la tensa expresión de Joanna-. Lo lamento.

Se dio cuenta de que había sido sincero. Fuera cual fuera su opinión sobre Joanna Ware, sabía que la dama se encontraba en una posición inmensamente difícil. Por fuerza tenía que admirarla, cuando la mayor parte de las mujeres que conocía se habrían desmayado por la impresión.

– No soy tan ingenua como para pensar que David no era capaz de algo semejante. Tal vez incluso debería alegrarme de que no existan más retoños suyos regados por el mundo, al menos que yo sepa -lo miró-. ¿Sabéis vos acaso de alguna otra andanza parecida, lord Grant?

– No -Alex se removió incómodo-. Lo lamento mucho -las promiscuas tendencias de Ware constituían un aspecto de su personalidad que Alex siempre había encontrado difícil de aceptar. Algunos las habían considerado parte de su heroico y carismático personaje. Alex, por el contrario, las había contemplado como una simple debilidad, pero una debilidad disculpable por lo mucho que se había enfriado su lecho matrimonial, dada la problemática relación con su esposa.

Miró en aquel momento a Joanna. No parecía una mujer capaz de desincentivar a un hombre. Parecía más bien dulce, tentadora, y eminentemente atractiva.

– No intentéis suavizar el golpe -una leve sonrisa asomó a sus labios-. No hay consuelo que pueda recibir de vos, ¿verdad, lord Grant?

– Más bien poco, me temo. Pero también lamento que Ware considerara justo hacer lo que hizo.

– Bueno, algo es algo -terció el señor Churchward, gruñón.

– Porque… -prosiguió Alex- temo que su juicio flaqueó al decidir entregar el futuro de su hija en las manos de lady Joanna.

Vio que Joanna se lo quedaba mirando con los ojos muy abiertos, estupefacta.

– ¿Me consideráis una tutora inadecuada?

– ¿Cómo podéis pensar lo contrario? -replicó él-. Ware no confiaba en vos. Él mismo me lo dijo. No entiendo por qué determinó entregar la tutela de su hija a una mujer que tanto lo desagradaba.

Joanna se mordió el labio inferior con fuerza.

– Siempre manifestáis una fe ciega en los juicios de David, lord Grant. ¿Acaso carecéis de criterio propio?

Alex apoyó la mano en la mesa con tanta fuerza que hizo temblar el montón de documentos que había sobre la misma. Estaba furioso: con Ware por haberlo involucrado en una vendetta tan personal contra su mujer, y con lady Joanna por haberlo obligado a cuestionarse a sí mismo. O a cuestionar, aunque sólo hubiera sido por un instante, sus propios principios y su propia lealtad hacia su amigo.

– Ware fue mi amigo y colega durante cerca de diez años -pronunció entre dientes. Se preguntó si estaba intentando convencer de ello a Joanna… o a sí mismo-. Siempre fue un gran director de hombres. Nunca me falló. Me salvó la vida en más de una ocasión. Y sí, confío tanto en su palabra como en su juicio.

Permanecieron mirándose fijamente, desafiantes, hasta que el señor Churchward alzó una mano en un gesto pacificador:

– Lord Grant, ¿os importaría posponer esta discusión hasta que hayamos terminado? -se limpió los lentes, volvió a calárselos y continuó con la lectura-: «Por la presente nombro a mi colega y amigo Alexander, lord Grant, tutor de mi hija junto a mi esposa, de manera que pueda compartir con ella todas las decisiones y responsabilidades relativas a su crianza» -se aclaró la garganta-. «Lord Grant será además el único fideicomisario, encargado en solitario de todos aquellos aspectos económicos referidos al mantenimiento y educación de mi hija».

– ¿Qué? -estalló Alex.

Se sentía atrapado, frustrado y furioso. Apenas podía dar crédito a lo que estaba escuchando. Ware había sido su amigo desde la infancia. Y sin embargo, pese a conocer su historia, su estilo de vida y las exigencias de su profesión, Ware lo había colocado en aquella ingrata tesitura, le había endosado la responsabilidad de cuidar de su hija, de velar por su bienestar y su educación… Una responsabilidad que ahora se vería obligado a compartir con la mujer que el propio David había detestado.

Indudablemente, Ware había perdido el juicio antes de morir. O eso o lo había enredado en aquella venganza contra su esposa, sin importarle los sentimientos de cualquiera que no hubiera sido él mismo. Alex no podía creer que un hombre de honor hubiera sido capaz de algo semejante.

Miró a Joanna. Sus ojos ardían como zafiros.

– Entonces… -pronunció lentamente-, resulta que la niña tendrá que residir conmigo mientras que vos administraréis la bolsa del dinero por los dos, lord Grant.

– Eso parece -dijo Alex. Podía sentir la mirada de Joanna recorriendo su rostro con tal intensidad que hasta percibía su furia y consternación, pese a los esfuerzos que hacía por disimularlo.

– Declarasteis al comienzo de esta entrevista desconocer el contenido de esta carta, lord Grant -su tono era seco, duro y escéptico-. Lo encuentro difícil de creer dada la relación de confianza mutua que manteníais con David.

– Creedlo -bastante trabajo le estaba costando lidiar con el ofensivo comportamiento de Ware. No estaba de humor para ser amable con nadie-. No tenía la menor idea. Yo deseo esta carga tan poco como vos.

– Pues así como vos pensáis que David se equivocó al depositar el bienestar de su hija en mis manos -declaró Joanna con tono cortés, pero con la ira ardiendo en cada una de sus palabras-, no acierto yo a imaginar cómo pudo ocurrírsele a mi difunto marido, ni por un momento, que vos seríais la persona más adecuada para cuidar de una criatura o para administrar su fortuna.

– Al menos yo he demostrado que puedo atender económicamente a mi familia -replicó Alex, lanzándole una desdeñosa mirada que le hizo ruborizarse-. Yo no eludo mis responsabilidades. Por contra, vuestro disparatado estilo de vida difícilmente podría considerarse adecuado para la estabilidad que requerirá la señorita Ware, lady Joanna.

– ¿He oído bien? ¿Disparatado, habéis dicho? -exclamó, ofendida-. Vos no sabéis nada de mi estilo de vida, lord Grant… ¡aparte de lo que os dijeran las mentiras de David o vuestras propias arrogantes suposiciones! Por cierto que vos sois el único que va por ahí recorriendo el mundo como una bala de cañón disparada con pésima puntería. ¡Quizá seáis capaz de atender económicamente a vuestra familia, pero habéis demostrado no tener el menor interés por vincularos emocionalmente con ella!

La furia y la culpabilidad que acosaban de continuo a Alex estallaron con toda su fuerza al escuchar aquellas palabras. Escasa había sido su fortuna, pero había empleado hasta el último penique que le reportaban sus propiedades en mantener a sus primos. Eso bastaba. Tenía que bastar, porque más no podía darles. Era Amelia quien se había mostrado amante, cariñosa, solícita. Cuando ella murió, Alex había desterrado todos aquellos sentimientos de su vida. Pensar en Amelia volvió a desgarrarle las entrañas como un cuchillo.

Había fallado una vez antes: no podría volver a hacerlo por lo que se refería a la obligación que, muy a su pesar, había contraído con Ware. Estada comprometido, impelido por su honor y por sus remordimientos de conciencia a asistir a la hija huérfana de Ware.

– Estoy seguro de que vuestras objeciones sólo obedecen a la noticia de que yo seré vuestro administrador y fideicomisario -le dijo, desahogando una fría rabia-. Imagino que daríais lo que fuera por poder alterar esa situación, lady Joanna, dado que aparentemente, Ware os dejó sin los recursos necesarios para mantener vuestro lujoso estilo de vida.