Fuera como fuese, tenerlo sentado a su lado le transmitía una sensación extrañamente reconfortante, casi relajante.
– Averiguaré qué navíos viajarán al Ártico y solicitaré al almirantazgo me permita viajar al monasterio de Bellsund para traer de vuelta a la señorita Ware.
La sensación de tranquilidad desapareció de golpe.
– Al contrario -repuso ella fríamente-. Yo contrataré uno y me encargaré de viajar a Bellsund para traer personalmente a la señorita Ware.
– Eso es imposible -declaró Alex, rotundo, pero Joanna detectó un cierto sentimiento bajo sus palabras. ¿Sorpresa, desaprobación o quizá algo más complejo? No podía estar segura.
– ¿Y eso? -se le ocurrían al menos diez razones por las que era difícil, cuando no imposible, que una mujer como ella viajara hasta Spitsbergen. Pero deseaba escuchar las suyas.
– No hay barcos que naveguen regularmente al Ártico -dijo Alex-. No encontraréis a nadie que os lleve.
– Lo harán si les pago el dinero suficiente.
Una vez más, distinguió una extraña emoción en su mirada.
– Debéis de ganar mucho dinero vendiendo adornos y bagatelas a la alta sociedad si os podéis permitir contratar un barco -pronunció desdeñoso-. Aunque estoy seguro de que no tenéis ni idea de los costes de una operación semejante.
Así era, pero por nada del mundo lo habría admitido en voz alta.
– Me conmueve vuestro interés, pero vuestros temores son infundados. Ya os mencioné que, además de los ingresos de mi trabajo, también heredé una considerable fortuna de una tía mía, hará cerca de un año.
Eso no era del todo cierto: la suma no era tan notable y se quedaría corta para sufragar un viaje como aquél, pero Alex Grant no tenía por qué saberlo. Sus miradas se encontraron. La suya, brillante de desafío; la de él, oscura y tormentosa.
– No podéis navegar sola hasta el Ártico -a esas alturas ya estaba furioso-. La mera idea es absurda. Yo ya me he ofrecido a escoltar a la señorita Ware hasta Londres.
– ¡No! -Joanna no podía explicarle que tan pronto como se enteró de la existencia de la hija de David, se había visto asaltada por la abrumadora y tenaz necesidad de reclamarla como suya. Únicamente sabía que el pensamiento de aquella niña huérfana refugiada en un monasterio tan lejano le había despertado un sentimiento insólito por su intensidad: la urgencia de defenderla y protegerla contra toda adversidad-. David dejó asentado ese requerimiento. Y yo debo cumplirlo.
– Vos nunca habéis cumplido ningún requerimiento que os impusiera vuestro marido -le espetó-. ¿Qué sentido tendría empezar ahora?
– Porque quiero hacerlo. Los monjes se sentirán mucho más inclinados a entregarme la niña a mí que a vos, lord Grant -lo miró de arriba abajo-. Carecéis del arte de la persuasión, por lo que veo. Os atrae más la acción directa, a tenor de lo que he visto hasta ahora.
– Podré convencerles perfectamente de que me entreguen a Nina -replicó Alex-. Conozco el monasterio de Bellsund… Los monjes confían en mí -esa vez fue él quien la miró detenidamente-. Imagino por el contrario que tendrán considerables dudas a la hora de entregaros la niña a vos, lady Joanna. Una mujer sola, una viuda, es una figura respetable pero indefensa en aquella sociedad. Y aún más si es extranjera.
Ése era otro obstáculo que Joanna no había anticipado. No dudaba del aserto de Alex, porque durante el poco tiempo que tenía de conocerlo había sido brutalmente sincero con ella.
– Lo siento, pero no puedo permitir que actuéis en mi nombre en este asunto. Y tampoco entiendo -añadió- por qué os mostráis tan solícito a la hora de ofrecerme vuestra ayuda. Habría pensado que cualquier otra responsabilidad, cualquier otra carga, habría sido lo último que desearíais en vuestra vida. Y que yo sería precisamente la última persona a la que os dignarais ayudar.
– No estoy en absoluto deseoso de ayudaros a vos -parecía exasperado y furioso a la vez-. La amistad que tuve con Ware hace que me sienta obligado para con su hija, eso es todo. De haber sabido que había dejado a una hija huérfana en una situación tan desesperada… -se interrumpió-. Ware me nombró su tutor legal, al igual que a vos. Pienso por tanto asumir seriamente ese deber y hacer todo lo que esté en mi mano por ayudarla. Si eso significa asistiros a vos, aunque sea en contra de mi voluntad, lo haré.
– ¡Qué amabilidad por vuestra parte! -a esas alturas, Joanna también estaba exasperada-. ¡Pues bien, no acepto vuestra reacia ayuda, lord Grant! Soy perfectamente capaz de viajar sola hasta Bellsund.
Intentó aparentar una confianza que estaba muy lejos de sentir. De hecho, se estremecía de miedo cuando pensaba en la tarea que tendría que cumplir. Ella no era una exploradora a la búsqueda de nuevas tierras y nuevas aventuras. David nunca había querido que viajara con él y ella había escuchado historias horribles sobre calamidades y naufragios. Si hubiera dependido de ella, no habría ido más lejos de las tiendas de Bond Street, pero no le quedaba otro remedio…
Por un instante, creyó leer en la mirada de Alex tanta piedad como irritación. Y se tensó de inmediato.
– Si no tenéis nada pertinente que añadir a nuestra conversación, entonces os deseo que paséis un buen día. Tengo preparativos de los que ocuparme. Volveré a ponerme en contacto con vos cuando vuelva de Spitsbergen con Nina. Aunque para entonces… imagino que estaréis nuevamente fuera de Londres, embarcado en alguna de vuestras aventuras.
Pero Alex decidió ignorar su pulla.
– Sois una completa estúpida por pensar siquiera en emprender ese viaje, lady Joanna.
– Gracias. Soy consciente de la estima en que me tenéis. Y vos sois un grosero.
Se dispuso a levantarse, pero él se lo impidió sujetándola de la muñeca.
– ¿Estáis realmente preparada para partir hacia lo desconocido, lady Joanna? -la quemaba con la mirada-. No creo que tengáis el coraje necesario para cometer semejante imprudencia.
Se liberó de un tirón, indignada tanto por sus palabras como por el incendiario poder de su contacto.
– Os equivocáis, lord Grant -replicó con tono helado-. Sé que me consideráis vana y frívola, pero iré a Spitsbergen y os demostraré lo contrario. No tengo intención de sucumbir a los mareos, ni a las fiebres, como le pasó a David, ni a… ¡al escorbuto, o a cualquiera de las enfermedades que soléis padecer los marineros! Me llevaré mucha fruta y me abrigaré bien para protegerme de los fríos…
Se interrumpió cuando Alex soltó una carcajada.
– La fruta se pudrirá en unos cuantos días, y dudo mucho que vuestros vestidos a la moda de Londres puedan soportar un invierno polar, lady Joanna.
– Es precisamente por eso por lo que pienso partir de inmediato. ¿Qué peligro puede haber? ¡La gente viaja cada semana a destinos tan lejanos como la India o las Américas!
– No tenéis ni la menor idea de lo que estáis diciendo -le espetó bruscamente Alex, demoliendo su optimismo con una sola frase-. ¡Apostaría a que no habéis viajado nunca al extranjero!
– He estado en París -replicó Joanna, desafiante-. Fui durante la Paz de Amiens.
– ¡París es escasamente comparable con el Ártico! -Alex soltó el aliento con un suspiro exasperado-. Lady Joanna, por favor -añadió, frustrado-. Ignoráis por completo las incomodidades que entraña un viaje semejante -la miró nuevamente de arriba abajo, desde su vistoso sombrero hasta sus zapatos a la moda-. Lo odiaríais. No soportaríais tener que prescindir del agua caliente, ropa limpia o de criados que os atendieran.
Joanna enrojeció visiblemente.
– ¿De veras pensáis que esas cosas me importan tanto?
– Desde luego -se encogió de hombros-. Y no es que os culpe por ello…
– ¡Qué magnanimidad la vuestra!