– ¡Querido! -en ese momento había un claro reproche en la voz de Joanna. Y también una cierta chispa de ira-. No es de caballeros revelar ese tipo de detalles…
Alex se acercó para tomarle una mano y depositar lentamente un beso sobre su palma.
– Disculpadme, pero creía que ya habíamos revelado la intimidad de nuestra relación con aquel delicioso beso -su piel era maravillosamente suave bajo sus labios. El deseo volvió a asaltarlo, implacable en su demanda. Nunca se había caracterizado por su afición a los affaires amorosos, pero desde la muerte de su esposa no le había faltado compañía femenina, agradables aventuras sin complicaciones. Aquella mujer, sin embargo, la «viuda alegre» de David Ware, no podría ser nunca uno de sus amours. Era la viuda de su mejor amigo: una mujer en la que Ware le había advertido que no confiara. Y sin embargo, pese a reconocer todas las razones por las que debía mantenerse alejado de Joanna Ware, su cuerpo se encargaba de recordarle que no sólo le gustaba mucho, sino que la deseaba. Y con desesperación.
En aquel momento, lady Joanna retiró bruscamente la mano. Un toque de color iluminó sus mejillas al tiempo que un brillo acerado asomaba a sus ojos.
– No sé si perdonaros. Estoy muy enfadada con vos, querido -la última palabra fue siseada entre dientes.
– No me extraña nada, querida -replicó Alex con toda tranquilidad.
Enredado en aquella curiosa mezcla de hostilidad y deseo, casi se había olvidado del hombre, que justo en aquel instante improvisó una envarada reverencia.
– Considero que esto ya es demasiado, madame -fulminó a Joanna con la mirada, se despidió de Alex con un tenso asentimiento de cabeza y abandonó la biblioteca dando un portazo.
Se hizo un silencio, solamente turbado por el crepitar del fuego en la chimenea. Joanna se volvió entonces hacia él para mirarlo de arriba abajo, entornando los ojos, con las manos en las caderas y la cabeza ladeada. Toda pretensión de encontrar algún placer en su compañía había desaparecido de golpe, una vez que se habían quedado solos.
– ¿Quién demonios sois vos?
En realidad, Joanna sabía perfectamente quién era: su reacción se debía precisamente al beso. Ya ni se acordaba de la última vez que había besado a un hombre: con su marido, la experiencia no había sido en absoluto tan dulce, arrebatadora y perversa como la que acababa de disfrutar con aquel hombre. Ella sólo había querido darle un rápido beso en los labios: algo superficial, insignificante. Pero tan pronto como aquella boca se apoderó de la suya, había sentido un irrefrenable deseo de acariciar los duros rasgos de su rostro. Y también de explorar su cuerpo, deleitándose con la textura de su piel, su aroma, su sabor. Lo había deseado tanto que todavía le flaqueaban las rodillas sólo de recordarlo. Una feroz espiral de deseo se enroscaba en su vientre. Precisamente ella, que nunca había esperado volver a sentir algo parecido en toda su vida.
Pero aquel hombre era Alex Grant, el mejor amigo de su marido, compañero de exploraciones, que, como David, no cesaba de navegar por el mundo en busca de guerras, gloria o aventuras, intentando encontrar alguna secreta ruta comercial hacia China o cualquier otra sandez semejante. Se acordaba perfectamente de él. Alex Grant había sido padrino de boda de David, cuando se casaron diez años antes.
Todavía sentía una punzada en el pecho cuando recordaba lo muy feliz e ilusionada que se había mostrado aquel día. Las altas expectativas y la falta de buen juicio siempre habían sido la mejor receta para un matrimonio desgraciado. Pero aquella soleada mañana de mayo toda aquella desilusión aún no había existido. Se acordaba del Alex Grant de aquel día. Ya en aquel entonces había sido extraordinariamente atractivo, y lo seguía siendo, aunque con rasgos algo más suavizados. Siempre acompañado de su preciosa esposa, una deliciosa criatura rubia. ¿Annabel, Amelia? Joanna no recordaba bien su nombre, pero sí la expresión de adoración con que había mirado a Alex.
Experimentó una punzada de culpabilidad. Por lo general no tenía costumbre de besar a los maridos de otras mujeres, principalmente por lo mucho que había detestado que tantas mujeres casadas hubieran besado al suyo. Las infidelidades de David no habían constituido ningún secreto, pero tampoco tenía intención de imitarlo. Besar a Alex había constituido un error en muchos aspectos, según parecía. Todavía aturdida por su propia reacción física a su contacto, a esas alturas ya lo odiaba por ser, sencillamente, otro canalla mujeriego.
Alex le hizo una elegante reverencia que contrastó con su tosco aspecto de marinero, enfundado en su viejo uniforme de capitán. Un uniforme que, por cierto, le sentaba demasiado bien, resaltando como resaltaba sus anchos hombros y su figura musculosa. Era un hombre de gran presencia física, que emanaba fuerza y autoridad.
«Al igual que David», se recordó, estremecida.
– Alexander, lord Grant a su servicio, lady Joanna.
– Demasiado a mi servicio, más de lo que me gustaría, creo -replicó fríamente ella-. No tengo deseo alguno de hacerme con un amante, lord Grant.
– Estoy desolado -sonrió: un fogonazo de dientes blancos que contrastó con su atezado rostro.
«Mentiroso», pronunció Joanna para sus adentros. Sabía que su persona le disgustaba tanto como a ella la suya.
– Lo dudo. ¿Qué os ha movido a idear una patraña tan humillante?
– ¿Y qué os ha movido a vos a besarme como si lo pretendierais, cuando en realidad no era así?
Una vez más, el aire de la sala se cargó de tensión. Ah, el beso. En eso tenía razón. Nunca antes había besado a un desconocido con tal grado de entusiasmo.
– Si hubierais sido un caballero, habríais fingido que estábamos prometidos, y no que éramos amantes -lo fulminó con la mirada-. Aunque supongo que el hecho de que vos tengáis esposa habría vuelto imposible tal curso de acción.
Por un instante, lord Grant se la quedó mirando estupefacto.
– Soy viudo.
Al contrario que David, que siempre había intentado ganar popularidad con frases largas y cumplidos, aquel hombre era lacónico hasta niveles casi groseros. Se notaba que no le importaba la opinión de nadie, fuera buena o mala.
– Lo siento -murmuró una formal pero sincera condolencia-. Me acuerdo de vuestra esposa. Era encantadora.
Su expresión se cerró como una puerta que hubieran cerrado de golpe, para tornarse fría, implacable. Evidentemente no quería hablar de Annabel… o de Amelia o comoquiera que se hubiera llamado.
– Gracias -dijo, brusco-. Pero yo creía que era yo quien debía presentaros mis condolencias, y no al revés.
– Si sois hasta ese punto tan convencional…
– ¿No le guardáis luto? -su tono contenía una nota de censura y de furia.
– David murió hace cerca de un año, como bien sabéis. Vos estuvisteis allí.
Alex Grant le había escrito desde el Ártico, donde la misión de David de hallar el paso del noroeste que atravesaba el polo había muerto, literalmente, en aquellas interminables y heladas tierras. La carta había sido tan directa y lacónica como su autor, aunque Joanna había sido capaz de discernir en sus palabras su profundo dolor por la pérdida de un noble camarada. Pero ése era un dolor que ella no podía compartir, y tampoco pensaba disimularlo.
Conforme la recorría con su oscura mirada, Joanna pudo percibir los esfuerzos que estaba haciendo por dominar su ira. El aire parecía arder con su desprecio.
– David Ware era un gran hombre -pronunció entre dientes-. Se merecía algo mejor que esto… -abarcó con un gesto de su brazo la luminosa sala, carente de cualquier símbolo de luto.