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El anterior rumor de comentarios se transformó en un rugido de aprobación una vez conocida la opinión del primer lord del almirantazgo. Alex se recostó en su silla con un suspiro de alivio.

– ¡Espléndido! -repitió Buller, frotándose las manos-. ¡Iré enseguida a comunicarle al primer ministro la noticia!

– Yo se lo diré al primer ministro -dijo Joseph Yorke, fulminándolo con la mirada-. Y al Príncipe Regente.

– Buena táctica la vuestra, Grant -felicitó sir Richard Bickerton a Alex momentos después, mientras abandonaban juntos el edificio del almirantazgo-. Dudaba que os salierais con la vuestra, viejo amigo, pero tengo que reconocer que lo de utilizar en vuestro favor el deseo del almirantazgo de contar con un héroe… ha sido una estratagema suprema -se echó a reír-. Además, para cuando volváis, seguro que habrán vuelto a cambiar de idea y decidan asignaros un destino excitante, como la América del Sur. ¡Sobre todo si volvéis cubierto de gloria de este viaje!

– Gracias, señor -repuso Alex-. Eso es exactamente lo que estaba esperando.

– ¿Os dais cuenta de que toda esta historia empezará a circular por la alta sociedad de la capital en cuestión de minutos? -le preguntó Bickerton, rascándose la barbilla con gesto pensativo-. Será el rumor más comentado en todos los bailes de Londres. Yorke no perderá el tiempo en rentabilizarlo -miró a Alex-. Por cierto, penosa actitud la de Ware al dejar en semejante situación a lady Joanna. Me sorprende en un hombre como él.

– Soy de la misma opinión.

– ¿Qué piensa lady Joanna de vuestro plan de escoltarla hasta Spitsbergen?

– Ella no desea mi compañía -le confesó-. Pero no le quedará otro remedio que aceptarla.

Bickerton soltó un discreto silbido de asombro.

– Me alegro de no estar en vuestro pellejo, Grant. Jamás se me ocurriría incurrir en la desaprobación de lady Joanna -frunció el ceño-. Por cierto, no creo que esa escapada suya sea bien acogida por la alta sociedad. Una cosa es que vos, un explorador, un héroe, parta hacia el Ártico en misión de caridad… Pero que una mujer sola, una viuda, viaje hasta el último confín del mundo para rescatar a la hija bastarda de su marido… -sacudió la cabeza-. Algunos lo considerarán una excentricidad, y otros un completo escándalo.

Alex hundió las manos en los bolsillos.

– Lady Joanna es muy testaruda. No renunciará a la idea de partir.

– Entonces es bueno que os tenga a vos para protegerla -gruñó Bickerton-. Es una mujer de gran temple y entereza.

– Todo el mundo dice lo mismo -repuso Alex, y vaciló antes de preguntarle-: ¿Conocíais vos a David Ware, señor?

– No muy bien. ¿Por qué queréis saberlo?

– Me preguntaba por lo que pensabais de él -admitió. No estaba muy seguro de por qué le había hecho aquella pregunta. Quizá, pensó irónico, porque quería ver confirmada su convicción de que David Ware había sido una gran persona, y despejar así las dudas que habían comenzado a asaltarlo.

– Un espléndido compañero, incuestionablemente -lo definió Bickerton-. Un verdadero héroe, lo cual hace que todo este asunto de la hija bastarda resulte más que sorprendente. Aunque… -se encogió de hombros- supongo que todo gran hombre tiene su punto débil. ¡Y el de Ware era ciertamente las mujeres! -se despidió con un apretón de manos y volvió a entrar en el edificio.

Alex continuó caminando por la Strand, y giró por Adam Street hacia el Támesis. La fría brisa del río contrastaba con el calor de la primavera londinense. Mientras contemplaba los barcos, sintió alivio y placer de estar al aire libre, así como de haber escapado a la trampa dorada que le había preparado el almirantazgo. Se preguntó cómo reaccionaría lady Joanna cuando se enterara de que se había erigido en salvador de Nina: el intrépido explorador que desinteresadamente se había ofrecido a viajar a Spitsbergen y rescatar a la hija de Ware. Bickerton tenía razón; Yorke sacaría todo el provecho posible de la noticia y lo utilizaría para inflar la popularidad de Alex, y con ella la del propio almirantazgo.

Esbozó una amarga sonrisa. Si había hecho todo aquello había sido para salvarse del desastre que habría supuesto que el almirantazgo lo destinara a Londres. Y movido por la necesidad de escapar al insoportable papel del explorador famoso reverenciado por la sociedad, festejado incluso por el propio Príncipe Regente.

Sabía que lady Joanna lo despreciaría por haberla utilizado.

Hacía una tarde perfecta para pasear en carruaje por Hyde Park.

– Ir de compras es tan cansado… -suspiró Lottie mientras se dejaba caer en los cojines de su landó descubierto, al tiempo que sonreía a sus criados-. Me iría ahora mismo a casa a descansar antes del baile de esta noche… ¡si no fuera por la necesidad que tengo de estar aquí para ver y que me vean! -un leve ceño nubló su frente mientras desviaba la mirada hacia Joanna, sentada frente a ella, con un parasol rosa en una mano-. Querida Joanna, ¿seguro que no me dejas comprarte esos dos lacayos gemelos tan apuestos que tienes? Los míos están bien, pero no se parecen tanto y estoy harta de pedir a la agencia que me consigan unos idénticos -esbozó una mueca-. Es tan decepcionante…

– Lo siento, Lottie -repuso Joanna, sonriendo-. No deseo venderlos. ¡Demasiado placer me causa la envidia que suscitan!

– Oh, bueno, eso puedo entenderlo -frunció los labios mientras alisaba con los dedos el rico bordado del asiento del landó-. Pensé que podría intentar persuadirte, ya que si no… ¿qué otra cosa podría hacer en la vida? ¡Sabes perfectamente que vivo para gastar!

Joanna suspiró. Sabía que Lottie estaba aburrida. Aburrida con la vida de la alta sociedad de la capital, con sus frivolidades y extravagancias. Aburrida con los eventos y actos sociales, pese a que siempre andaba a la busca de nuevas experiencias.

A Joanna le encantaba el ajetreo social de la temporada londinense. Era algo familiar, entretenido, y de alguna forma también seguro porque ocupaba y distraía sus pensamientos del fracaso de su matrimonio, así como de su frustrado deseo de tener una familia propia. Pero en el fondo sabía también que la vida de la alta sociedad era vana y vacía. Al contrario que Lottie, sin embargo, tenía su trabajo, sus bocetos y sus diseños. Alex Grant podía desaprobarlos, pero a ella le daban un sentido, un propósito en la vida, a la vez que le aportaban unos ingresos. Aunque todavía estaba por ver si le quedarían clientes para cuando volvieran de Spitsbergen. Esa misma mañana había tenido que decirle a lady Ansell que la redecoración de su comedor tendría que posponerse unos seis meses. Y la dama no se había mostrado nada contenta con la idea.

– ¡Queridas! -lady O'Hara, inveterada cotorra de la alta sociedad, se había acercado a bordo de su carruaje-. ¡Acabo de enterarme de la noticia! -puso su mano enguantada sobre el borde del landó de Lottie, en un gesto de confianza-. ¡Qué noble gesto el vuestro, lady Joanna, y qué valentía al decidiros a rescatar a la hija bastarda de vuestro marido! -se inclinó hacia Jo, con un brillo severo asomando repentinamente a sus ojos grises-. Por supuesto, siempre es difícil para una dama viajar al extranjero, especialmente a un lugar tan remoto como el Polo Norte, y mantener al mismo tiempo una reputación honesta.

– Haré todo lo posible por mantenerla -repuso Joanna, y se volvió para mirar a Lottie-. La voz ha corrido rápido -añadió secamente-. Apenas ayer me enteré yo misma de la existencia de la hija de David.

– Bueno, a mí no me eches la culpa -replicó Lottie-. ¡Llevas todo el día de compras conmigo, así que sabes perfectamente que no he tenido oportunidad de cotillear sobre ti! ¡Ya me habría gustado ser la primera en difundir el rumor! Ya veo que alguien me ha ganado la mano. Quizá los criados estuvieron escuchando a escondidas cuando hablamos ayer, o quizá el señor Jackman ha corrido ya la voz de que le encargamos esas botas esquimales tan especiales para nuestro viaje…