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Lady O'Hara, cuyo carruaje se estaba ya alejando del landó de Lottie, separado por el de la señora Milton y lord y lady Ayres, soltó un gritito de entusiasmo.

– ¿Botas esquimales? ¡Se pondrán de moda este invierno!

– Siempre resulta gratificante ponerlas de moda -asintió Joanna-. Porque es el calzado más cómodo y elegante imaginable.

– Le diré a todo el mundo que las encargue -prometió lady O'Hara.

Lottie miraba a su alrededor con los ojos brillantes.

– ¡Evidentemente hoy estamos en boca de todo el mundo, Jo querida! ¡Qué sensación tan gratificante!

– No estoy tan segura de que todo el mundo lo apruebe -murmuró Joanna.

Un escalofrío le recorrió la espalda cuando recordó las proféticas palabras que le había dirigido Lottie el día anterior: «Tú disfrutas actualmente de los favores de la alta sociedad, pero yo lo que me pregunto es si podrás soportar esto. Piensa en los rumores de escándalo…».

– ¡Lady Joanna! -esa vez fue lord Ayres quien las saludó. Era un hombre delgado y seco, de eterna expresión desaprobadora-. Seguro que el rumor que he escuchado no puede ser cierto… -dijo con tono lastimero-. La pasión por los viajes es algo muy poco conveniente en una mujer.

– ¿Y en un hombre? -inquirió Joanna con tono dulce.

– Tampoco debería ser estimulado -replicó lord Ayres-, a no ser que el viajero sea un heroico explorador como lord Grant. Él sí que está debidamente equipado para hacer frente a toda clase de peligros -se estremeció-. Pero indudablemente el viaje en general es un negocio arriesgado y vulgar. Preferiría que no emprendierais ese viaje, lady Joanna. ¡Dios no permita que acabéis inaugurando una nueva moda!

– Pero vos viajáis a Brighton y a Bath cada año, milord -protestó Joanna mientras lady Ayres asentía como para reforzar la opinión de su marido.

– Brighton no es el extranjero -señaló la dama-. Fuera es mucho más difícil mantener la propia reputación.

– Las comodidades son horrendas, y la comida pésima -añadió lord Ayres con sombría satisfacción-. ¿Qué comen en el polo, por cierto? ¿Pescado?

– Encurtidos de huevos de eíder, un pato del Ártico -respondió Joanna-, o al menos eso me han dicho. Mi difunto marido sostenía que era todo un manjar.

Lady Ayres se puso tan pálida que pareció a punto de desmayarse. A duras penas consiguió Lottie reprimir la risa y mantener un rostro serio.

– Es maravilloso que allí haya patos. Podremos usar su plumón para rellenar nuestros colchones. De ese modo las comodidades no serán tan horrendas.

– Pero serán igualmente escasas e inaceptables -le recordó Joanna a su amiga mientras lord y lady Ayres se apartaban para hacer espacio a los demás curiosos que se habían acercado-. Lord Grant tenía razón, Lottie. Las detestaremos. No tendremos agua caliente, ni comida apropiada. Y nos congelaremos hasta que los dedos se nos caigan de las manos.

– ¡Qué excitante! -Lottie parecía excitada ante la perspectiva de aquella aventura, por muy helada que fuera-. ¡Tendrás que pedirle al maravilloso capitán Purchase que te mantenga en calor, mientras yo hago lo propio con el adorable primo de lord Grant! O quizá yo también se lo pida al capitán Purchase -añadió, pensativa-. Todavía no he decidido a cuál de los dos otorgaré mis favores.

La multitud de curiosos parecía haber aumentado mientras hablaban, y en aquel momento la presión de jinetes y carruajes era tanta que los caballos del landó corrieron peligro de asustarse. Joanna sintió que se le encogía el corazón cuando vio a John Hagan abrirse camino entre el gentío. Había esperado que, después de haberla visto con Alex, hubiera cesado en prodigarle sus indeseadas atenciones, pero al parecer era más tenaz de lo que imaginaba. Como primo de David Ware, contaba con la espuria excusa de preocuparse por su bienestar, pero Joanna sabía que eso no era más que eso: una excusa. Sólo después de que ella hubiera enviudado, sus untuosas atenciones habían incluido una propuesta de matrimonio, en lugar de un mero affaire.

– Hoy el Ring está más atascado que Bond Street -comentó Hagan con tono desagradable, aferrándose al landó de Lottie-. Querida prima -se dirigió melodramáticamente a Joanna-, ¿qué es ese nuevo escándalo que he oído? ¿Vais a viajar al Polo Norte? ¡No puede ser! En tanto que mujer, sois demasiado delicada para emprender ese viaje. Y yo, como cabeza de la familia, simplemente no puedo permitirlo.

– Os equivocáis, Hagan.

Joanna giró rápidamente la cabeza al escuchar la voz de Alex Grant. Un brillo travieso brillaba en sus ojos.

– Además -añadió-, me tendrá a mí para que la proteja durante el viaje -le hizo una reverencia-. A sus pies, lady Joanna.

– Lord Grant -Joanna inclinó la cabeza con helado desdén, mientras él acercaba su montura al carruaje. Montaba divinamente: parecía como si hubiera nacido a lomos de un caballo-. Me temo que me he perdido la parte de nuestra conversación en la que acepté que me acompañarais a Spitsbergen -comentó, sarcástica-. Recordádmela.

– ¡Oh, pero no podéis rechazar la generosa oferta de lord Grant de asistiros en tan difícil tesitura! -intervino lady O'Hara-. ¡Sé por labios de lord Barrow, que lo escuchó del propio Charles Yorke, que lord Grant suplicó al almirantazgo que le permitiera ofrecerse a vos como protector! -lanzó a Alex una aduladora sonrisa-. ¡Todo un héroe! ¡Tan bueno! ¡Tan noble!

– ¿Perdón, madame? -Joanna se quedó mirando a lady O'Hara con expresión confusa-. ¿Que lord Grant hizo qué?

– Suplicó a la junta del almirantazgo que volvieran a mandarlo al Ártico -terció otra dama-. ¡Yo también lo he oído! ¿No es cierto, lord Grant? ¡Lord Yorke dijo que os mostrasteis tan conmovido por la apurada situación de lady Joanna que urgisteis a la junta a que apoyara vuestra causa! -juntó las manos-. Yo estoy de acuerdo con lady O'Hara, milord… ¡Vuestra nobleza es digna de admiración!

Se alzó un murmullo de aprobación, salpicado por un par de «bravos» soltados por algún que otro caballero. Joanna miraba a Alex con creciente incredulidad.

– No sé si lo comprendo bien. ¿Es posible que hayáis ignorado expresamente mis deseos, milord?

– Sí que lo he hecho, sí -admitió Alex-. Me temo que os he ganado por la mano, lady Joanna.

– ¡Pero qué gran hipócrita sois, lord Grant! -exclamó Joanna, furiosa, mirando a la multitud de admiradores que habían seguido a Alex al Ring-. ¡Así que fuisteis vos quien difundió los términos del testamento de David! Fingís desinteresaros por la fama y la adoración del público… ¡y utilizáis luego a un amigo muerto y a una niña inocente para inflar vuestra reputación y frustrar al mismo tiempo mis planes! -se dio cuenta de que estaba temblando de rabia, por la enormidad de su engaño-. Sabíais que yo no quería que me acompañarais en este viaje. ¡No pude habéroslo dejado más claro! Os aseguro que creía conocer cada truco que un vanidoso aventurero podía concebir para agrandar su fama… ¡pero éste los supera a todos!

Alex también había montado en cólera.

– No fue así… -empezó, pero en ese momento un grupo de excitados admiradores reclamó su atención, suplicándole que les hablara de su último viaje.

– Lottie -dijo Joanna, aprovechándose de que Alex estaba distraído y se había vuelto para hablar con los jóvenes-, por favor, dile al cochero que avance. Quiero irme a casa ahora mismo.

Lottie, que había estado concentrada hablando con John Hagan, esbozó una mueca de disgusto.

– Pero, Jo querida… ¡todo el mundo está hablando de nosotras! ¡No vayas a estropearme la diversión!