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– ¡Esto es demasiado! -exclamó-. ¡Mirad! -acercó la hoja a la nariz de Joanna, de modo que no le dejó otro remedio-. ¡Habéis convertido el apellido de la familia en el hazmerreír de todo el mundo, madame, y esto tiene que terminar!

Joanna despachó a su doncella, que se retiró a toda velocidad.

– ¿Qué puede ser tan importante como para que irrumpáis aquí con tan escasa cortesía? ¡Vuestra conducta es sorprendente, señor!

– ¿Que mi conducta es sorprendente? -le espetó Hagan-. ¿Vos me habláis de conducta cuando vuestra imagen aparece en los panfletos más escandalosos de esta ciudad como la mujerzuela de un burdel? -blandió de nuevo la hoja.

Joanna le quitó tranquilamente el papel de las manos y lo alisó sobre la mesa del tocador. Ciertamente era aquélla una de las más escandalosas hojas de chismes que se publicaban en la capital. En la caricatura de portada figuraba Alex sentado a horcajadas sobre un globo terráqueo, con una bandera en una mano y una espada en la otra, al estilo de la famosa escultura de hielo del baile de Lottie. Joanna se preguntó por un momento si el dibujante habría estado presente en la fiesta. Alex parecía severo y distante, un aventurero escrutando el lejano horizonte. A sus pies correteaban varias figurillas vestidas con uniformes de marina: pudo reconocer el redondeado rostro de Charles Yorke y la pronunciada barbilla de su hermano, con su eterna expresión envidiosa. Había una tribuna compuesta por entusiastas admiradores que incluían al Príncipe Regente y sus hermanos, cierto número de boxeadores y jóvenes de la nobleza. Y allí estaba ella, toda desmelenada y con la ropa descompuesta, aferrada a una pierna de Alex y suplicándole que la llevara en sus viajes. Era una caricatura lograda, ingeniosa y muy cruel.

– Oh, Dios mío… -se llevó una mano a la boca.

– Precisamente -dijo Hagan, balanceándose sobre sus talones, con las manos detrás de la espalda y luciendo su favorita expresión de engreída superioridad moral.

– Es muy divertida -se atrevió a comentar Joanna.

– ¿Cómo podéis decir eso? Vos parecéis una meretriz.

– Al Príncipe Regente lo han pintado como un tentetieso. Y lord Yorke es un gnomo. Creo que, en comparación, he salido relativamente bien librada.

Hagan la miró con expresión desdeñosa.

– No me sorprende que digáis eso: forma parte de vuestro comportamiento. Os burláis de mí y de la memoria de vuestro difunto marido, y todavía lo consideráis divertido -le quitó el papel de las manos-. Pero esta veleidosa vida vuestra ha acabado, madame. Iréis a Maybole.

– ¿Perdón? -inquirió sorprendida.

– Una estancia en el campo es justo lo que necesitáis. Os retiraréis de la capital.

El corazón de Joanna empezó a latir a toda velocidad.

– Iré al Ártico y recogeré a la hija de mi difunto marido -declaró, categórica-. No tenéis jurisdicción sobre mi comportamiento, primo John. Lamento no hacer lo que me pedís, pero el bienestar de Nina es ahora mi prioridad.

Hagan enrojeció todavía más.

– No os comportáis como debería hacerlo una respetable dama. Es una vergüenza. Cesaréis en ese ridículo plan de ir al Polo Norte a rescatar a la hija bastarda de Ware. No la adoptaréis -la agarró con fuerza de la muñeca-. Si persistís en vuestros propósitos, madame, no me quedará otra opción que desentenderme de vos. No tendréis casa a la que volver. Y me aseguraré de que nadie os hospede en Londres, y mucho menos que os contrate.

La soltó con una exclamación de disgusto para alejarse varios pasos de ella. El aparatoso traje de gala que llevaba le daba un aspecto jorobado, casi maligno.

Joanna cerró los puños, clavándose las uñas en las palmas. Intentó tranquilizarse, se esforzó por encontrar una manera de salir de aquel embrollo. Hagan estaba obsesionado con las formas y las apariencias. Hasta que Alex Grant llegó a Londres, hasta que la carta de David se hizo pública, se había mostrado más o menos conforme con la forma de vida de su prima. De hecho, la había contemplado como una especie de adorno del apellido Ware con su estilo y elegancia, con la popularidad de que disfrutaba en los ambientes de la capital.

Joanna estaba segura de que ésa era la razón que le había llevado en primer lugar a proponerle matrimonio. No era hombre que se dejara arrastrar por las pasiones. Había visto a la elegante viuda de David Ware y había pensado que podría constituir un buen ornamento para su hogar. Ya había enterrado a dos esposas y tenía un heredero; ahora poseía Maybole y quería una elegante anfitriona que adornara su nueva propiedad.

Todo eso había cambiado de golpe, por supuesto. Joanna sabía que no recibiría más propuestas de matrimonio de John Hagan, no ahora que había demostrado ser una molestia antes que un adorno. Intentaría doblegarla, y si se negaba, la desposeería.

– ¡Primo John, por favor! Sabéis que no tengo adónde ir, y que Merryn depende de esta casa tanto como yo, así como Nina, una vez que la hayamos traído de Spitsbergen. Dependemos de vuestra caridad.

Hagan se volvió. La expresión de su rostro era una mezcla de cálculo y lascivia: a Joanna le dio un vuelco el estómago. Debería haber previsto, pensó amargamente, que no tenía sentido alguno apelar a una naturaleza bondadosa que no poseía.

– Quizá -pronunció lentamente, con un tono untuoso- podamos llegar a un acuerdo sobre la niña… y sobre vuestro hogar.

– Un acuerdo -repitió Joanna.

Se sintió enferma. No necesitaba preguntarle por la clase de acuerdo que tenía en mente: podía verlo en sus ojos. Se le había acercado por detrás y estaba jugueteando con los broches de su bata. Estaba desesperada. Podía sentir su aliento caliente y acelerado en la nuca. Pensó en David, y en la fría crueldad con que la había poseído.

– Primo John… -empezó.

– Querida…

– Realmente no deseo…

– No deseáis perder vuestro hogar, ¿verdad? -murmuró Hagan-. O ser desposeída. Porque lo seréis, querida, si no tenéis el buen sentido de complacerme.

Se quedó paralizada. Si lo rechazaba, perdería su hogar y su lugar en la capital. Se vería repudiada, no tendría dinero ni medios de conseguirlo. La mayoría de los parientes de David estaban muertos: por ahí no encontraría ayuda alguna. Y en cuanto a los miembros de su propia familia, eran tan pobres como ella. Lottie podría acogerla a ella y a Merryn si Hagan las echaba, pero con Nina estaría ya menos dispuesta a hacer lo mismo.

Mientras tanto, Hagan había deslizado una mano dentro del escote de su bata y sus sudorosos dedos rozaban en aquel momento un pezón con repugnante intimidad. Joanna sintió su húmeda boca en un lado del cuello. Cerró los ojos con fuerza mientras él terminaba de abrirle la prenda.

Estaba haciendo aquello, se recordó desesperada, no solamente para salvar a Nina, sino para que tuviera un hogar y para defenderla de aquéllos que durante el resto de su vida la señalarían como una bastarda. El instinto maternal se despertaba nuevamente en su interior. Tenía que reclamar y proteger a toda costa a su hija. David ya había abandonado una vez a Nina; ella no podría hacer lo mismo.

Y, sin embargo, el precio era demasiado alto. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. ¿Qué garantía tenía en todo caso de que Hagan cumpliría su parte del trato, una vez que la hubiera poseído? Y si se negaba, ¿acaso no podría forzarla, como había hecho el mismo David? El pensamiento la dejó paralizada. Le flaqueaban las rodillas solamente de pensar en la crueldad de David.

Hagan la estaba ya empujando hacia la cama. En un intento por abstraerse de las sensaciones de su propio cuerpo, Joanna concentró la mirada en la espléndida seda oriental de la colcha. La seda de origen chino era un trabajo de lo más delicado. Sintió una violenta punzada de tristeza. Le encantaban las cosas hermosas. No deseaba renunciar a su elegante casa, a su colección de pinturas y porcelanas, a sus envidiados criados de librea, para verse arrojada a la calle. Ni podría vivir como una institutriz o una criada. De repente se vio asaltada por un estremecimiento de una clase muy distinta. Por supuesto, nunca podría ser una institutriz, ni una criada. Carecía de formación intelectual y tampoco quería hacer un trabajo manual para vivir. Sabía que era una frivolidad por su parte, pero al menos era sincera consigo misma.