– Bueno, si se lo planteo a lord Grant como una cuestión de negocios, tal vez resulte. Me ocuparé de todos los aspectos de la crianza de Nina, y quizá también de acoger a su joven prima bajo mi ala cuando baje a Londres, a cambio de que él se libere de cualquier obligación familiar…
– Sigue sin parecerme precisamente un matrimonio ideal -protestó Merryn.
Joanna se echó a reír.
– Una mujer, cuanto menos vea a su marido, mejor. Ése es para mí el matrimonio ideal.
– Supongo -dijo Merryn, dubitativa- que lord Grant podría dejarse persuadir. Él no es un hombre rico, pero nosotras podríamos vivir modestamente, tal vez en algún pequeño pueblo… -se interrumpió-. Aunque entiendo que eso a ti no te gustaría -terminó, triste.
– Lo odiaría -le confesó francamente Joanna-. Ya sabes que detesto el campo. Lo encuentro insulso y sucio.
Recordó por un momento las largas y monótonas horas que había pasado en la vicaría rural de su tío, medidas únicamente por el péndulo del reloj del salón. Aquel mortal aburrimiento había sido una de las razones por las que prácticamente se había arrojado a los brazos de David Ware, cuando lo conoció en una reunión local. Le había parecido tan gallardo y tan lleno de vida en comparación con su apagada existencia… Y, por supuesto, lo había sido, pero también se había comportado como un auténtico bellaco, de manera que Joanna había terminado cometiendo un terrible error.
Pero no se permitiría seguir pensando en el desastre de su primer matrimonio. Esa vez mantendría los ojos bien abiertos, y se casaría con Alex para asegurarse todas aquellas cosas que eran importantes para ella.
– El campo no es tan malo -estaba diciendo Merryn-. Es mucho más acogedor que Londres. Recuerdo que tenía lugares para jugar y tranquilos rincones para retirarse a leer.
– A veces -sonrió Joanna- tengo la impresión de que crecimos en lugares por completo diferentes.
– Claro. Tú no leías.
– No. Siempre lo encontré aburrido.
– Ni hacías excursiones.
– Por miedo a estropearme la ropa.
– Por eso no es sorprendente que prefieras Londres, donde puedes estar entretenida todo el tiempo -terminó Merryn. Miró el reloj de pared y se levantó.
– ¿Vas a salir esta noche?
Por un fugaz segundo su hermana pareció sospechosamente culpable, pero al final negó con la cabeza.
– Son ya las diez, Jo. Sabes que sigo viviendo según el horario del campo. No, me voy a la cama.
– Que pases una buena noche, entonces -la besó en las mejillas-. ¿Podrías pedirle por favor a Drury que suba? Necesito que me ayude a vestirme.
Merryn cerró la puerta a su espalda y Joanna se quedó sentada por un momento contemplando su imagen en el espejo. ¿Realmente iba a hacer aquello? Esa noche, en el club de boxeadores, le había asegurado a Alex que ella velaba por su propia reputación: eso debía de ser cierto, porque en caso contrario no estaría en aquel momento sufriendo y preocupándose por la licitud de sus acciones. Aquello no sería más que un trato fruto de su propia elección, decidida como estaba a conseguir las cosas que más quería. Y la experiencia no sería comparable a la cruel y brutal posesión de David. Cerró los ojos por un momento: mejor no pensar en David, sobre todo cuando estaba planeando seducir a su mejor amigo.
Se acercó al armario y empezó a revisar sus vestidos. El rojo de seda era demasiado escandaloso. El bordado en oro era demasiado formal. El de terciopelo violeta estaba demasiado visto.
Una hora después, ataviada con su vestido más favorecedor, de gasa color plata, pensó que parecía totalmente una sofisticada matrona de la alta sociedad. A la luz, las diversas tonalidades adquirían un brillo opalescente. Era un vestido de seductora, un disfraz. Se esforzó por dejar que le transmitiera confianza, por convertirse realmente en la dama que la miraba desde el espejo. Pero le resultaba sorprendentemente difícil. Se sentía aterrada. Por primera vez en su vida, deseó ser como Lottie, respaldada por su experiencia con decenas de amantes.
La verdad era que no sabía muy bien cómo tenía que seducir a Alex, aunque… ¿tan difícil podría ser? Recogió su chal de gasa y se lo echó sobre los hombros. El carruaje esperaba fuera. Ya no podía echarse atrás.
Lottie estaba dibujando. El dibujo no figuraba entre sus numerosos dones femeninos y, como resultado, el mapa le había salido llamativamente torcido. John Hagan, que lo contemplaba por encima de su hombro, no parecía muy impresionado. Ajustó las velas para que proyectaran más luz sobre el escritorio.
– ¿Estáis segura de que era así? -inquirió.
Lottie se encogió ligeramente de hombros.
– Casi. Recuerdo que había una larga península y el tesoro estaba enterrado cerca de la playa y se llamaba… -se interrumpió. No conseguía recordar el nombre del lugar que había visto en el mapa de Spitsbergen dibujado por David Ware.
– Tendréis que volver a echarle otro vistazo -dijo Hagan-. No pienso perder el tiempo en un viaje semejante sin saber al menos el nombre del lugar.
Lottie soltó un exagerado suspiro.
– Querido, por mucho que disfrute corrompiendo a James Devlin, me temo que sospechará si me descubre más interesada por el mapa del tesoro que le entregó su primo… que por su falo.
Se hizo un silencio. Lottie vio que Hagan enrojecía rabiosamente, y adivinó que en aquel momento se la estaba imaginando cometiendo una flagrante inmoralidad con Devlin, y no pensando en el oculto tesoro de David Ware. «¡Hombres!», exclamó para sus adentros. Todos eran iguales, sólo pensaban en lo mismo. Sabía que, a la menor insinuación por su parte, Hagan acabaría poseyéndola encima de aquel mismo escritorio. Pero no tenía intención de darle esa oportunidad: tenía sus criterios de selección. Además, Hagan estaba particularmente poco atractivo aquella noche, con aquel enorme chichón en la frente y el corte debajo del ojo. Le había preguntado por lo que le había sucedido, y él se había negado a contestar.
– Estoy seguro -pronunció Hagan, aclarándose la garganta- de que encontraréis alguna manera de distraer la atención del señor Devlin. Parecéis una criatura de lo más… imaginativa -subrayó la última palabra.
Lottie esbozó una sonrisa felina y se inclinó hacia delante para que él pudiera admirar el generoso escote de su vestido.
– Eso os costará, querido -le advirtió-. Si consigo más información, esperaré una parte mayor de ese maravilloso tesoro.
– Sois avariciosa, madame -repuso Hagan, contemplando su escote con arrobada expresión-. Y sin embargo, dudo que tengáis necesidad de dinero.
– No -admitió Lottie, apurando su brandy sin molestarse en ofrecerle otra copa-, pero considero justo que me paguéis debidamente la ayuda que os estoy prestando, querido. Después de todo, Joanna es mi mejor amiga y estoy siendo un poquito desleal con ella al asistiros en todo este asunto, ¿o no?
– Me parece a mí que no estáis encontrando todo este proceso demasiado oneroso, madame -gruñó Hagan.
– Oh, Devlin es un amante muy bien dotado -dijo Lottie con aire risueño y despreocupado-, pero es un joven, ya lo sabéis. Temo que sus demandas sexuales puedan dejarme exhausta -soltó un profundo suspiro-. Necesito tener… la seguridad de que mis esfuerzos merecen la pena -batió las pestañas con coquetería-. El señor Cummings se niega a comprarme esa maravillosa pulsera de diamantes que lady Peters se vio obligada a subastar para pagar sus deudas de juego. Dice que ya tengo demasiados diamantes. ¡Como si una mujer pudiera tener demasiados diamantes! Así que ya veis…