Alex reflexionó sobre ello. Por un lado le parecía una solución obvia a todas sus dificultades. Proporcionando a Joanna un apellido y un hogar, no solamente la protegería de Hagan y de la censura social, sino que también se aseguraría de que Nina estuviera bien cuidada y mantenida. Ejercería además un mayor control sobre el futuro de la niña que si se retiraba y la dejaba en manos de Joanna, limitándose a sufragar sus gastos. Al mismo tiempo, cumpliría con su deber. Joanna proporcionaría a Nina los cuidados y el cariño que tanto necesitaba, y a la vez podría acoger a Chessie bajo su ala. Y lo mejor de todo era que él quedaría libre para ir a donde le pluguiera, para perseguir sus sueños hasta los confines del mundo, si así lo deseaba. Le parecía un arreglo ideal. Ciertamente él no había buscado mayores responsabilidades, habría preferido no tener ninguna, pero ya tenía a Chessie y bajo ningún concepto habría abandonado a Nina. No podía. Su honor lo obligaba.
Pero entonces, en el fondo de su mente, resonó la voz de Devlin y el pensamiento que no había dejado de acosarlo desde que regresó a Londres. «Balvenie necesita un heredero…».
Había estado ignorando aquella voz, aquella necesidad, porque su lacerante culpabilidad por la muerte de Amelia no le permitiría por nada del mundo buscarle una sustituta.
Miró a Joanna. Estaba muy pálida: su rostro parecía esculpido en mármol. Recordó las palabras del codicilo de David Ware, las frases que habían revelado con toda claridad el deseo de maternidad de Joanna. Su decisión de reclamar a Nina y acogerla como hija había nacido de un impulso profundo y poderoso, casi desesperado. Pero… ¿existiría alguna razón por la que Joanna no podía ser madre, tener un hijo propio? Era cierto que en nueve años de matrimonio no le había dado a Ware un heredero, aunque quizá eso se debiera a una mera cuestión de suerte, de azar. Ella creía que tenía muy poco que ofrecerle, pero se equivocaba de medio a medio.
Un heredero para Balvenie. Ésa sería otra responsabilidad a la que daría satisfacción. El arreglo sería perfecto. Se casaría con Joanna por unas razones aparentemente tan pragmáticas como las de ella. Porque la deseaba, sí, pero nunca la amaría y no traicionaría a Amelia de manera alguna. No buscaría reemplazarla.
Joanna se encontró con su mirada, y Alex descubrió sorprendido que seguía tan nerviosa como antes.
– Tienes miedo -le espetó, fijándose en el temblor de sus dedos y en la manera que tenía de juntar las manos para disimularlo.
– ¡Por supuesto que tengo miedo! Juré que nunca volvería a casarme. No es ningún secreto que mi matrimonio con David fue desgraciado. ¡Y no deseo que otro aventurero vuelva a desfilar por mi vida, prometiéndomelo todo para luego marcharse dejándome sin nada! -parecía desesperada.
– Al menos esta vez ambos conoceríamos perfectamente los términos de nuestro acuerdo antes de comprometernos -declaró él con tono áspero.
Era la primera vez que Joanna le había hablado de su distanciamiento con Ware, y Alex sabía que lo había hecho inconscientemente, bajo presión.
– Sí -suspiró ella-. Ya no soy tan joven e ingenua como cuando me casé con David. Así que no te pido nada más que un apellido y un hogar -se irguió-. ¿Qué dices?
– No. No quiero como esposa a una niñera con pretensiones.
Joanna alzó la barbilla.
– Tengo entendido que las niñeras son más baratas que las esposas.
– Quizá -la agarró por los hombros y sintió el calor de su piel a través de la seda de su vestido. Su deseo por ella hervía como una caldera a punto de estallar-. No quiero un matrimonio puramente nominal -añadió, pensando en Balvenie y en su necesidad de tener un heredero-. Has venido aquí a seducirme, así que hazlo.
Joanna se quedó repentinamente sin aliento. Las intenciones, pensó, incluso las malas, estaban bien en la teoría, pero la práctica… Escrutó su rostro, de expresión tan severa, tan sombría. ¿Seducirlo? Lo creía imposible viéndolo tan distante, tan inalcanzable. De hecho, ya antes le había parecido imposible, una pura locura imaginarse que podría llegar a hacerlo. Su confianza en sí misma siempre había sido de lo más pobre, parapetada detrás de la tentadora fachada de aquel vestido plateado.
– ¿Me estás diciendo que no te casarás conmigo a no ser que te seduzca? -inquirió, entre incrédula y ofendida-. ¡Eres todavía menos caballero de lo que pensaba!
Vio que se echaba a reír, y lo maldijo entre dientes.
– Si tuvieras más experiencia, sabrías que muy pocos hombres se comportan como caballeros en ocasiones como ésta. Algunos serían capaces de hacerlo, quizá. Yo soy lo suficientemente sincero como para reconocer que no soy uno de ellos -la miraba fijamente. Y con una expresión que le hacía sentirse cada vez más excitada-. Me hiciste una original sugerencia, si mal no recuerdo. Y sí, tienes razón. No me casaré contigo a no ser que me seduzcas. Sellemos el trato.
– ¿Que sellemos el trato? -Joanna arrugó la nariz-. Qué expresión tan sumamente vulgar.
Dio un paso hacia ella.
– No quiero malentendidos en nuestro matrimonio, Joanna. Si nos casamos, no será solamente de manera nominal. Te deseo, y nunca me casaría contigo para aceptar luego que le otorgaras a otro el placer que a mí me niegas.
Joanna reconocía al menos cierta honestidad en sus palabras. Recordó la absoluta incapacidad de David para serle fiel, y se sintió de pronto, curiosamente, deseada y apreciada. Por lo demás, él tenía razón, por supuesto: la idea había sido suya, aunque tuviera la sensación de que había transcurrido una eternidad desde entonces. En aquel momento le parecía imposible a la vez que extrañamente fascinante.
– Placer -susurró, incapaz de evitar un leve estremecimiento de expectación.
– Sí -de nuevo una perversa sonrisa iluminó sus ojos grises. Ladeó la cabeza-. ¿Tengo que entender que no estás acostumbrada a ello?
No lo estaba, por supuesto. David Ware no se había preocupado de más placer que del suyo propio. Poco espacio había quedado en su universo para nadie que no fuera él mismo.
– Yo… -no tenía manera alguna de hablar de tales cosas sin mencionar a David, y en ese momento tampoco tenía ninguna gana de hablar con él.
– Para ser una aspirante a seductora, te veo extrañamente reticente.
Como seductora, era un desastre. Lo sabía perfectamente: no necesitaba que él se lo recordara. Como sabía también que no podría seguir adelante con aquella humillante prueba. Era, sólo ahora se daba cuenta de ello, la natural conclusión del terrible y peligroso juego al que habían estado jugando, desconfiando simultáneamente el uno del otro, provocándose mutuamente y enredándose al mismo tiempo en aquella extraña y poderosa atracción que no parecía disminuir.
Hasta que Alex le había lanzado su último desafío, y ella se había revelado demasiado débil para aceptarlo. Intentó imaginar el futuro que la esperaba sin hogar y sin dinero. Por unos estremecedores segundos, se quedó completamente en blanco: no fue capaz de convocar con la imaginación ni una sola imagen de lo que sería una existencia semejante. Pero la alternativa estaba justo delante de ella, y la asustaba.
– Nunca puedes abstenerte de criticarme, ¿verdad? He cambiado de idea. No acepto el acuerdo.
Soltando un gruñido exasperado, Alex hundió de pronto una mano en su pelo, la acercó hacia sí y la besó. En el preciso instante en que se fundieron sus labios, el deseo se apoderó de ella, más intenso y ardiente que nunca. Obligándose a apartarse para no ahogarse en él, abrió los ojos.
– No besaré a un hombre que huele a brandy, gracias.
– Vaya -sonrió-. No es cualquier brandy: es el mejor brandy del Príncipe Regente -se la quedó mirando con expresión sombría, concentrada-. La decisión es tuya. O esto… o nada.
Joanna se echó a temblar.