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– Antes tendré que despacharos de mi cama -le dijo Joanna con tono mordaz-, dado que habéis anunciado a todo el mundo que la ocupáis.

Una vez más, Alex le lanzó aquella desconcertante e inesperada sonrisa. Era la mirada de un adversario, que no de un admirador.

– Imagino que lo disfrutaréis.

– Desde luego que sí.

– ¿Cómo pensáis hacerlo?

Joanna ladeó entonces la cabeza y se lo quedó mirando con expresión pensativa.

– No lo sé muy bien todavía. Pero podéis estar seguro de que será algo público y humillante. Y probablemente vos seréis el último en enteraros. Es lo menos que os merecéis por haberme ofendido de esta manera.

– Mereció la pena -comentó él, profundizando su sonrisa.

Joanna apretó los dientes. Era conocida por su frialdad glacial, y ciertamente no iba a dejar que eso cambiara por culpa de aquel hombre. Sabía que Alex sólo había proclamado ser su amante para castigarla por haber intentado manipularlo. Lo mejor que podía hacer era no enzarzarse en discusiones con él. Le tendió la mano.

– Bien, lord Grant. Os agradezco la visita y os deseo buena suerte en vuestros futuros viajes.

Él volvió a tomarle la mano. Probablemente había sido un error ofrecérsela, porque sólo su contacto, transmitiéndose a través de sus nervios, le hizo temblar de pies a cabeza. Durante un enloquecedor instante temió que fuera a besarla de nuevo, y el corazón empezó a latirle desbocado. Pudo sentir casi el seductor calor de sus labios contra los suyos, respirar el aroma de su cuerpo, saborearlo…

– Me habéis despachado con buen juicio, lady Joanna -le dijo él, sin soltarle la mano-. Pero si alguna vez volvéis a requerir un amante…

– No temáis, que no os llamaré a vos. Los héroes no son de mi gusto.

Lo último que quería era otro héroe, reflexionó fríamente. Había creído encontrar uno en David. Lo había idolatrado. Y todo para acabar descubriendo que era un canalla. Un ídolo con pies… y también otras partes… de barro.

Alex le sonrió. Cálida, íntima, su sonrisa la aturdió. De repente le resultó imposible respirar, hasta que él le soltó la mano.

– Entonces os deseo que paséis un buen día.

Le había hecho una reverencia y se había retirado antes de que ella pudiera recuperarse lo suficiente como para llamar al mayordomo y pedirle que lo acompañara hasta la puerta. Incluso después de que la puerta se hubo cerrado a su espalda, Joanna tuvo la sensación de que el aire de la biblioteca seguía ardiendo por la intensidad de su presencia.

Se sentó entonces en la alfombra y se abrazó a Max, que aceptó el abrazo con un tolerante suspiro. «No quiero otro héroe», pensó. «Sería una estúpida si volviera a casarme». Por un instante el dolor amenazó con asaltarla, pero estaba tan acostumbrada a ignorarlo que desapareció en un santiamén, dejando detrás únicamente el habitual vacío. Apoyó la barbilla sobre el lacito de Max, reconfortada por el calor de su cuerpecillo.

– Saldremos a comprar, Max. Como siempre.

Compras, bailes, fiestas, salidas a montar en el parque. La monótona repetición de todas aquellas actividades conseguía devolverle la seguridad. Como siempre.

Mientras doblaba la esquina de Half Moon Street y Curzon Street, Alex seguía pensando en la encantadora viuda de David Ware. No era de extrañar que fueran tan numerosos los hombres que llamaran a su puerta. Era una mujer impresionante y espectacular con una fría confianza en sí misma que escondía una pasión interna: una pasión lo suficientemente intensa como para incendiar los sentimientos de un hombre. Era como el máximo trofeo al que podía aspirar a conquistar cualquier varón. ¿Quién no habría deseado tener a semejante mujer adornando su hogar y calentando su lecho?

Alex imaginaba que él debía de ser el único hombre en todo Londres al que desagradaba lady Joanna Ware, y que además no albergaba deseo alguno por poseerla. Recordaba bien las últimas y amargas palabras que pronunció Ware sobre su mujer mientras yacía en su lecho de muerte, con su cuerpo devorado por la fiebre, pálido como la cera y lívido de dolor.

– No necesito pedirte que cuides de Joanna… Ella siempre ha sido perfectamente capaz de cuidar de sí misma…

Ahora lo entendía mejor. Joanna Ware poseía una dura y fría autosuficiencia que distaba mucho de atraer a aquellos hombres que gustaban de mujeres dóciles y obedientes. Y sin embargo también había percibido una cierta vulnerabilidad acechando detrás de aquella fortaleza. La había visto en sus ojos cuando ella intentó manipularlo para defenderse de John Hagan. O quizás simplemente fueran imaginaciones suyas: probablemente se había dejado engañar. Lady Joanna era sin duda una mujer manipuladora que utilizaba a los hombres en su beneficio. Ciertamente había intentado utilizarlo a él, y al final había salido escaldada.

El amante de lady Joanna… Se tensó de sólo pensarlo. Nunca se había tenido por un hombre imaginativo, pero acababa de descubrir que no era cierto. Porque podía imaginarse perfectamente a sí mismo acostándose con Joanna Ware, despojándola de aquel tentador vestido rojo cereza para exponer su blanquísima piel a su mirada y a la caricia de sus labios, hundiéndose en ella para volar juntos hacia cotas de intolerables placeres…

Estuvo a punto de chocar contra una farola mientras lo pensaba. Su cuerpo entero se constreñía con una necesidad que jamás antes había experimentado. Una necesidad que nunca podría permitirse satisfacer. Joanna Ware estaba fuera de su alcance: ni siquiera le gustaba. Y él era un hombre que mantenía un férreo control sobre sus necesidades físicas, porque emocionales no tenía. Así había sido desde que murió Amelia, una situación que no tenía intención alguna de cambiar.

Instintivamente apresuró el paso, aún consciente de que nunca podría escapar a los recuerdos o a la culpabilidad que envolvían la muerte de su esposa. Nunca había podido escapar a aquellos fantasmas. Y en aquel momento, por alguna razón, tampoco podía escapar a las últimas palabras de David Ware:

– Joanna… que el diablo se la lleve.

¿Qué podía haber hecho para que Ware le tuviera una aversión tan grande? No, la palabra «aversión» no alcanzaba a describir aquella ponzoña, aquel odio… Alex se encogió de hombros, decidido a ahuyentar aquellos pensamientos. Había cumplido con su deber. Había visitado a la nada doliente viuda, como también había entregado al abogado de Ware la carta que éste le había encomendado en su lecho de muerte. El asunto quedaba cerrado.

Se retiraría a su hotel hasta que recibiera noticias del almirantazgo sobre sus nuevas órdenes. Confiaba en que no le hicieran esperar demasiado. Al contrario que tantos oficiales que disfrutaban de sus permisos en tierra, Alex ansiaba volver a marcharse. Londres en mayo anunciaba ya la promesa del verano y no quería quedarse hasta entonces. Quizá la capital le evocara demasiados recuerdos. Quizá había pasado ya demasiado tiempo fuera de Inglaterra como para que pudiera volver a sentirse como en casa. En realidad, no tenía casa alguna. No la quería, no la había querido durante siete años… hasta que entró en la biblioteca de Joanna Ware y experimentó aquella sensación de calor y de intimidad. Pero semejantes comodidades domésticas nunca existirían para él.

– ¡Alex!

Alguien lo llamó desde el otro lado de la calle, y se volvió para ver a un alto y atractivo joven que se abría paso entre la multitud de paseantes y carruajes. Pese a su relativa juventud, desplegaba una suprema seguridad en sí mismo al tiempo que atraía las miradas de cada mujer con quien se cruzaba, fuera joven o mayor, impresionable debutante o matrona respetable. Las cabezas femeninas se volvían a su paso. Las damas se agitaban y contoneaban como un campo de amapolas bajo una guadaña, y a cambio él repartía sonrisas tan traviesas y seductoras que Alex llegó a temer que tarde o temprano alguna acabara desmayándose.