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– Alex…

La besó de nuevo, mordisqueándole suavemente el labio inferior y lamiéndoselo luego, retrayéndose y empujando con fuertes y fluidos embates. Joanna alzó las caderas para acudir a su encuentro y lo oyó gruñir mientras se hundía más profundamente en ella… hasta que de repente se detuvo.

Se sintió suspendida sobre el abismo durante unos interminables y angustiosos segundos. Acercó luego él los labios a sus senos y se concentró en chuparla, mordisquearla, atormentarla, alimentando un fuego que amenazaba con consumirla.

Lo abrazó desesperada mientras él volvía a hundirse en su interior, aún más violentamente que antes, y el placer estalló en su cabeza en una explosión de luz blanca. Lo oyó pronunciar su nombre en un ronco murmullo, el sonido más dulce que había oído en su vida, y finalmente se vertió en ella. Ambos quedaron muy quietos, íntimamente enlazados, y todo lo que pudo escuchar a partir de aquel momento fue el rumor de sus respiraciones. Sentía su duro cuerpo contra el suyo, húmedo y caliente.

En un determinado momento, él le apartó el cabello de la cara antes de besarla en los labios. Fue el beso más tierno que había recibido nunca. Sentía su cuerpo consumido por una completa satisfacción, resbalando poco a poco hacia el sueño. Sabía que debería levantarse, ir a casa, pero se sentía demasiado bien para moverse. Y el sueño la reclamó antes de que pudiera formular un solo pensamiento más.

Se despertó al cabo de unas pocas horas. Las velas se habían consumido y el aire olía a sebo. Sentía lánguido el cuerpo, lleno, saciado, y por unos instantes dejó vagar la mente, sin importarle dónde pudiera estar. Entonces lo recordó y se sentó en la cama.

Miró a Alex. Parecía más joven, casi vulnerable, tan distinta su expresión de su habitual severidad que el corazón le dio un vuelco, asaltada por una inmensa ternura. La sábana se había deslizado hasta su cintura, revelando su torso duro y musculoso. Una sombra de barba oscurecía su mentón.

Se quedó allí sentada, inmóvil, incapaz de sobreponerse a la sensación que se extendía por su pecho. No era estupor, ni vergüenza, ni ninguna otra sensación que hubiera esperado experimentar al despertarse desnuda en el lecho de un hombre al que apenas conocía desde hacía una semana. Tampoco era miedo al futuro, o arrepentimiento, o lamentación por el pasado. No sabía lo que era, pero lo sentía precisamente por Alex Grant, y eso la asustaba. La asustaba mortalmente.

No se trataba del capricho que había sentido por David Ware antes de que se casaran. Ni por un momento había sentido por Alex aquella ciega e incuestionable devoción que tan ingenua y absurdamente había profesado a su marido. Sabía lo que le diría Lottie si llegaba a enterarse. Casi podía escuchar su voz: «Lo que sientes es gratitud, cariño, porque al contrario que David… ¡Alex se ha dedicado a darte placer en la cama! Has hecho un nuevo descubrimiento…».

Lottie, estaba segura, se mostraría bromista e irreverente, y probablemente también celosa. Pero la mera gratitud, la sorpresa del descubrimiento, no definían del todo unos sentimientos que prefería no examinar demasiado de cerca, al menos por el momento.

Intentó levantarse sigilosamente de la cama. Su ropa estaba regada por el suelo. Aquel vestido plateado ya nunca volvería a ser el mismo, pero si conseguía recoger todos los botones de perla, quizá madame Ermine pudiera salvar aquel estropicio. Tendría que inventarse alguna excusa, por supuesto, que explicara los rotos y descosidos…

Pero Alex la había sentido moverse y estiró perezosamente un brazo para atraerla nuevamente hacia sí. Joanna experimentó una punzada de pánico. Forcejeó un poco, pero él la sujetó con firmeza.

– ¿Y bien? -inquirió.

Su tono era divertido, dulce y cálido a la vez. Joanna se vio presa de un extraño anhelo: como si anhelara aquella intimidad y supiera al mismo tiempo que era ilusoria.

– ¿Hacemos el trato?

– No lo sé -repuso, sincera-. No estoy segura…

– Yo creo que sí -sonrió él-. Me casaré contigo y te daré, a ti y a Nina, la protección de mi apellido. A cambio, tú formarás un hogar para ella así como para Merryn y Chessie, si quieres. Y… -deslizó la mano por su vientre, provocándole un estremecimiento de excitación- me darás también un heredero para Balvenie.

Por un instante, Joanna pensó que había escuchado mal. Luego se quedó completamente inmóvil dentro del círculo de sus brazos. Recordó las palabras de Devlin en el baile de Lottie, cuando le mencionó que las propiedades escocesas de Alex carecían de un heredero. En todos sus planes y cálculos, había pasado por alto aquel detalle. La incredulidad dio rápidamente paso a la más absoluta desesperación.

Alex le estaba pidiendo la única cosa que ella no podía darle.

No pudo por menos que maravillarse de la ironía de la situación. Le estaba pidiendo algo que casi cualquier mujer de su edad podía darle… y sin embargo ella era incapaz.

Alex no lo sabía. Sabía que David y ella habían discutido mucho, y que él había acabado odiándola. Sabía también que no habían tenido hijos, pero lo que no sabía era que ésa había sido precisamente la razón de su distanciamiento. Había estado a punto de decírselo aquella primera noche en el baile, cuando él le preguntó por lo que había hecho para incurrir en el odio de su marido.

«En cinco años de matrimonio fui incapaz de darle el heredero que tanto deseaba, así que me pegó hasta asegurarse de que nunca jamás podría tener un hijo». Pero eso no llegó a decírselo a Alex. Seguía siendo su secreto.

– No habías mencionado antes lo del heredero.

Su voz sonó tensa, y las manos de Alex, que la habían estado acariciando de la manera más dulce del mundo, se detuvieron en su piel por un instante.

– ¿Ah, no? -parecía sinceramente sorprendido-. Pero tú quieres tener hijos, ¿verdad?

– Yo… -abrió la boca con intención de decirle la verdad. Pero luego pensó en Nina, la única hija que tenía alguna esperanza de reclamar como tal, y la desesperación se cerró en su pecho con dolorosa crueldad.

Si consentía en los términos de Alex, le estaría negando deliberadamente la posibilidad de tener el heredero que tanto ansiaba. Lo engañaría, lo estafaría, le mentiría con tal de satisfacer sus propias necesidades y las de la hija de su marido. Pero la feroz necesidad maternal que ardía en ella era tan poderosa que sofocó cualquier otro sentimiento.

– Por supuesto -dijo-. Siempre he querido tener hijos -su voz sonó áspera a sus propios oídos, ronca de traición, si bien no había formulado más que la pura verdad-. Aunque nadie puede garantizarnos un heredero -añadió-. Eso siempre está en manos de Dios.

«Alex no lo sabrá nunca…», se recordó.

– Cierto -sonrió él-. Pero nosotros siempre podemos esforzarnos todo lo posible por engendrar uno.

Su mano siguió su recorrido a todo lo largo de su cadera, al tiempo que acercaba los labios al perfil de su cuello. Para entonces, Joanna estaba temblando, tanto como resultado de sus caricias como de la enormidad de la mentira que, por omisión, acababa de contarle.

– Entonces -susurró él contra su piel ardiente-. Estamos de acuerdo.

«Todavía estás a tiempo de cambiar de idea…». Su conflicto, su necesidad, su desesperado deseo de tener un hijo la torturaban. Sólo tenía que pronunciar una palabra.

– Sí -el susurro escapó de sus labios y pareció quedar suspendido en el aire.

Entonces Alex bajó la cabeza a su seno, y Joanna sintió que su mente empezaba a dar vueltas hacia algo oscuro, caliente y perversamente feroz… y él la poseyó de nuevo. La traición se había consumado.