SEGUNDA PARTE
Spitsbergen, el Ártico
Definición: un aventurero es una persona que disfruta asumiendo riesgos; alguien que viaja a regiones poco conocidas; alguien comprometido con aventuras peligrosas pero gratificantes; atrevido, impetuoso, alocado.
Diez
Spitsbergen, el Ártico, junio de 1811
Joanna sentía unas horribles, desagradables e insoportables náuseas. Aquello era repugnante, peor que sus peores expectativas, que ya habían sido bastante malas de por sí. Llevaba mareada casi un mes y a esas alturas lo único que quería era morirse, pero por desgracia la muerte no parecía demasiado interesada en reclamarla.
El barco dio otro bandazo. Joanna gruñó. Su boda, celebrada mediante una licencia especial la misma mañana de su partida, había empezado tan bien… Había estado absolutamente divina, con un precioso vestido rosa con mangas abullonadas y un enorme sombrero a juego. Alex había estado espléndido con su uniforme de marina. Lottie había ejercido de madrina, Merryn de dama de honor y Dev y Owen Purchase habían sido padrinos del novio. Luego habían subido a bordo de la Bruja del mar y la pesadilla había empezado.
Sin haber tenido experiencia de ningún tipo, Joanna había estado tranquilamente segura de que sería una buena marinera. Pero a las tres horas de travesía el tiempo había empezado a deteriorarse y una tormenta había estallado en el mar del Norte.
– Puede que tengamos un poco de movimiento -había informado el capitán Purchase con su sensual acento americano, escrutando un horizonte que de repente se había tornado de un gris plomizo, cubierto por cortinas de lluvia que barrían el mar-. Os sugiero que bajéis, madame.
Joanna lo había hecho y ya no había vuelto a subir desde entonces. Ignoraba cuántos días habían pasado o el progreso que habían hecho en su viaje. Seguía tumbada en su camarote mientras el mundo se alzaba y hundía en torno a ella, y con él su estómago. No podía moverse sin que una oleada de náuseas le subiera por la garganta. Se había metido en la cama, rezando para que el mundo terminara de una vez. No había sido así. En lugar de ello, su mundo había quedado reducido a los crujidos y chirridos del barco, al hedor a aceite y alquitrán y a un sentimiento de abyecta tristeza y desesperación.
Se volvió en su catre, de cara a la pared. Se sentía sola y desgraciada. Alex no había acudido a verla en varios días. Lo cual probablemente tendría algo que ver con el hecho de que le había prohibido que se acercara a ella mientras ofreciera un aspecto tan grotesco y lamentable. Aquella primera noche, se había mostrado extremadamente amable y delicado. Le había acariciado la frente bañada en sudor, le había acercado el cubo cuando lo había necesitado, e incluso había intentado que comiera algo para que se le asentara el estómago. Joanna se había muerto de vergüenza de que la viera pálida como un fantasma, vomitando como un borracho en la calle. Esas cosas le hacían sentirse vulnerable y desprotegida. Siempre se había enorgullecido de su estilo y elegancia, y sin ellos se sentía casi desnuda, sobre todo frente a la perceptiva mirada de Alex. Por una pura cuestión de orgullo le había prohibido que apareciera por allí, así que suponía que no podía culparlo de que no hubiera vuelto, excepto para llevarle los grasientos caldos que ella se negaba a ingerir.
Dio otra vuelta en su camastro mientras la náusea se alzaba como una ola. Todo indicaba que lord y lady Ayres habían tenido razón. Realmente era imposible mantener un mínimo de estilo y de reputación mientras se viajaba.
Recordó las montañas de equipaje que habían juntado aquella tarde en el muelle de Londres. Lottie se había llevado un baño de asiento y cajas de jabones con aroma a hierbas, veinte libras de bombones y golosinas, un pupitre para escribir con banqueta incluida, siete baúles, un mayordomo y un ama de llaves. Joanna había intentado ser más práctica, con su cajón de manzanas y naranjas, varios sacos de leña, una gran cesta forrada de piel para Max, una caja de juguetes para Nina y sólo cinco baúles. Nunca olvidaría la cara de pasmada incredulidad que puso Alex cuando vio sus equipajes. Dev y Owen Purchase se habían desternillado de risa. Alex había mirado entonces a Joanna y a Lottie, ataviadas con sus capas de piel de foca y sus botas esquimales, y se había limitado a menear la cabeza.
– Pareces un oso -le había dicho a Joanna.
– No es precisamente el más encantador cumplido que he recibido en lo que toca a mi atuendo -había repuesto ella, adoptando un tono formal en beneficio de la audiencia-. Aunque no había esperado menos de vos, milord.
– La comida se pudrirá en unos días -había añadido Alex-. El pupitre servirá para hacer leña, sin embargo. Debería haber pedido al almirantazgo dos barcos más en lugar de uno para transportar todo vuestro equipaje.
En aquel momento, la banda de música que el almirantazgo había enviado para despedirlos atacó una solemne pieza. La multitud estalló en vítores y lord Yorke aprovechó para soltar un discurso. Alex la había tomado entonces del brazo para bajarla al camarote que compartirían: un minúsculo cuchitril que Joanna había tomado al principio por una despensa.
– ¿Esperas que compartamos esto? -le había preguntado, incrédula-. Es más pequeño que cualquiera de los armarios de mi casa.
– No me sorprende.
– Y la cama es como un ataúd -se había quejado ella. No le había pasado desapercibida la mirada de resignación de Alex. Ya le había predicho él que no lo pasaría bien en el viaje, y en aquel momento había tomado conciencia de que le estaba dando la razón antes incluso de partir.
– Agradece que no tengas que dormir en una hamaca, como la mayoría de la tripulación -había replicado con frialdad antes de dejarla allí.
Por lo que se refería a Joanna, aquél había sido el mejor momento del viaje.
Echaba de menos a Merryn, que había preferido quedarse en Londres con su amiga la señorita Drayton, otra intelectual como ella. Como presente de despedida, Merryn le había regalado dos libros de su biblioteca: el libro de viajes del doctor Von Buch y el diario de la travesía de Constantine Phipps al Polo Norte en 1774.
– Son tremendamente interesantes -le había asegurado su hermana, entusiasmada-. Sé que te encantarán.
– Seguro que sí -había respondido Joanna antes de guardarlos en el fondo de su baúl.
Enseguida Lottie había acudido a visitarla, parloteando sin cesar sobre lo maravilloso que era el capitán Purchase, lo divertido de la tripulación, lo confortable de los alojamientos y lo maravillosamente bien que se lo estaba pasando a bordo. Hasta el punto de que Joanna había llegado a preguntarse si realmente viajaban en el mismo barco.
– Te perdiste las islas Shetland… aunque la verdad es que no ha sido para tanto. Tenían un aspecto amenazador y estaba lloviendo. Con la tormenta perdimos además al Razón, el navío del capitán Hallows, aunque Purchase está convencido de que al final nos alcanzará. Para mí, el verdadero gozo de este viaje es la compañía de tantos jóvenes y apuestos oficiales. ¡No sabría con quién quedarme! -se había quedado mirando a Joanna con el ceño fruncido-. Soy afortunada de poder contar con sus atenciones para distraerme, porque tú te estás convirtiendo en la compañera más aburrida del mundo, querida mía, siempre aquí encerrada, a oscuras… ¿No podrías hacer un pequeño esfuerzo, Jo querida? ¡Estoy segura de que tu mareo es más mental que físico!
Joanna se había abalanzado en aquel momento sobre el cubo y Lottie había soltado un chillido antes de desaparecer corriendo: desde entonces no había vuelto. De hecho, Max era el único que había permanecido a su lado durante todo el viaje, acurrucado en su cama, roncando, ajeno a todo y demostrándole una vez más que los perros eran mucho más fiables y dignos de confianza que las personas.