Abrió los ojos y se quedó mirando la lámpara de aceite que colgaba del techo, balanceándose al ritmo de las olas. La luz del sol moteaba de oro las paredes de tabla. De repente le entraron ganas de abandonar aquella fétida oscuridad y salir a respirar aire fresco. Estaba tan cansada de sentirse enferma…
Llamaron a la puerta. Joanna dio otra vuelta en la cama, presa de la familiar náusea, y rezó para que no fuera Lottie dispuesta a hablarle de su última conquista.
– Ya sé que no me has dado permiso para entrar, pero aquí estoy.
Era Alex. Lo primero que sintió fue un extraño embarazo de volver a verlo, como si fuera un desconocido que hubiera invadido su habitación. Lo segundo fue horror: no se había lavado en dos días, ¿o habían sido tres? Tenía el camisón sucio, el pelo enmarañado y probablemente olería mal. De hecho, estaba segura de que olía mal.
– Ya te dije que no podías entrar -la voz le salió como un graznido-. Tengo un aspecto espantoso.
Alex se echó a reír. Y ella lo maldijo en silencio.
– Sí, eso es absolutamente cierto. La verdad es que nunca te había visto en tan mal estado.
Joanna se volvió hacia él y se lo quedó mirando irritada. En contraste con su propio aspecto, él parecía en mejor forma que nunca, vital, bronceado: su cuerpo irradiaba salud por todos los poros. Llevaba consigo el aroma del mar, del aire fresco, del sol, de la brisa salobre.
– Podrías haberme mentido, ¿no? -enterró el rostro en la almohada.
– Yo nunca miento.
El camastro se hundió ligeramente bajo su peso. Joanna se quedó helada. ¿Por qué se quedaba? Quería que se marchara de una vez para hablar de tonelajes con Devlin, o de navegación con Owen Purchase, o de lo que fuera que hablaran los marineros en un viaje: temas todos ellos en los que no estaba interesada lo más mínimo.
– Te he traído gachas de avena.
Avena. Repugnante. El estómago le dio un vuelco.
– Por favor, llévatelas.
– No -el camarote parecía llenarse de su presencia-. Te las vas a comer. Ya basta. Frazer está harto de prepararte caldos y tú no cesas de rechazarlos. Además, si no comes pronto, te pondrás enferma de verdad.
– ¿Enferma de verdad? -Joanna se sentó en el camastro sin darse cuenta, con las heladas mantas resbalando hasta su cintura-. ¿Crees que estoy fingiendo?
Vio su sonrisa y casi lo odió.
– No, claro que no. Algunas personas son propensas a los mareos, pero una vez que pises tierra firme, los efectos se desvanecerán como por arte de magia.
Joanna se arrebujó de nuevo bajo las mantas.
– Entonces no vuelvas a despertarme hasta que toquemos tierra.
– No.
Se dio cuenta, incrédula, de que le estaba quitando las mantas: se aferró a ellas como si le fuera la vida en ello.
– Esto se ha acabado. Comerás y te levantarás. Estamos navegando por la costa oeste de Spitsbergen. Tendrás que estar preparada para cuando desembarquemos. Además… te gustará la vista. Es muy hermosa.
– La única vista que quiero ver es la de la tierra firme antes de pisarla.
– Deja de quejarte y de compadecerte de ti misma. Te estás comportando como una chiquilla.
Le arrojó la almohada. Riendo, Alex la atrapó al vuelo sin dejar caer el cuenco de gachas. Joanna volvió a sentarse, furiosa.
– Levántate de una vez -una traviesa sonrisa bailaba en sus labios-. ¿Quieres que te traiga un espejo para que veas lo urgente que es que te pongas presentable?
– ¡No! -Joanna sabía que era una frívola, aunque siempre había pensado que había peores pecados que desear lucir en todo momento la mejor apariencia posible. En aquel momento se sentía sucia, desarreglada, penosamente consciente de su propia imagen.
Pero además, Alex la miraba de una forma muy extraña… que la llenaba de vergüenza y la excitaba a la vez. Le recordaba la noche que habían pasado juntos en su hotel. Resultaba curioso que, ahora que estaba respetablemente casada con él, se sintiera tan cohibida en su compañía. Habían compartido tantas intimidades aquella ilícita noche, que en el instante en que se separaron, no había podido por menos que maravillarse de lo poco que se conocían.
– Oh, dame el cuenco -le pidió con tono brusco, capitulando finalmente. Ante la mirada de satisfacción de Alex, empezó a comer a rápidas cucharadas. La comida le supo sorprendentemente buena. El estómago se le asentó y de repente le entró más hambre: terminó apurando el resto-. Estaban sabrosas -pronunció a regañadientes-. Gracias -suspiró-. Lamento haber ofendido a Frazer.
– Estoy seguro de que lo olvidará si pruebas su estofado de alcatraz -vio que palidecía y añadió-: Aunque fui yo quien te preparó las gachas.
Joanna se lo quedó mirando asombrada.
– ¿Tú?
– Por supuesto. Los marineros somos gente de recursos -ladeó la cabeza-. Supongo que tú no sabrás cocinar, ¿verdad?
Joanna experimentó una punzada de disgusto por la manera en que formuló la pregunta, como esperando su negativa.
– Por supuesto que no. ¿Por qué habría de saber? Soy la hija de un conde -su tía había intentado enseñarle las mínimas habilidades domésticas que debía dominar la sobrina de un vicario: hornear o preparar conservas y encurtidos… pero había sido en vano-. No es necesario que me mires de esa manera -añadió a la defensiva-. ¿Realmente esperabas que tuviera esas habilidades? Ya sabías cómo era cuando te casaste conmigo.
Se hizo un silencio. Por alguna razón, Joanna se sintió pequeña y desgraciada. Nunca antes había lamentado su absoluta carencia de habilidades culinarias.
– Cierto. Ya lo sabía.
Aquellas palabras distaron mucho de procurarle el consuelo que esperaba. Alex se levantó de pronto de la cama y ella suspiró de alivio. Tenerlo tan cerca obraba efectos muy extraños en su equilibrio emocional.
– Haré que Frazer te traiga agua caliente. Te sentirás mucho mejor una vez que te hayas bañado -ya en la puerta del camarote, se volvió hacia ella-. ¿Joanna?
Su tono de voz le provocó un estremecimiento.
– Si no te levantas, volveré y te vestiré yo mismo -le advirtió con tono amable, pero con un peligroso brillo en los ojos-. Y creo que eso no te gustaría. Como doncella no soy precisamente muy hábil.
Esa vez el estremecimiento fue más intenso y prolongado. Pensó inmediatamente en la manera en que la había desnudado en Grillon's.
– Y, Joanna… -seguía mirándola con expresión turbadora- esta noche volveré a compartir tu… nuestro camarote -señaló a Max-. El perro tendrá que buscarse otro. Me niego a compartir tu cama con esa mata de pelo.
Se marchó, dejándola boquiabierta. No estaba segura de qué era lo que más la había sorprendido: si la orden de desalojo de Max o la perspectiva de que Alex viviera con ella en aquel minúsculo camarote, aunque sólo faltaba una semana para que tocaran tierra. Una semana podría hacérsele eterna. Nunca había imaginado que Alex pudiera llegar a forzar una intimidad con ella en las presentes circunstancias.
Se abrazó las rodillas. No deseaba tener intimidad alguna con él. Cada vez que la tocara se acordaría de su deseo de tener un heredero, así como de su propia capacidad para proporcionárselo. Le recordaría su traición y lo vacío de sus promesas. Lo había engañado de una manera odiosa, pero… ¿qué otro remedio le había quedado? Nina, abandonada y privada de amor, la necesitaba, y a cambio ella necesitaba desesperadamente acogerla. Había hecho lo que había tenido que hacer para asegurar un futuro para ambas, pero la culpa le pesaba como una losa de plomo en el pecho.
Pensó de nuevo en la noche que había compartido con Alex. En aquel momento le parecía algo lejano, distante, como si no hubiera sido nada más que un febril sueño. Aquella experiencia había despertado todos sus sentidos, descubriéndole las múltiples posibilidades que ofrecía la relación entre un hombre y una mujer. Había sido algo tan tentador como peligroso, porque le había hecho desear más de lo que Alex estaba preparado para darle. Y también porque le había hecho ver lo muy diferente que habría podido llegar a ser su vida si no se hubiera enamorado de David. Lo único que había querido ella había sido un amante marido y una familia. Un objetivo aparentemente sencillo que no se había revelado como tal; y ahora su segundo matrimonio también se presentaba envenenado, en esa ocasión por una horrible mentira.