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Cerró los ojos, aspiró hondo y volvió a abrirlos. Mejor era no pensar en ello. Alex nunca conocería la verdad. Ella simplemente tendría que jugar su papel, entregarse en el lecho matrimonial y esperar que sus ansias de aventura lo alejaran pronto de su lado, por largo tiempo. Alex era un aventurero, después de todo. Como David, era muy improbable que pasara mucho tiempo en su compañía. Y ella tendría a Nina, a Merryn y a Chessie: la familia que necesitaba. El pensamiento debería haberla alegrado. Pero, en lugar de ello, la dejaba triste, desconsolada.

Se bajó del camastro. Milagrosamente, el mundo no se movía. Con agua caliente, ropa limpia y la ayuda de una doncella, pensó, todo volvería a arreglarse. Así tenía que ser. Tenía que seguir adelante con su viaje y con su matrimonio, continuar aquel rumbo hacia lo desconocido, porque no le quedaba otra opción.

Once

Alex se hallaba en el puente de mando, observando la costa de Spitsbergen. Navegar por aquellas aguas nunca dejaba de emocionarlo. Representaban el mayor desafío que había experimentado nunca, algo quijotesco, que podía cambiar con un simple cambio de viento: un plano mar azul que de pronto podía volverse de un gris furioso. Estaban las aves que seguían al barco, reclamándolo como los espíritus de los marineros perdidos en sus inmensidades. Y la montañosa línea de costa, cortada por las enormes cicatrices de los fiordos, con rocas tan afiladas que podían cortar una embarcación en dos.

Había navegado a Spitsbergen dos veces antes. En la primera ocasión, justo después de la muerte de Amelia, había encontrado en aquel crudo paisaje un eco de su propia culpabilidad y dolor. Su primer matrimonio había estado presidido por el amor. Amelia se había desposado con él cuando apenas había abandonado el internado. Su segundo casamiento había sido un asunto completamente distinto. Sólo él tenía la culpa de haber aceptado aquel matrimonio de conveniencia, que además se estaba revelando muy inconveniente.

No por primera vez en las últimas semanas, Alex se preguntó con rabia por lo que había esperado de Joanna Ware. Había decidido casarse con ella sabiendo perfectamente lo muy vana y superficial que podía llegar a ser. Se había casado sin ilusiones, esperando únicamente que le proporcionara el heredero del que Balvenie carecía.

Pero había esperado también que la incendiaria pasión que había estallado entre ambos en Londres, que tanto lo había sorprendido y agradado, seguiría ardiendo. Nunca había imaginado que Joanna respondería con tan desenfrenado deseo. Lo que había imaginado más bien era que se mostraría tan superficial en la cama como fuera de ella. En lugar de ello, sin embargo, había descubierto a una mujer de pasiones inesperadamente profundas, una mujer a la que ansiaba hacer el amor con un deseo feroz.

Pero no había sido capaz de satisfacer aquel deseo porque Joanna había sufrido de mareos durante la travesía… y porque la pasión que había ardido entre ellos parecía haberse reducido a cenizas. En aquel momento una incómoda sensación de alejamiento se interponía entre ellos, una reserva que se alzaba como una barrera que requeriría la voluntad de ambos para ser demolida. Por el bien de su matrimonio, esperaba que Joanna estuviera dispuesta a intentarlo. No quería una fría y distante relación con una virtual desconocida. Un matrimonio únicamente de nombre no le proporcionaría el heredero que necesitaba.

Tamborileó con los dedos en la borda. Dudaba seriamente que fuera a morir de deseo insatisfecho, por muy grande que fuera su frustración, aunque el hecho de que Devlin y Lottie Cummings estuvieran viviendo un indiscreto affaire delante de todo el mundo no hacía sino aumentarla. Más preocupantes eran las dudas que tenía sobre la capacidad que tendría Joanna de hacer frente a las privaciones del viaje al monasterio de Bellsund, así como de su reacción emocional a lo que encontrara allí.

Alex tenía el presentimiento de que todo ello iba a ser muy difícil. El comportamiento de Joanna una hora atrás, en el camarote, no había sentado un buen precedente. Se había mostrado tan mimada y caprichosa como una chiquilla, lo cual le había irritado, pese a sus esfuerzos por mostrarse tolerante. Claro que comprendía su situación: los mareos en un barco podían llegar a ser algo altamente desagradable. Habían tenido además la mala suerte de padecer un verano de tormentas, pero una vez que el mar se había serenado lo suficiente, había confiado en que Joanna se levantaría, comería algo y se prepararía para desembarcar.

Eso era lo que llevaba esperando durante las dos últimas horas. En aquel momento, sin embargo, ya se había resignado a la idea de que no se reuniría con él en cubierta. Se sentía tan furioso como decepcionado con ella. Joanna le había asegurado que haría lo que fuera con tan de rescatar y proteger a Nina. Pero, una vez más, había tenido que cuestionar sus propias expectativas. Joanna era como era, una mujer nada habituada a las privaciones. Y él, simplemente, había esperado otra cosa.

Oyó un rumor de voces en la cubierta de popa y se volvió rápidamente para ver acercarse a Joanna, escoltada por una falange de jóvenes oficiales, entre los que se contaba Dev. Era Joanna, no cabía duda, pero una Joanna restaurada en toda su gloria londinense, vestida con un abrigo rojo forrado de piel, con guantes a juego y con el cabello recogido bajo su sombrero, luciendo sendos coloretes en las mejillas en lugar de la fantasmal palidez de unas horas antes. Llevaba en brazos a Max, también ataviado con un abriguito rojo.

– Me siento maravillosamente bien -le dijo cuando llegó a su altura. Le sonrió más en beneficio del público que la rodeaba que del propio Alex, mientras le ponía una mano enguantada en el brazo-. No sé lo que tenían esas gachas, Alex querido… ¡pero el caso es que han obrado un milagro! Y… ¿quién habría imaginado que Frazer demostraría la aptitud de una diestra doncella?

Sus admiradores rieron la broma. Alex sintió que se le secaba la garganta.

– Alex querido…

Una cosa que no estaba dispuesto a tolerar era que se dirigiera a él con aquel falso y frívolo tono que tanto ella como sus amigas desplegaban a su capricho. Aquella sensual sonrisa suya le recordó inmediatamente a la mujer con quien había hecho el amor en Londres: lo que hizo que le entraran ganas de estrecharla en sus brazos y besarla hasta hacerle perder el aliento, con público o sin él. De repente sentía la necesidad de desgarrar aquella superficial fachada y redescubrir a la mujer dulce y sensible que había reaccionado a sus caricias aquella noche.

– Caballeros… -Alex despachó a los oficiales con un enérgico gesto: de repente todos parecieron recordar que tenían algún trabajo que hacer. Como resultado, enseguida se quedaron solos-. Dudaba ya que te reunieras conmigo. Has tardado mucho.

Joanna enarcó las cejas.

– Menos de dos horas.

Una traviesa sonrisa asomó a sus labios. Todos los sentidos de Alex se activaron de golpe.

– Si crees que eso es mucho tiempo… -añadió ella- ya verás lo que tardo en prepararme para un baile. Aunque, por supuesto, no creo que tengas que soportar eso -dejó de sonreír-. Me olvidaba de que, tan pronto como regresemos a Londres, seguro que presionarás al almirantazgo para que te adjudique otro destino. No me queda duda de que apenas nos veremos a partir de entonces.

Alex no pudo por menos que sorprenderse de lo mucho que le dolió la ligereza de su tono. Y eso que sabía que aquello no era más que lo que habían acordado como parte de su pacto.