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– No te desentenderás de mí tan fácilmente -replicó con tono suave-. Tendremos que compartir la responsabilidad de la educación de Nina. Pienso, además, quedarme en Inglaterra hasta que te hayas instalado convenientemente en tu nuevo hogar… y estés encinta de mi heredero, claro está.

Vio que se ruborizaba intensamente. Y que bajaba la mirada, ocultando su expresión.

– No es nada delicado por tu parte hablar tan abiertamente de tales asuntos -dijo con tono helado-. Cualquiera podría oírte.

– Mi querida Joanna, me temo que tendrás que flexibilizar un tanto tu criterio sobre lo que es o no decoroso. No solamente pienso hablar de tales asuntos: pretendo hacerte el amor en cada ocasión disponible. No quiero que te quepa duda alguna sobre mis intenciones.

La oyó soltar un profundo suspiro, señal de que sus amorosas insinuaciones eran tan bien acogidas como la peste.

– Puede que tengas que pasar más tiempo del que imaginas en tierra firme, si lo que pretendes es que me quede embarazada.

Alex le sonrió, decidido a no ceder.

– La espera tendrá sus compensaciones. Dudo que llegue a aburrirme de frecuentar tu lecho.

Joanna frunció los labios con terca expresión. Resultaba obvio que no tenía ganas de seguir conversando: se había dado la vuelta para que él no pudiera verle la cara. Parecía estar estudiando la vista con concentrada atención. Alex esperó.

¿Qué debía esperar de ella ahora? ¿Que denigrara la cruda belleza de aquel escenario, de la misma manera que Lottie Cummings había hecho con las Shetland? Era bien consciente de que Spitsbergen era demasiado fría y estaba demasiado vacía para agradar a mucha gente. Había quien se asustaba, sobre todo si no había visto más que las suaves y verdes praderas del sur de Inglaterra. Como escocés que era, Alex estaba acostumbrado a paisajes que intimidaban a los hombres de otras tierras: le encantaban, en ellos encontraba tanta paz como inspiración. Pero sabía que no podía esperar que Joanna sintiera lo mismo.

Esperó, paciente, a que le dijera que aquel lugar era para ella el infierno en la tierra.

Joanna había alzado la cabeza hacia el cielo, y Alex recordó en ese momento que no había visto el sol durante varias semanas. No había subido ni una sola vez a cubierta. Se dio cuenta de que estaba absorbiendo el calor del ambiente con absoluta sensualidad, como habría hecho un felino, con los ojos cerrados y una leve sonrisa en los labios. Alex experimentó una súbita punzada de excitación. Los labios de Joanna eran suaves, rosados, y estaban abiertos en franca admiración. Quiso besarla. Anheló besarla.

Volvió a abrir los ojos.

– Qué maravilla volver a respirar aire fresco -comentó-. Ya casi me había olvidado de la sensación.

– No es tan maravilloso cuando hace mal tiempo -repuso él. Le intrigaba aquel repentino cambio de actitud: de la dama terca y petulante a la relajada y sensual-. Lo único bueno de las tormentas que hemos soportado es que siempre hemos tenido el viento detrás, con lo que hemos conseguido reducir considerablemente el tiempo de nuestro viaje. Yo había previsto que tardaríamos dos meses o más.

– Entonces puedo considerarme yo también afortunada -Joanna giró sobre sus talones y empezó a caminar por la borda de estribor, con una mano en la barandilla-. No sabía que hiciera tanto calor -exclamó por encima de su hombro.

Alex se echó a reír. Merryn le habría acribillado a preguntas sobre el clima, la media de temperaturas, los registros de presión. Joanna, en cambio, parecía contentarse con sentir a flor de piel que hacía un calor relativo para encontrarse en el Ártico. No tenía ninguna curiosidad intelectual, al contrario que su hermana.

– Probablemente dentro de una hora estará nevando.

Lo miró dubitativa:

– ¿De veras?

– Es posible -Alex se encogió de hombros-. La previsión del tiempo no es una ciencia exacta, sobre todo aquí, donde los fenómenos cambian dramáticamente en el espacio de media hora.

– Oh, bueno… -sonrió ella-. Disfrutaremos de lo bueno mientras dure, entonces.

No era, según reflexionó Alex con no poca sorpresa, una mala filosofía.

Joanna continuó caminando por el puente mientras admiraba la vista. El cielo era de un perfecto color azul.

– No hay humo aquí que oscurezca el paisaje -comentó-. Todo lo contrario que Londres, con sus nieblas. Todo es tan luminoso que hasta me duelen los ojos, y el aire es tan claro y fresco que corta como un cuchillo. ¡Todo centellea! -había una expresión de admirado asombro en su rostro mientras contemplaba las escarpadas cumbres de las montañas, cortadas por lenguas de glaciar, con los flancos cubiertos por amplias faldas de nieve-. Tanta nieve… -susurró- y tan blanca que casi parece azul. Nunca había visto nada parecido, ni siquiera cuando era niña y nevaba cada invierno en el campo -volvió a girarse rápidamente, como si no pudiera permanecer quieta-. ¿Dónde están los icebergs? -inquirió de pronto.

– Aquí no hay icebergs -dijo Alex-. No se forman de la misma manera que lo hacen en el noroeste. Nadie sabe por qué.

– ¿No hay icebergs? -hizo un mohín de decepción-. Pero habrá mar de hielo…

– Mucho más hacia el norte.

Su expresión volvió a iluminarse:

– ¡Oh, me encantaría verlo!

– Quizá puedas. Un barco de las pesquerías de Groenlandia se nos acercó esta mañana y nos dijo que este verano los hielos se estaban deslizando bastante hacia el sur -se acercó para acodarse en la borda, a su lado. Observó que le brillaban de entusiasmo los ojos, tan azules que parecían reflejar el cielo.

– Nunca había visto un lugar tan vacío -susurró, y se volvió espontáneamente hacia él-. Es muy hermoso.

Alex sintió que el corazón le daba un vuelco mientras contemplaba su rostro, tan vital y excitado. Jamás antes la había visto tan animada.

– ¿Lo dices en serio?

– Claro que sí -le aseguró estremecida, abrazándose como una niña que estrechara una mascota contra su pecho-. No tenía ni idea. Pensé que sería oscuro, frío y triste, o neblinoso, húmedo y horrible. O… simplemente horrible -estaba riendo.

– Puede ser también todas esas cosas -le advirtió Alex.

– Ya lo supongo -el brillo no llegó a morir en sus ojos-. Pero, en un día así, es mágico.

– Y sin embargo, tú odias el campo en Inglaterra.

Joanna se echó a reír.

– Es verdad. Soy muy veleidosa.

Se miraron durante un buen rato, y Alex sintió que algo cálido se despertaba en su interior.

– Estás llena de sorpresas, Joanna. Creí que odiarías este lugar.

– Yo también lo creía. Y probablemente lo odiaré cuando se ponga a llover. Y detesto el frío. Pero, por el momento, esto es como el paraíso -lo miró, ladeando la cabeza-. ¿Sabes? Antes me preguntaba por qué te convertiste en explorador. Una vez dijiste que sentías la compulsión de viajar y yo no lo entendí, pero ahora… -con una mano en la barandilla, se quedó contemplando el mar-. Es como si hubiera algo allí, algo oculto que te llamara y reclamara, incesante, sin dejarte descansar…

Alex sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Jamás en toda su vida había oído a nadie poner en palabras la pasión y el misterio elemental que sentía como aventurero en tierras lejanas. Y en aquel momento aquella mujer, que no compartía su pasión, y a la que había juzgado frívola y superficial, los había descrito con mayor precisión de lo que habría podido hacerlo él mismo. Nunca había compartido esos pensamientos con nadie, jamás se los había contado a Amelia, ni siquiera a Ware o a cualquiera de sus compañeros de viaje, tan encerrados como estaban en su interior: eran su secreto, la esencia de su alma.

Seguía mirando fijamente a Joanna y vio que sus ojos se abrían con asombro, sorprendida de leer aquella pasión en los suyos.