– Así es -reconoció con voz levemente ronca por la emoción-. Eso es exactamente lo que siento.
– Entonces casi lo lamento por ti -dijo ella, volviéndose de nuevo para contemplar la costa-. Porque imagino que no te dará ninguna paz.
– Pero… ¿cómo lo sabes? -le tomó una mano. Se sentía turbado, vulnerable de una forma que no conseguía identificar, como si ella hubiera visto demasiado en su alma-. ¿Te lo dijo acaso Ware?
– David -pareció sobresaltada por la sorpresa, antes de echarse a reír-. No. No creo que David explorara porque sintiera la compulsión de hacerlo. Muy pronto se dio cuenta de que era un medio para adquirir fama y riquezas, y lo explotó como tal. Pero tú… -una sonrisa asomó a sus ojos-. Tú eres diferente, ¿verdad?
– Sí. Yo no soy como Ware.
Se quedó asombrado tan pronto como lo dijo, como si hubiera sido de alguna forma desleal para con su amigo, y sin embargo sabía que era cierto. Había sido testigo de la manera en que David Ware había vivido y disfrutado de su popularidad. Había entendido sus valores, pero nunca los había asumido como propios.
Continuó mirando a Joanna. Durante un largo momento, la emoción afloró entre ellos como algo dulce y frágil, hasta que una expresión distante regresó a sus ojos al tiempo que se apartaba de él.
– Perdona -le dijo con tono contenido-. Prometimos no hablar de David y sé que es de mala educación en una dama hablar del esposo difunto… con el actual.
– Joanna… -empezó Alex. No estaba seguro de lo que quería decirle. De lo único que era consciente era de que, por unos instantes, había compartido con ella una poderosa afinidad que deseaba recuperar. Él era el primer sorprendido de la intensidad de aquel deseo. Pero Joanna había vuelto a apartarse y, siguiendo la dirección de su mirada, vio que Lottie Cummings se acercaba apresurada hacia ellos. Estaba envuelta en pieles hasta el cuello y tenía un aspecto cómico, como el de un hombre vestido de oso. Reprimió una maldición. La magia se había roto.
– Lottie, ¿qué te parece la vista de Spitsbergen? -le preguntó Joanna.
– Es absolutamente espantosa, Jo querida -se estremeció de manera exagerada-. ¡Estoy empezando a desear no haber venido!
El resto de viajeros, pensó Alex con ironía, llevaba pensando lo mismo durante semanas. Salvo Devlin, por supuesto. Resultaba imposible guardar secretos en un barco y el voraz apetito de Lottie por los jóvenes era un asunto ampliamente discutido por la tripulación, en medio de una procaz hilaridad.
Joanna acogió decepcionada la reacción de desagrado de su amiga.
– ¡Pero si hace tan sólo una semana me decías que te lo estabas pasando maravillosamente bien! -protestó.
– ¿Sólo una semana? -replicó, irritada-. ¡Tengo la sensación de que han transcurrido años! Yo creía que el Círculo Polar Ártico sería más agradable… Suena como si debiera resultar interesante, pero… ¿qué es lo que encuentro? ¡Nada! ¿Dónde está la gente, dónde las ciudades? -hizo un amplio gesto con el brazo-. ¿Dónde están los árboles? Dios sabe que jamás experimenté la necesidad de ver árboles… ¡hasta que he dejado de verlos por completo!
Por un instante, los ojos de Joanna se encontraron con los de Alex en una tímida mirada de diversión cómplice.
– Nada me dijiste hace un momento sobre la falta de árboles, Joanna -murmuró. No pudo evitar preguntarse si tendría la suficiente independencia de criterio como para expresar su propio punto de vista sobre el escenario ante la desaprobación de la señora Cummings.
– Cierto -reconoció Joanna-. Me parece ciertamente una lástima que haya tan poca vegetación que suavice la vista -aspiró profundamente-. Pero deberás admitir, Lottie, que el paisaje es espectacular. Es magnífico en su misma crudeza y desolación.
Alex sonrió, complacido, y vio que se ruborizaba. Ésa era Joanna, pensó de pronto: ingeniosa a la hora de contemporizar, siempre deseosa de mantener contento a todo el mundo. Recordando los esfuerzos que había hecho por consolar al señor Churchward por el asunto del testamento, volvió a experimentar una extraña punzada de emoción.
Lottie, mientras tanto, la estaba mirando con una expresión extremadamente desaprobadora.
– ¡Creo que tus mareos te han trastornado el juicio, Jo querida! Es el lugar más yermo y desagradable que he visto en mi vida.
– Lo que lleva obligatoriamente a la pregunta de por qué has venido -musitó Joanna antes de tomar del brazo a su amiga-. Venga, vamos abajo. Hudson nos preparará una tetera que te levantará el ánimo…
– Querida, Hudson abandonó el barco en las Shetland… ¡junto con Lester, mi doncella! ¿Acaso no recuerdas que me quejé de esto contigo durante todo el tiempo…?
– Debí de haber estado demasiado mareada para prestarte atención -repuso, lanzándole una mirada de disculpa-. Me preguntaba precisamente por qué Frazer tuvo que hacer de doncella, en lugar de Lester…
– Oh, Frazer ha demostrado ser un hombre maravillosamente polifacético -dijo Lottie, con un expresivo gesto-. Y con un gran talento a la hora de vestirme y peinarme, tan bueno como la mejor doncella.
– Y muy diestro con las tenacillas de rizar el pelo -convino Joanna.
– ¿Seguro que no es impropio que Frazer vea a una dama en paños menores? -inquirió Alex-. Me sorprende que su espíritu puritano pueda soportarlo.
– Oh, Frazer me ha asegurado que ha visto a muchas damas en paños menores -repuso Joanna con una traviesa sonrisa-. Antes de ingresar en la marina, trabajaba como sastre -se apresuró a explicarle al ver su expresión estupefacta. Frunció el ceño-. ¿No te lo dijo?
– No. El pasado de Frazer siempre ha estado envuelto en el misterio -se preguntó qué más le habría confiado su adusto mayordomo a su esposa-. Espero… -añadió, incapaz de contenerse- que no haya estado hablando de mí también.
– ¿Por qué habría de hacer algo así? -preguntó ella con tono ligero-. Es la discreción personificada.
– Por supuesto. Por supuesto que sí… Me deleita verte tan recobrada, Joanna, que hasta has recuperado las ganas de tomar un té. Pero lamento decirte que tu vajilla de porcelana se rompió durante las tormentas. Tendrás que usar platos y tazones de metal. Y… habrá que lavarlos bien antes, no vaya a ser que el cocinero los haya desinfectado con vinagre para evitar el gorgojo.
Joanna se estremeció.
– ¿Podría este viaje ser más desagradable, Alex querido?
– Muchísimo más -respondió, sombrío. Tal parecía que su esposa se estaba distanciando nuevamente, recuperado su personaje londinense, cambiando a ojos vista. Pero estaba decidido a recuperarla-. Joanna… -la tomó de la mano en el instante en que se disponía a pasar de largo por delante de él, y la atrajo hacia sí-. Te pido por favor unos minutos de tu tiempo.
Despachó a Lottie con un cortés asentimiento de cabeza y le sostuvo empecinado la mirada al ver que parecía reacia a marcharse. Al final lo hizo.
– ¿Sí?
– Por favor, no me llames «Alex querido» -le apretó la mano-. A no ser que lo digas en serio.
– Sólo es una expresión -replicó a la defensiva-. No significa nada.
– Precisamente -bajó la mirada a Max, que con su abriguito rojo estaba prácticamente apretujado entre ambos-. Y tampoco te sirvas del perro como escudo.
Acto seguido se inclinó y la besó. Percibió su sorpresa, pero ella no hizo ningún movimiento por apartarse, lo cual lo alegró sobremanera. De hecho, entreabrió ligeramente los labios bajo los suyos: sabía deliciosamente bien, dulce como la miel, fresca como la nieve. Al cabo de un momento le quitó a Max de los brazos, lo puso firmemente en cubierta y la estrechó contra su pecho para besarla más cómoda y largamente.
El enorme sombrero rojo le molestaba, así que le desató hábilmente el lazo y se lo quitó para hundir los dedos en su pelo… estropeando al mismo tiempo su delicado peinado, obra de Frazer. La oyó musitar una protesta ahogada y la besó con mayor insistencia hasta que la sintió rendirse de nuevo: su cuerpo había vuelto a ablandarse contra el suyo, e incluso le había agarrado de las solapas del abrigo. El mundo de Alex pareció contraerse de golpe. De pronto no comprendía más que a Joanna: su contacto, su aroma, su sabor y su propia irrefrenable necesidad, como si nunca pudiera saciarse de ella.