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– Supongo que preferirías estar trabajando -le dijo mientras lo veía colocar las piezas del ajedrez-. No pareces la clase de hombre que guste de permanecer ocioso.

– Tienes razón, por supuesto -sonrió-. La inactividad me desagrada. Pero esta tarde la deseo pasar contigo.

Extraordinario, sin duda. Joanna no conseguía imaginar por qué podía querer tal cosa. Fue consciente de su rubor, y tomó una de las piezas en un intento de disimular su confusión. Era de un color crema oscuro, de tacto suavísimo.

– ¿Son de hueso? -preguntó, incrédula.

– Hueso de ballena. Spitsbergen es territorio de balleneros -alzó la mirada-. ¿De dónde crees que proceden todos esos accesorios de moda que te gustan tanto, Joanna?

– Nunca había pensado en ello -admitió-. Te referirás supongo a los mangos de paraguas y parasoles, las varillas de los corsés…

– Y al aceite y los jabones.

Joanna se estremeció.

– Creo que a partir de ahora me negaré a llevar corsés.

Alex la miró con una sonrisa en los ojos.

– A mí no me oirás quejarme -se recostó en su silla, observándola-. Espera a ver una ballena, Joanna -una vez más adoptó el mismo tono de orgullo y placer que había utilizado cuando le habló de Spitsbergen-. Son las criaturas más espléndidas y sobrecogedoras del universo. Una ballena azul sería capaz de volcar un barco con un simple giro de su cola.

– ¿Y quién podría culparla por ello cuando el hombre las caza para convertirlas en mangos de paraguas? ¿Veremos ballenas azules aquí?

– Sería raro: es la ballena jorobada la que abunda en estas aguas. Pero tú eres una chica de campo -añadió-. Seguro que estarás familiarizada con la caza desde niña.

– Nunca me gustó. Es algo deliberadamente cruel -volvió a colocar la pieza de ajedrez en su lugar-. Una opinión, por cierto, que nunca contó con el favor de mi tío, me temo. Era el típico vicario de la vieja escuela.

Alex se echó a reír.

– ¿Te refieres a que era cazador, pescador… y además juraba y echaba sermones?

– Algo así -Joanna abrió la partida, avanzando el peón blanco-. Si aprendí a jugar al ajedrez fue precisamente porque la alternativa era leer sus libros de sermones.

Se hizo el silencio en cuanto comenzó el juego. Joanna se fijó en los dedos de Alex mientras movía las piezas por el tablero: unos dedos largos, fuertes y morenos, que enseguida se imaginó recorriendo su piel. Se obligó a concentrarse en la partida. La luz del camarote se había suavizado con la caída de la tarde. Owen Purchase le había dicho que, en aquellas latitudes septentrionales, el sol nunca llegaba a ponerse del todo en aquella época del año.

La luz proyectaba sombras sobre el rostro de Alex, destacando el perfil de sus pómulos y de su mandíbula, así como la hendidura de su concentrado ceño.

Joanna ganó finalmente la partida y pudo leer la sorpresa en sus ojos.

– ¿Otra? -le preguntó, sonriendo recatadamente-. Estoy moralmente obligada a concederte la revancha.

Alex se irguió y acercó un poco más su silla a la mesa mientras volvía a colocar las piezas.

– No esperabas que te ganara, ¿verdad? -añadió, mirándolo de reojo.

Alex soltó una reacia carcajada.

– Admito que no pensaba que el ajedrez fuera tu fuerte.

– Porque me consideras una estúpida, ¿verdad? -Joanna le indicó que abriera el juego, y enseguida sacó sus caballos.

– Una táctica agresiva -la miró por un momento-. Y no, nunca te he considerado una estúpida.

– Frívola entonces. Extravagante a irresponsable -se apoderó de un peón.

– Eso sí que lo pensé -admitió Alex-. Una actitud demasiado crítica por mi parte.

– Y arrogante -agregó ella con tono dulce.

– Eso también te lo concedo -la sombra de una sonrisa asomó a sus labios.

Esa vez Joanna advirtió que Alex le hacía el cumplido de concentrarse a fondo en el juego. Cuando ella se enrocó, entrecerró los ojos y reanudó su ataque.

– Jaque -dijo él, avanzando un alfil para amenazar el rey.

Le tomó entonces una mano y ella alzó la mirada para encontrarse con el brillante gris de sus ojos. Sacudiendo la cabeza, la liberó.

– Jaque mate -pronunció ella, moviendo su reina y gozando de su expresión de absoluto desconcierto.

– Que el diablo me lleve… ¿Qué jugada ha sido ésa?

– Se llama «la victoria de la reina» -explicó Joanna-. La inventó mi tío. Al principio generó un gran escándalo y un ir y venir de cartas entre los ajedrecistas, pero al final se aceptó como conforme a las reglas.

Alex reconstruyó mentalmente la jugada y se quedó mirándola pensativo. Y admirado.

– Debería haberla previsto.

– ¿Quieres que juguemos otra? Así tendrás la oportunidad de ganarme al menos una y salvar tu orgullo.

– No, gracias. Sé reconocer la superioridad de un rival.

– Entonces eres un hombre fuera de lo corriente.

– Eso espero.

Se hizo un tenso silencio, cargado de súbitas posibilidades.

– Creo que subiré a cubierta a respirar un poco de aire fresco antes de retirarme -dijo bruscamente Joanna, levantándose. Era consciente de lo que estaba a punto de suceder entre ellos, y le sorprendía lo muy nerviosa que eso le hacía llegar a sentirse. Había dormido con Alex antes, se recordó desesperada. Y había estado bien. Mucho mejor que bien. El término no hacía justicia a la experiencia. Realmente no tenía nada que temer…

Alex se levantó también.

– Excelente idea. Te acompaño.

Un nudo de pánico se le cerró en el estómago.

– No puedes retirarte cuando yo. Necesitaré al menos dos horas para prepararme para acostarme, y requeriré la ayuda de Frazer…

– Será mucho más divertido contar con la mía -le dijo él mientras le abría cortésmente la puerta-. Estoy seguro de que, cualquier cosa que pueda hacer Frazer, yo sabré hacerla mejor.

– Necesito que me calienten las sábanas -dijo, cada vez más nerviosa.

– Eso puedo hacerlo yo.

– Con una bolsa de agua caliente -se apresuró a aclarar-. Y alguien que me desabroche el vestido y me cepille el pelo… -se interrumpió.

– Insisto en que a mí me encantaría hacerlo.

– ¿Cepillarme el pelo?

– Y ayudarte a desnudarte -la tomó de la mano mientras la ayudaba a subir los escalones que conducían a cubierta-. Acepta mi ayuda, Joanna. Eres mi mujer y te deseo. Y si no hubieras estado tan mareada durante todo el viaje, me habría pasado en tu cama la travesía entera. Ésa es la mejor manera de pasar el tiempo en un barco… y al diablo con el ajedrez.

Aquella brusca aseveración la dejó sin aliento.

– Habrías estado en mi catre, mejor dicho -su propia voz le sonaba extraña-. Ese… cajón no merece el nombre de cama.

– La descripción no importa. Da igual como lo llames: soy tu marido y ocuparé tu camarote. Contigo -se interrumpió-. Por cierto… todavía no hemos discutido. ¿He de suponer que por una vez estamos de acuerdo en algo?

– ¿Me estás pidiendo que duerma contigo porque…?

– Estás respondiendo a una pregunta mía con otra. Además, la razón ya la sabes. Te lo estoy pidiendo porque siento una fuerte atracción física por ti y el deseo de volver a hacerte el amor.

Parecía impaciente, pensó Joanna: tal vez incluso ligeramente irritado. Lo cual no pudo por menos que irritarla a su vez.

– Bueno, eso es muy propio de ti. Admites que te gusto…

– No, admito que te encuentro muy atractiva. El verbo «gustar» no describe en absoluto la situación.

– Admites entonces que me encuentras muy atractiva y luego haces que parezca un insulto -terminó de subir los escalones, pisando fuerte-. Durante cerca de cinco minutos, mientras jugábamos al ajedrez, me sentí… reconciliada contigo en cierta forma, Alex, pero ahora… ¡todo eso se ha acabado!