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– Pronto bajaremos al camarote -repuso. Inclinó la cabeza para volver a besarla, y esa vez Joanna sintió que el calor nacía de su interior en una lenta espiral de placer sensual.

Pensó aturdida que las raciones de ron a bordo eran una cosa maravillosa. Aplacaban sus miedos y suavizaban las duras aristas de la culpa que la asaeteaba cada vez que pensaba en el engaño del que había hecho víctima a Alex.

– Me alegro de que hayas venido conmigo -susurró. Sintió que se quedaba muy quieto por un momento, hasta que volvió a frotar la mejilla contra su pelo.

– ¿De veras? -había una nota extraña en su voz.

– De veras. Gracias -se sentía reconfortada, agradecida y feliz-. Raspas… -añadió soñolienta, alzando una mano para tocar la sombra de barba que le cubría la mejilla-. Un caballero siempre se afeita, en todo momento y lugar.

Le pareció oír que gemía suavemente, como reacción al tierno contacto de sus dedos en su piel.

– Basta -dijo él, capturando su mano y besándole los dedos-. No es mi estilo hacer el amor con una mujer bebida, pero tú me tientas.

– No estoy tan bebida -susurró Joanna.

– Entonces no me dejas otra elección.

La había alzado en brazos antes de que tuviera tiempo de respirar, y en aquel momento la apartaba de las risas, de las luces y del tumulto, en dirección al camarote. Joanna se sentía acunada por el suave balanceo del barco sobre las olas. Una ardiente excitación hervía en su interior, con los brazos de Alex cerrándose sobre ella como una cincha de acero, seguros y firmes.

Una vez bajo cubierta, la bajó delicadamente al suelo y la apoyó contra la puerta del camarote antes de empezar a besarla. El placer la recorrió de pies a cabeza, arrancándole un gemido de necesidad. No tardaron en quedar ambos sin aliento. Finalmente, Alex abrió la puerta de una patada y entraron apresurados. Joanna miró el diminuto catre.

– ¿Cómo vamos a…?

Pero él la acalló poniéndole un dedo en los labios. Hundió los dedos en su pelo, obligándola a ladear la cabeza para poder besarle el cuello. Joanna podía sentir su sonrisa de placer contra su piel, mientras sus labios buscaban la sensible piel de detrás de su oreja. La mordisqueó levemente, y ella se apartó. Quiso decirle que tuviera cuidado y no le rompiera los volantes del corpiño… pero aquella preocupación quedó olvidada en una marea de sensaciones tan intensas que la dejó estremecida.

Alex le bajó el corpiño del vestido para desnudarle un seno: lo sostuvo durante unos segundos en su palma, pellizcando el pezón con delicadeza, frotándolo con dos dedos hasta que le arrancó un gemido. En sus veintisiete años de vida, pensó aturdida, jamás había imaginado que su propio cuerpo pudiera ser fuente de un deleite tan exquisito. Llegó incluso a temer que le fallaran las piernas.

Alex inclinó la cabeza para delinear lentamente el pezón con la punta de la lengua. Joanna ahogó una exclamación y ella misma se lo metió en la boca: era una tortura tan deliciosa… Podía sentir el ardor que se anudaba y crecía en su vientre, incendiándola por dentro. Y lo sintió luego levantarla nuevamente en vilo para sentarla en el camastro, antes de arrodillarse frente a ella.

Alex buscó de inmediato la cinta de su enagua, que procedió a bajar con habilidad. Le alzó luego las faldas con todos sus encajes y volantes, que formaron una suerte de espuma sobre la blanca piel de sus muslos, dejándola únicamente con las medias de seda. Aquello era demasiado. Joanna se sentía a punto de explotar. Se aferró a sus hombros, hundiéndole los dedos en la piel a través de la camisa, y lo acercó hacia sí para poder besarlo de nuevo: su boca contra la suya, con los pezones presionados con fuerza contra el muro de su pecho.

Sin interrumpir el beso, Alex se irguió entonces y ella se estiró tras él, suspirando por su boca.

– No te muevas -susurró, perverso.

Se apartó por fin, y Joanna abrió los ojos para descubrir que se la había quedado mirando fijamente. No tuvo problemas en imaginar el aspecto que debía de ofrecer: la melena derramada sobre los desnudos hombros, con un seno al descubierto, como suplicando las atenciones de su boca y de sus manos. Emitió un leve gemido y Alex bajó la cabeza para delinearle la curva del seno con la lengua y acariciarle el pezón, arrancándole un grito. El vello de la piel se le erizó al instante, sensible al más ligero contacto.

Sintió las manos de Alex viajando por su cuerpo, sentada como estaba en el borde del camastro. Sus dedos exploraban ya la cara interior de sus muslos, exponiéndola a sus caricias, antes de recorrer su vientre y sus caderas para volver nuevamente a su entrepierna, seduciéndola, atormentándola sin cesar. Instintivamente se inclinó hacia delante: justo entonces él empezó a hundirse en su húmedo calor, y ella suspiró de alivio. Anhelaba sentirlo todo él, como la primera vez, pero Alex parecía contenerse.

Con cada suave balanceo del barco sobre las olas, se fue hundiendo cada vez más profundamente en su interior, poco a poco… hasta que Joanna ansió desesperadamente encontrarse de nuevo en medio de una feroz tormenta. Quería mucho más que aquel delicioso tormento. Quería todo de él. Se removió, inquieta: Alex la mantenía en una posición tal que le impedía hundirse a fondo en ella. Apoyaba las manos sobre sus muslos desnudos, por encima de las medias, separándoselos todo lo posible, y ella tenía que sujetarse en el borde del catre si no quería caerse hacia atrás. Temblaba de pies a cabeza, presa de una intolerable necesidad.

– ¡Alex! ¡Basta! -estaba a punto de llorar. Aquello era demasiado-. Por favor… -rogó-. No puedo soportarlo.

Alex se inclinó entonces hacia delante para besarla con ternura: al hacerlo, se hundió más profundamente en ella, arrancándole un gimoteo de extasiado placer. Acto seguido deslizó las manos bajo sus caderas y la alzó en vilo para penetrarla por fin por completo, sin dejar de moverse, provocándole un tierno a la vez que aterrador clímax. Se sintió conquistada, dominada, y sin embargo experimentó al mismo tiempo una sensación de poder y de triunfo, estremecida hasta la médula por la fuerte emoción que la embargaba. Las lágrimas se le acumularon detrás de los párpados y no supo por qué. Sentía el cuerpo blando, lánguido, saciado. Sentía las manos de Alex recorriendo su cuerpo, desnudándola, tumbándola en el catre donde acto seguido se echó detrás de ella, con su pecho en contacto con su espalda.

– Podemos dormir así -le dijo, y la envolvió en sus brazos.

Se sentía asombrosamente cómoda. Ya ni se acordaba de la última vez que se había sentido tan segura.

Trece

El toque de corneta que sonó a las seis de la mañana siguiente casi le rompió la cabeza en dos.

– Maldito Purchase… -masculló Alex entre dientes. Se pasó una mano por la cara. Joanna había tenido razón la noche anterior: necesitaba urgentemente un afeitado.

Se dio la vuelta. Joanna yacía a su lado y el toque de corneta no la había afectado lo más mínimo. Olía tan bien que, por primera vez en su vida, se sintió tentado de ignorar la llamada para quedarse exactamente donde estaba. Había algo tan conmovedor y vulnerable en aquella imagen de Joanna dormida, tan diferente de la reservada mujer que escondía tras su elegante fachada… Él seguía vislumbrando atisbos de una Joanna distinta, pero cuanto más los perseguía, más parecían escapársele. Ni siquiera estaba seguro de por qué deseaba conocerla mejor. Del acuerdo al que se había comprometido con ella no le había pedido más que un heredero, pero a esas alturas le resultaba imposible guardar las distancias. La pasada noche, reflexionó, no había estado pensando en engendrar un heredero.

El deseo le había borrado todo pensamiento de la cabeza y había sido a Joanna a quien había querido, no el hijo que ella pudiera darle. Y, sin embargo, su situación no era tan sencilla como el deseo que lo embargaba. Estaba comprometido, cuando se había jurado que nunca más volvería a estarlo. Había pensado en un principio que su compromiso no se extendería más que a asuntos prácticos, como velar por la seguridad de Joanna durante el viaje, pero desde que la besó el día anterior, todo aquello parecía haberse convertido en algo mucho más profundo.