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«Me alegro de que hayas venido conmigo», le había susurrado ella la noche anterior, y Alex se había sentido como si de repente le hubieran robado el aliento del cuerpo. Después de aquello, había esperado sentir la familiar sensación de ahogo asociada a la responsabilidad, así como la urgencia de ser libre. No había ocurrido nada parecido. De hecho, estaba incluso empezando a gustarle el pensamiento de estar con Joanna, y eso resultaba más aterrador que cualquier peligro al que se hubiera enfrentado anteriormente.

En aquel instante, su cuerpo se tensó con una sensación parecida a la ternura. Lentamente, reacio casi, alzó una mano para acariciarle una mejilla.

Pero, en lugar de ello, lo que tocó fue algo peludo. De repente descubrió que, en algún momento de la noche, Max se las había arreglado para escurrirse entre sus cuerpos: un bulto feliz y caliente que roncaba con placidez. El animal abrió un ojo, miró a Alex con una expresión de absoluto triunfo y continuó durmiendo.

La corneta volvió a sonar, esa vez con una nota aún más urgente. Algo pasaba. Se levantó del catre, recogió su ropa y se vistió a toda prisa. Podía escuchar gritos procedentes de cubierta, con un retumbar de pasos. Joanna se había despertado y estaba sentada en la cama, aferrando las mantas. Parecía confusa, soñolienta y asustada.

– ¿Alex? ¿Qué pasa? ¿Sucede algo malo?

– No. No te preocupes. Vuelvo enseguida -se inclinó para darle un apresurado beso. De repente, recordando que ella solía tardar unas dos horas en vestirse, le sugirió-: Pero quizá tú deberías levantarte también.

Una vez arriba, lo primero que hizo fue echarse un cubo de agua fría por la cabeza. Dev, luciendo un aspecto mucho más fresco que él, lo miraba con una taza de cacao caliente en la mano.

– Eres demasiado viejo para beber tanto ron -le comentó su primo-. Tienes un aspecto terrible. O quizá es que estás demasiado viejo para permitirte otros excesos…

– Basta -le espetó Alex, y desvió la mirada hacia donde Owen Purchase estaba enfrascado en una profunda conversación con el timonel-. ¿Cuál es la emergencia?

– Mar de hielo -respondió Dev, lacónico-. Hace una media hora que ha cambiado el viento y el hielo nos está empujando hacia la costa.

Alex se acercó a la borda. El cielo estaba gris y soplaba un viento muy frío. Enseguida detectó el problema: el viento del noroeste empujaba los bloques de hielo hacia el barco, acorralándolo contra la línea de costa. Apenas unos cuarenta metros hacia el oeste el agua estaba limpia, libre de peligro. Pero no podían llegar hasta allí y, al cabo de una media hora según sus cálculos, estarían completamente rodeados de hielo o bien se estrellarían contra las rocas.

– ¿Qué te parece? -le preguntó Purchase con tono urgente, acercándose.

– Que no tenemos elección -contestó Alex, sombrío-. Si esperamos, nos estrellaremos -miró hacia el mar abierto-. Tendremos que cortar el hielo hasta llegar a aguas limpias. Y empezar ya.

– Nunca había hecho esto antes -suspiró Purchase-. Es condenadamente peligroso. El hielo es inestable y…

– Yo sí lo he hecho, y no es tan peligroso como quedarnos aquí esperando a naufragar -se dirigió a Dev-. Trae las sierras.

Mientras su primo se alejaba corriendo, Alex se volvió para descubrir que Joanna había subido a cubierta. Reprimió un gruñido, arrepentido de no haberle ordenado que se quedara abajo. Lo último que deseaba era batallar con mujeres histéricas en un momento como aquél.

– ¡Alex! -se acercó a él y le puso una mano sobre el brazo; estaba muy pálida-. ¿Qué sucede?

– Nada. Vuelve abajo.

Se lo había dicho en un tono muy brusco. Vio que alzaba enseguida la barbilla y se lo quedaba mirando con expresión testaruda. Había un brillo de furia y obstinación en sus ojos azules.

– No. No bajaré. No hasta que me hayas contado lo que pasa.

– El barco está atrapado en el hielo, lady Grant -le informó Purchase-. Lord Grant va a abrirnos un paso hasta mar abierto.

Joanna lo miró y volvió a concentrarse en Alex.

– ¿Es peligroso?

– Sí. Pero si no lo hacemos, pereceremos todos.

Oyó a Purchase murmurar una protesta, no por el contenido de sus palabras, sino por la manera brutal en que las había expresado.

Joanna palideció todavía más. Sus ojos brillaban como zafiros. Alex la observaba, expectante.

– Podrías morir ahogado -dijo, y no era una pregunta. Volvió a mirar a Purchase y, detrás de él, a la tripulación, que esperaba: Dev con las sierras de hielo, hombres con sogas y escaleras.

Alex la vio estremecerse, como si palpara la tensión en el aire.

– No había imaginado que volvería a convertirme en viuda tan pronto -dijo Joanna-. Esto no me gusta nada -agarró a Alex de las solapas del abrigo y lo atrajo hacia sí. Su aliento le acariciaba los labios-. Ten cuidado -susurró con vehemencia.

Había algo en sus ojos que hizo que el corazón le diera un vuelco en el pecho. Lo besó en una mejilla, lo soltó y se instaló luego junto a la borda, como dejando claro que pretendía pasarse todo el día allí.

Los hombres se sonreían y Purchase le hizo un ligero guiño a su primo.

– Parece que ahora tienes algo por lo que volver, Grant.

– Sí -respondió, y miró de nuevo a su mujer.

Alguien había llevado una manta y un tazón de cacao a Joanna, que se había acurrucado en un rincón de cubierta. Lo estaba observando. Una vez más, Alex sintió que algo se removía y ardía en su interior. Algo por lo que vivir… Durante demasiado tiempo había estado convencido de que no había nada por lo que mereciera la pena seguir viviendo.

Dev lanzó entonces la escalera de cuerda. Tenía que bajar ya.

Joanna nunca había pasado tanto frío en toda su vida. Tenía la sensación de que las manos, pese a sus guantes forrados de piel, se le habían congelado sobre la borda del barco como pajarillos en una rama. El frío la calaba hasta los huesos, helándole la sangre en las venas.

No podía creer que aquel hermoso país del que se había enamorado el día anterior se hubiera convertido en un paisaje tan gris y hostil, con aquel viento cargado de nieve. El progreso de los trabajos de cortar el hielo había sido desesperadamente lento. Había observado con el corazón en la boca cómo Alex y Devlin, de pie en los inestables témpanos, abrían lo que parecía un estrechísimo camino en la superficie de hielo. Conforme el agua iba aflorando, Owen Purchase hacía avanzar centímetro a centímetro a la Bruja del mar, utilizando muy poco velamen para evitar que embarrancara. Cada ruido, cada crujido que hacía el barco parecía magnificarse mientras el hielo se deslizaba por los flancos del barco e iba quedando atrás. Y al fondo, siempre inalcanzable, la tentadora cinta azul de agua que significaría la liberación.

– Llevas todo el día aquí fuera -le recriminó Lottie, apareciendo de repente. Iba envuelta en tres abrigos de piel de foca y sostenía en las manos un cuenco de caldo para Joanna.

– No puedo bajar -repuso, castañeteando los dientes-. Necesito saber que a Alex no le ha pasado nada.

Lottie se marchó enseguida y Joanna se bebió el caldo. Luego, pese al frío, debió de haberse quedado dormida, porque no sabía cuánto tiempo había pasado. La despertó un fuerte crujido: el barco se estremeció mientras el viento inflaba las velas, hacia mar abierto. Alguien gritó en la proa, corrieron los hombres, la escalera de cuerda fue lanzada de nuevo por la borda y Alex y Devlin se apresuraron a subir de nuevo. La tripulación los recibió con aplausos y palmadas en la espalda mientras el barco ganaba velocidad rumbo al norte.