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Joanna dio un paso adelante y se tambaleó, entumecida y aterida de frío como estaba. Al otro lado de la ancha cubierta, Alex la vio y se quedó inmóvil por unos segundos. Al momento siguiente estaba frente a ella, agarrándola de los brazos con un brillo de furia en sus ojos. Pero debajo también latía el asombro… y otro sentimiento que hizo que el corazón le diera un vuelco en el pecho.

– ¿Te has pasado todo el día aquí fuera? -le espetó.

Su abrigo estaba empapado y casi congelado bajo sus dedos. Tenía hielo hasta en las pestañas.

– Sí -respondió.

– ¡Has podido morir congelada! -rugió-. ¿Es que no tienes cabeza?

– Tanta como tú -replicó Joanna-, que ahora mismo me estás sermoneando cuando deberías estar abajo, quitándote toda esa ropa empapada.

Permanecieron mirándose fijamente con una expresión mezclada de furia y estupor, hasta que Alex la abrazó y la besó con tanta vehemencia que la dejó aturdida. Lo hizo luego con mucha mayor ternura: el beso se convirtió en una conversación sin palabras que hizo que Joanna se alegrara enormemente de no haber perdido la fe en él.

Cuando la soltó, le retuvo la mano, que apoyó sobre su corazón, y se la quedó mirando en silencio. Joanna podía sentir un frío helado y un ardiente calor a la vez. Estaba absolutamente desconcertada. Sabía que se estaba enamorando de Alex. Su cerebro la había advertido contra ello, pero su corazón no lo había escuchado y había dado el salto. Mientras sentía sus dedos enlazados con los suyos, viendo como los copos de nieve se derretían y resbalaban por su rostro, supo que se estaba enamorando cada vez más, irremediablemente.

«Es otro aventurero», le susurró una voz interior, y aunque sabía que Alex no era como David, se estremeció. No mucho tiempo atrás había querido perderlo de vista, para poder olvidar el engaño del que le había hecho víctima. Pero ahora ansiaba que se quedara con ella, pese a que le dolía cada día el conocimiento de que su matrimonio se fundamentaba sobre una mentira. Estaba atrapada.

Dos días después entraron en la bahía de Isfjorden.

– Partiremos mañana a las siete -dijo Alex, llevándose a Joanna a un aparte después de la cena habitual de estofado de carne y galletas deshidratadas-. El hielo es demasiado grueso para que podamos navegar hasta la sonda de Bellsund, así que echaremos el ancla aquí y continuaremos viaje por tierra.

Le pareció que Joanna acogía la noticia con desagrado.

– ¿A las siete? -suspiró-. ¡Y pensar que en Londres rara vez me levanto antes de las once!

– Me temo que mañana tendrás que madrugar mucho más para poder estar preparada para salir a esa hora. La señora Cummings y tú tendréis que viajar en el carromato de las provisiones. Sé que resultará incómodo, pero en Spitsbergen no hay carruajes, por no hablar de carreteras.

– Puedo montar a caballo -replicó Joanna-. Me habitué a hacerlo en Londres y no pretendo perder una costumbre tan sana. Hay pantalones especiales para que pueda montar a horcajadas, y una chaqueta de estilo militar que me queda muy bien…

Alex se perdió el resto de la descripción, impresionado por la imagen que sus palabras habían conjurado. ¿Joanna en pantalones y montando a horcajadas? La miró, intentando imaginar el efecto que causaría en la tripulación de Purchase. Durante tres noches había saciado su deseo en el lecho de Joanna, y sin embargo no había disminuido en absoluto. De hecho, desde el día en que tercamente había insistido en quedarse en cubierta mientras Dev y él liberaban el barco del hielo, la necesidad que había sentido por ella se había mezclado con algo mucho más profundo y complicado. Todo lo cual lo había impulsado a buscar su compañía durante los días siguientes, aunque no hubiera sido más que para dar un paseo por cubierta con buen tiempo, o para hablar, o para jugar al ajedrez. Juego al que ella siempre le ganaba, por cierto: a eso sí que se había resignado.

– Veremos cuánto tiempo aguantas encima de una silla -la miró, meneando la cabeza-. Esto no es como montar por Hyde Park.

Joanna arqueó las cejas y lo miró a su vez con una expresión de desafío que cada vez le resultaba más familiar.

– Tú mismo dijiste que era una chica de campo -le recordó-. Te apuesto lo que quieras a que aguanto tanto tiempo en la silla como tú.

– Cincuenta guineas a que no.

– Ganaré -le prometió con una sonrisa-. Ya lo verás.

A la mañana siguiente, Alex deseó haber hecho otra apuesta: la de que Joanna no estaría preparada a tiempo para salir a las siete. Purchase tocó diana a las seis: una hora después no había señal alguna ni de ella ni de Lottie Cummings.

– Supongo -se dirigió con tono sombrío a Dev- que no habrá la menor posibilidad de que la señora Cummings está lista para viajar dentro de otra hora…

– Efectivamente -repuso su primo, sonriendo-. Será mejor que pidas refuerzos y mandes a Frazer.

Lottie apareció hora y media después. Tras una espera de otra media hora, Alex bajó la escalera y entró en el camarote de Joanna sin llamar.

Y se quedó paralizado de sorpresa.

Su esposa, con el pelo recogido en una larga y gruesa trenza, estaba sentada en el borde del catre luciendo el más provocativo atuendo que había visto en su vida. Los pantalones de montar color beige se adherían perfectamente a sus bien torneados muslos. La chaqueta azul marino resaltaba su cintura de avispa, a la vez que acentuaba el volumen de sus senos. Se le secó la garganta. La mente se le quedó completamente en blanco. Todo su cuerpo se tensó de deseo.

– ¿Me he retrasado? -inquirió preocupada, malinterpretando su expresión-. Lo siento. No consigo calzarme las botas -añadió y señaló un par de brillantes botas negras de húsar, con alegres borlas.

– Es como intentar meter un cerdo grande en una conejera -dijo Frazer con tono amargo desde el suelo, donde estaba sentado-. Imposible, milord.

Sacudiendo la cabeza, Alex puso manos a la obra y, tras mucho tirar y empujar, consiguió calzarle las botas con ayuda de su mayordomo.

– Incluso la señora Cummings se ha dado más prisa que tú -le informó mientras la ayudaba a levantarse. La miró detenidamente. Ahora que estaba de pie, su traje de montar parecía aún más escandaloso que antes, debido a lo corto de la chaqueta. Tras lanzar una expresiva mirada a Frazer, y resistiendo el impulso de cubrirla con una manta, la sacó del camarote.

Para cuando Joanna hubo bajado por la escalera de cuerda hasta el bote, parecía como si hasta el último marinero de la Bruja del mar hubiera encontrado un motivo para hacer una pausa en el trabajo y contemplar la maniobra. Owen Purchase y Dev, apenas capaces de disimular su admiración, se encargaron de remar hasta la costa. Lottie, obviamente envidiosa de la atención que su amiga había suscitado, ignoró aposta a Dev y montó un escándalo cuando tuvo que desembarcar en la playa de guijarros. Insistió especialmente en que Purchase la cargara en brazos hasta donde estaban esperando los caballos, para no mojarse su traje de montar.

– ¿Se puede saber qué es eso? -inquirió con tono desagradable, señalando uno de los lanudos ponis que el guía ruso pomor había llevado hasta la playa-. ¡Eso no puede ser un caballo!

– Los más preciados purasangres se romperían las patas en un terreno tan duro como éste -explicó Alex-, donde nacieron por cierto estos pequeños y resistentes ponis. ¿Habéis cambiado de idea sobre montar con nosotros, señora Cummings?

– No -se apresuró a asegurarle Lottie, lanzando a Purchase una mirada seductora y presionando descaradamente su cuerpo contra el suyo mientras éste la ayudaba a montar-. Quiero conocer el país.

– Pues sólo verás la mitad si te empeñas en montar a la amazona, Lottie -señaló Joanna, instantes antes de que Alex se inclinara para ayudarla a subir al poni-. ¿No preferirías montar a horcajadas?

– En un caballo no, gracias -respondió, haciendo ruborizarse a Dev.