Joanna montó con tanta agilidad que Alex y su primo se la quedaron mirando asombrados. Recibió las riendas del guía y le dio las gracias en un más que correcto ruso. Alex no salía de su sorpresa, mientras una sonrisa de admiración asomaba al curtido rostro del guía.
– Merryn me enseñó unas cuantas frases en ruso antes de salir de Inglaterra -le explicó al ver su expresión de estupor-. Pensé que podría servir de algo.
Alex estaba impresionado. Y también algo avergonzado por haber supuesto que Joanna vivía tan pendiente de sí misma que jamás se le habría pasado por la cabeza aprender algunos rudimentos de aquella lengua. En ese momento vio que Owen Purchase sonreía a Joanna, y experimentó una punzada de posesivo orgullo, a la par que otra, igualmente violenta, de celos. Enseguida puso su poni al lado del de su esposa, adelantándose al capitán.
Cabalgaron durante todo el día. El paisaje de Spitsbergen nunca le había parecido tan hermoso. Soplaba una templada brisa del sur. Diminutas amapolas amarillas florecían entre las negras rocas.
– Hay ranúnculos -dijo Alex-. Salen muchos en el verano.
– Preciosos -comentó Joanna-. ¡Mira, Lottie!
– Querida -dijo su amiga-. Difícilmente puedo excitarme tanto por una planta tan pequeña.
No vieron a nadie durante todo el día. Al principio Joanna se mostró locuaz, haciendo preguntas y comentarios sobre la vista, pero conforme fue avanzando el día se fue quedando callada. Y, para cuando empezó a caer la tarde, Alex pudo ver que se estaba tambaleando de cansancio sobre la silla. Intentó persuadirla de que subiera al carromato de las provisiones, pero ella se negó en redondo, terca. No podía por menos que admirarla por su determinación, pero al mismo tiempo le entraron ganas de sacudirla por los hombros.
– No tienes que demostrar nada -le espetó cuando se detuvieron para que abrevaran los caballos-. Que el diablo me lleve… ¡Me has ganado al ajedrez y has demostrado que tienes resistencia suficiente para cabalgar por un terreno tan duro durante horas! -señaló el carromato, donde una malhumorada Lottie esperaba sentada entre cajones y sacos-. ¡Por el amor de Dios, tómate un descanso!
– No sería un descanso, porque entonces estaría obligada a escuchar las quejas de Lottie -repuso ella mientras volvía a montar-. Además, un carromato es un medio de transporte que no conviene nada a mi estilo -sonrió-. La reputación de Lottie nunca se recuperará cuando se sepa en Londres que ha estado viajando encima de un saco de galletas deshidratadas.
Para cuando Alex detuvo la marcha, al borde de una pequeña ensenada, pudo ver que Joanna casi se había quedado dormida sobre la silla. La ayudó a bajar, sosteniéndola delicadamente: sentía por ella ternura, piedad y también un punto de exasperación. Estaba pálida de cansancio.
– La culpa sólo la tienes tú -le dijo con mayor brusquedad de lo que había pretendido.
– Lo sé -le sonrió-. Como siempre, tienes razón.
Alex frunció los labios.
– Supongo que pensarás que ahora también estoy siendo demasiado crítico contigo.
– Puedes dejarme tranquilamente que cometa mis propios errores -dijo Joanna-, aunque te agradezco tu preocupación -miró a su alrededor-. ¿Dónde vamos a dormir?
Alex señaló un punto en la costa.
– En aquella cabaña de tramperos.
Era un edificio largo y aplastado, apenas mayor que un cajón grande; parecía casi un desperdicio que un mar furioso hubiera arrojado a la playa. A su alrededor había huesos dispersos blanqueados por el sol y las mareas. Nada más verlos, Lottie soltó un chillido teatral antes de lanzarse en brazos de Owen Purchase.
– ¿Se puede saber dónde nos habéis traído?
El guía se estaba riendo, Alex le tradujo la pregunta.
– Dice que era el hogar de un trampero noruego que estuvo cazando osos, zorros árticos y patos el pasado invierno.
– Pues dejó muchos restos detrás -rezongó Lottie.
– Oh… -exclamó Joanna-. Supongo que no habrá agua caliente.
– No hasta que la calentemos nosotros -dijo Alex.
– ¿Comida?
– Prepararemos unas gachas de avena y cacao -señaló el carro-, una vez que encendamos fuego.
Joanna esbozó una mueca. Alex esperó a que se quejara de las escaseces e incomodidades, pero no dijo nada. Lottie, por el contrario, gruñía por las dos.
– ¿En qué puedo ayudar? -preguntó Joanna al cabo de un momento.
– Podrías recoger madera de abedul para el fuego. Arde bien. Encontrarás alguna en la playa, de la que arrastra el mar. Pero no te pierdas de vista -añadió-. Siempre hay peligro con los osos.
La vio acercarse a donde estaba Lottie y le dijo algo. Su amiga negó con la cabeza.
– Querida -la voz de Lottie llegó hasta Alex-. ¿Qué sentido tiene estar rodeada de hombres tan fornidos y capaces si tenemos que alzar un dedo nosotras para hacer algo? No, ni hablar. Pretendo quedarme aquí hasta que alguien me dé de comer y de beber. Por si lo has olvidado, he pagado por hacer este viaje.
– Recuérdame -le dijo Owen Purchase a Alex al oído, muy serio- por qué diablos consentí que esa mujer nos acompañara.
– Porque es rica y porque Dev quería dormir con ella -respondió en el mismo tono.
Purchase se echó a reír.
– Se está comportando exactamente como imaginé que lo haría. A veces acertar es una verdadera desgracia.
– Mientras que con Joanna… -Alex siguió con los ojos la esbelta figura de su esposa mientras caminaba por la playa, agachándose para recoger ramas y maderas- ha sucedido lo contrario.
– No estoy de acuerdo -Purchase se lo quedó mirando durante un buen rato-. Lady Grant se está comportando también de manera exacta a como imaginaba. Tus expectativas eran las equivocadas, Grant -declaró, y se marchó, dejando a su amigo sin habla.
Joanna descansaba sobre las mullidas pieles del trineo tirado por perros, con Max ovillado a su lado. Alex había tenido razón: aquello era mucho más cómodo que cabalgar. La noche anterior le había dolido todo el cuerpo, pero despertarse por la mañana había sido todavía peor. Y además cubierta de polvo, sucia y con el pelo hecho un desastre. Había encontrado un plato de estaño para mirarse, y casi se arrepintió de haberse molestado, porque estaba pálida, más todavía que cuando padeció los mareos en el barco. No lo había creído posible, pero pudo verlo con sus propios ojos.
El desayuno había consistido en tiras de la carne más desagradable que había probado nunca. El tiempo había cambiado y, en medio de la niebla, el fuego se había negado a arder bien, chisporroteando y echando humo, así que no había habido cacao caliente.
– Es carne de foca en salazón -le había confiado Dev mientras le pasaba un plato de lo que le había parecido cuero hervido-. Pero, por favor, no se lo digáis a la señora Cummings. Cree que es carne de vaca.
Habían desayunado en silencio, incluso Lottie, a la que curiosamente parecían habérsele agotado los motivos de queja. Pero al menos ese día, pensaba Joanna mientras se estiraba perezosamente al calor de las pieles del trineo, estaban cruzando pasos de montaña, lo que significaba viajar sobre nieve, en vez de cabalgar por el rocoso terreno del llano.
No había absolutamente nada que ver. La niebla era demasiado densa: sólo ocasionalmente se alzaba para revelar montañas negras como el carbón. La nieve siseaba bajo los patines del trineo. Joanna no podía creer que un país que le había parecido tan hermoso apenas el día anterior, pudiera ahora mostrarse tan inhóspito, de color plomo de horizonte a horizonte, deprimente y oscuro.
– Todo es tan gris… -se había quejado ya antes de emprender la marcha.
– Y horrible -había añadido Lottie cuando se instaló a su lado en el interior forrado de pieles del trineo. Al principio se había negado a subir, pretextando que jamás había visto perros con unos ojos tan azules y que desconfiaba de ellos, no fueran a volcar el trineo.