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– Según Alex, éste es el mejor tiempo que podía hacernos -comentó en aquel momento Joanna con tono triste, volviéndose hacia su amiga-. A veces llueve durante veinte días seguidos. Y eso cuando no nieva. Así que supongo que deberíamos considerarnos afortunadas.

– Querida, no hay nada mínimamente agradable en este condenado país. ¿Tú no te arrepientes de haber venido? No puedo creer que ese pequeño bribón de David merezca tantos trabajos por nuestra parte, cuando podríamos estar ahora mismo paseando por Hyde Park o probándonos sombreros en la tienda de la señora Piggott -no esperó su respuesta, sino que continuó-: ¿Te enteraste de que el sombrero parisién estará de moda este invierno? Es lady Cholmondeley quien patrocina la moda y sostiene que debería decorarse con flores, pero la verdad es que yo prefiero fruta. Pienso lucir el que he encargado de piel de castor y adornarlo con ciruelas y albaricoques. ¿Qué te parece?

Joanna, que había estado inquieta pensando en su primer encuentro con Nina, dio un respingo.

– Perdona, Lottie. No te estaba escuchando.

– ¿Y por qué no? -parecía ofendida.

– Estaba pensando en Nina -le confesó- y en si le gustarán los juguetes que he traído para ella.

– ¡Querida! ¡Por supuesto que sí! ¡Son de Hamley's! ¡Le encantarán! ¡Probablemente nunca habrá visto un juguete antes, encerrada en aquel horrible monasterio con un montón de monjes!

Joanna frunció el ceño.

– Supongo que no. Es cierto que puedo darle muchas cosas que seguro que nunca había tenido antes…

– Juguetes, ropa bonita -asintió Lottie-. Sólo piensa en lo bien que nos lo pasaremos cuando volvamos a Londres, querida, vistiendo a la pequeña con versiones en miniatura de los últimos modelos. ¡Porque será como una muñequita! -de repente pareció desanimarse-. Espero, eso sí, que sea bonita. Porque no sé lo que haremos con ella si no lo es.

– Lottie… -dijo Joanna- Nina no es un juguete.

Le dolía la cabeza. De repente le entraron ganas de llorar, y no sabía por qué. Seguro que Nina estaría encantada de recibir tantos juguetes y regalos… Y sin embargo… Pensó en el cajón de pelotas, peonzas y muñecas que viajaba en el carromato de las provisiones, y volvió a experimentar una inexplicable punzada de ansiedad. Quería hablar con Alex, compartir sus temores con éclass="underline" cosa que no podía hacer porque en aquel momento cabalgaba a la cabeza del convoy, con Dev, Owen y el guía.

Aquella tarde llegaron a un pequeño poblado de cabañas, al pie de otro fiordo. Karl, el guía pomor, estaba que no cabía en sí de orgullo.

– Es su hogar, ¿verdad? -dijo Joanna cuando Alex las estaba ayudando a bajar del trineo-. Hasta ahí sí que alcanza mi ruso.

Miró a su alrededor. La aldea no era más que un grupo de cabañas alineadas a lo largo de la costa, pero parecían sólidas y estaban construidas de ladrillo y no de ramas, como la choza de los tramperos de la pasada noche. Había una fragua, un par de graneros y un edificio bajo que parecía un salón comunal. Sobre una pequeña colina, frente al mar, se alzaba una gran cruz de madera.

– El pueblo pomor es muy religioso -le explicó Alex-. El monasterio de Bellsund está a un solo día de viaje de aquí. Siempre ha habido lazos muy estrechos entre el pueblo y la abadía.

Los habitantes acudieron a saludarlos: cazadores con gruesas pellizas de pieles, mujeres con delantales blancos y niños que se escondían detrás de sus faldas.

– No sabía que hubiera gente viviendo aquí de manera permanente -Joanna estaba sorprendida-. Según el libro de Merryn, los asentamientos servían principalmente para pasar el invierno.

– ¡Así que lo leíste! -exclamó Alex, sonriendo-. Yo pensaba que los libros te aburrían.

– Leí por encima algunos capítulos -murmuró ella.

– Eso lo hacen los noruegos, que vienen sólo a cazar. Pero algunos pomores llevan aquí muchos años. Y, como puedes ver, acompañados de sus familias.

– Tiene que ser una vida muy dura.

Lottie no dejaba de mirar a su alrededor con su habitual expresión de desdén.

– Qué lugar tan primitivo y horrible… -empezó a decir, pero Joanna le soltó una patada en el tobillo.

– Qué deliciosa aldea -dijo Joanna, sonriendo a Karl-. Estamos muy contentos y agradecidos de poder quedarnos aquí.

– Esta noche celebrarán una fiesta en nuestro honor -le informó Alex, y señaló a Owen Purchase, que había sacado su fusil y estaba charlando con un par de cazadores pomor-. Purchase cazará unos ptarmigan para nosotros.

– ¿Ptarmigan? -Lottie arrugó la nariz-. ¿Eso no es un pájaro? ¿Qué vamos a hacer? ¿Roer sus huesos? Os recuerdo que no estamos en la Edad Media.

– Estoy seguro de que os sentiréis mucho mejor después de haber tomado un baño caliente, señora Cummings -le dijo Alex, señalando a las mujeres que se habían apelotonado en torno a ellas-. Están esperando a mostraros los baños de sudor, donde podréis bañaros y relajaros a placer.

– ¡Baños de sudor! -exclamó Lottie-. ¡Qué desagradable! ¡No pienso ponerme a sudar! -una niña pequeña se había agarrado a sus faldas y ella dio un tirón y las retiró bruscamente, con lo que la criatura se echó a llorar.

Alex se volvió hacia Joanna:

– Parece entonces… que el baño lo tendremos que disfrutar solamente nosotros, esposa mía.

La idea de tomar un baño, de sudor o de cualquier otro tipo, le resultaba extraordinariamente tentadora. Pero la idea de compartirlo con Alex, sin embargo, resultaba más que inquietante. Lo miró desconfiada:

– ¿Piensas acompañarme?

– Es la costumbre aquí, en el Polo Norte -respondió con una expresión sospechosamente inocente.

– ¿De veras?

– Tomar un baño juntos es algo perfectamente respetable en una pareja casada, Joanna -le tomó una mano-. Te aseguro que yo jamás haría nada que pudiera ofender la sensibilidad de nuestros anfitriones, y en todo caso… -bajó la voz- durante estos últimos días, nuestra relación ha ganado en intimidad. No tienes por qué mostrarte tan tímida.

– ¡No me estoy mostrando tímida! -exclamó, ruborizada.

– Claro que sí. Lo has hecho desde el principio -le acarició una mejilla-. Y eso me gusta. Pero insisto en que ya no hay ninguna necesidad.

Joanna cerró los ojos por un momento. Estaba encendida y excitada por la expresión de sus ojos, pero a la vez se sentía completamente desorientada. Los sentimientos que Alex estaba empezando a suscitarle se le antojaban demasiado complejos y difíciles de controlar. Al principio solamente había pensado en reclamar a Nina, pero cuando empezó a enamorarse de él, todo eso había cambiado. Recordaba haberle dicho en una ocasión a Merryn que los aventureros eran la última clase de hombres de los que debía enamorarse, porque para ellos lo único importante era viajar y explorar. Pensó en aquellas palabras con un escalofrío.

Sus anfitriones habían comenzado a descargar su equipaje del carro para llevarlo a una de las cabañas. Riendo y parloteando, las mujeres rodearon a Joanna y se la llevaron a la más cercana.

– Ya irán a buscarme cuando estés lista -le dijo Alex, sonriente, al ver su mirada de aprensión-. Les he dicho que nos hemos casado hace poco -añadió-. Quieren darnos el bania nupcial. El baño nupcial.

Tal parecía que la noticia de su reciente boda había llenado de entusiasmo a las mujeres de la aldea. Mientras la introducían en el cálido y umbrío interior de la cabaña del baño, no dejaron de admirar y de tocar su ropa y su pelo. Sus escasos conocimientos del idioma se revelaron totalmente inadecuados: lo único que podía hacer era sonreír y asentir con la cabeza. Las mujeres le indicaron que se sentara en un banco con cojines y se aprestaron a deshacerle la trenza.

La temperatura de la cabaña era extraordinariamente calurosa comparada con la del exterior, y además olía maravillosamente bien: un rico aroma a pino y abedul. La única luz era la que entraba por un alto ventanuco y por los resquicios de las paredes de tabla. Joanna empezó a relajarse conforme el calor se filtraba en sus venas. Una joven le sirvió una copa de vino con nuez moscada: una bebida fuerte a la vez que sabrosa. Para entonces ya le estaban cepillando la melena, admiradas de su longitud y belleza. La lenta cadencia del cepillado y el efecto del vino consiguieron relajarla. En la aromatizada oscuridad de aquel mágico espacio, sus temores por Nina y por la relación que establecería con ella se desvanecieron. Sus preocupaciones por el futuro se evaporaron por completo. Ni siquiera se dio cuenta del momento en que las mujeres empezaron a despojarla de su traje de montar. Las botas despertaron una gran hilaridad, sobre todo cuando fueron necesarias tres mujeres para quitárselas.