Выбрать главу

Sólo cuando comenzaron a quitarle la ropa interior tomó conciencia Joanna, con una sensación de absoluto asombro, de que pretendían desnudarla completamente. Se irguió de golpe: la cabeza le daba vueltas por el vino y el calor. Las mujeres revoloteaban a su alrededor como una bandada de pájaros, charlando y riendo, ignorando sus débiles esfuerzos por resistirse. Una joven que no debía de tener más de dieciséis años le sonrió mientras le ponía una mano suavemente sobre el brazo.

– Por favor, no os preocupéis, milady. Todo esto forma parte de los preparativos nupciales.

– ¡Hablas inglés! -exclamó Joanna. De repente se sintió enormemente aliviada, muchísimo menos sola-. ¿Cómo te llamas?

– Me llamo Anya y aprendí vuestra lengua en la escuela del monasterio de Bellsund -respondió la adolescente. Tenía unos ojos castaños de mirada risueña y la sonrisa más feliz que Joanna había visto en su vida-. La bania nupcial es una tradición muy bella -le confió-. Nos alegramos tanto cuando nos enteramos de que vos y el «lord severo» acababais de casaros…

– El «lord severo» -se rió Joanna-. Sí, es una buena descripción de Alex.

– Así que os pondremos bella para él -añadió la chica mientras una compañera terminaba de despojar a Joanna de su ropa interior, sin darle siquiera oportunidad de protestar-. Aquí tenéis jabón, y aceites de almendra para vuestro cabello…

– Gracias -se apresuró a responder Joanna, haciéndoles un gesto para que se apartaran-. Por favor, ya me lavaré yo misma y… umm… ¿podríais prestarme un albornoz?

Se alzó un murmullo de desconcierto. Evidentemente, su pudor británico había sorprendido a sus anfitrionas. Se retiraron sin embargo de buena gana, dejándole agua fresca y limpia para que se lavara y, lo más importante para Joanna: intimidad.

Una vez sola, se enjabonó lentamente el pelo, aspirando deleitada el aroma del aceite de almendras. El jabón era muy fino y olía a hierbas, y disfrutó bañándose concienzudamente. Al cabo de un buen rato, Anya llamó suavemente a la puerta y le entregó un albornoz de finísima lana, para indicarle a continuación que debía pasar a las estancias interiores del baño. Se levantó del banco tan aturdida y desorientada que a punto estuvo de caerse.

La cabeza le dio todavía más vueltas cuando entró en la estancia interior y Anya cerró la puerta sigilosamente a su espalda. Allí el calor era horrible, como el de las calderas del infierno. No había ventanas: sólo un largo banco corrido junto a la pared… y Alex estaba sentado en él. Estaba, por lo que Joanna podía distinguir a través de los vapores, completamente desnudo, aparte de la toalla que tenía sobre el regazo. Su torso brillaba ya de sudor.

– ¿Cómo has entrado aquí? -le preguntó estúpidamente mientras retrocedía hacia la puerta, palpando con los dedos la rugosa madera.

– Hay otra entrada -le explicó él al tiempo que estiraba una mano y la obligaba a sentarse a su lado.

Estaba tan aturdida y desconcertada que se dejó caer en el banco como si fuera una muñeca de trapo, y él tuvo que sostenerla. En la penumbra, distinguió el brillo de sus blancos dientes.

– ¿Te encuentras bien?

– Me siento muy rara -admitió-. Me temo que estas curiosas costumbres me resultan muy poco familiares.

– Por supuesto -le apartó el cabello de la cara y ella dio un respingo ante su contacto-. Relájate -le pidió en un murmullo-. Estás muy tensa. Esperaba que el baño hubiera hecho su efecto, es famoso por sus propiedades medicinales, ¿sabes?

– Medicinales -repitió. Eso sonaba más reconfortante.

– ¿Quieres que te cuente un poco de la historia de estos baños? -le propuso él-. Podría ayudarte a relajarte.

Joanna pensó que la historia nunca le había interesado especialmente… pero cualquier cosa serviría para distraerla de la poderosa presencia de Alex a su lado. El calor estaba aumentando. Alex se inclinó hacia delante para verter un poco de agua en el montón de piedras calientes que se alzaba en el centro de la habitación: el vapor se elevó de golpe, envolviéndolos, dificultando su respiración.

Echó luego un chorro de líquido transparente de una botella y el aroma y los vapores hicieron que Joanna sintiera unas terribles ganas de tumbarse. La habitación giraba lentamente a su alrededor. La sangre le latía con fuerza en las venas.

– Vodka -explicó Alex-. Un desperdicio, pero forma parte del ritual.

– ¿Qué es el vodka? -inquirió Joanna.

– Un licor tan fuerte que haría que el ron de anoche te supiera a la limonada de Gunter's -respondió, sonriendo.

– Vuelvo a sentirme embriagada -le confesó ella.

– Es sólo el aroma, y la intensidad del calor -explicó mientras se acercaba un poco más a ella-. Todos los escandinavos tienen la costumbre de tomar baños -murmuró al cabo de un momento-. Es una tradición que tiene siglos de existencia. En países con climas tan duros como éste, los vapores calientes relajan los músculos y alivian el alma.

– Delicioso -murmuró. Estaba empezando a acostumbrarse a la intensidad del calor. Sentía como si le vibrara la pieclass="underline" una nueva y extraña conciencia de su propio cuerpo que parecía abrirse paso por momentos.

– Después de los baños de vapor -continuó él-, suelen golpearse unos a otros con varas de abedul, para activar la circulación sanguínea.

Joanna ahogó una exclamación. Su mente se llenó de sombrías imágenes… y la temperatura de su cuerpo subió un poco más.

– ¿Varas de abedul? -repitió con voz débil-. ¿Se golpean unos a otros?

– Es la costumbre. Por razones medicinales.

– Oh, claro. Por supuesto.

Joanna no pudo por menos que reflexionar sobre lo decadente de su pensamiento, por haber imaginado lo que había imaginado.

– Y luego -terminó Alex- salen fuera y corren completamente desnudos, o se revuelcan en la nieve. O bien se sumergen en las aguas del fiordo.

– Qué extraordinario -nunca se había sentido tan consciente de su propio cuerpo. El banco de madera le quemaba la piel. Estaba toda sonrosada, sudaba a chorros y la sensación del albornoz en contacto con su piel húmeda resultaba insoportablemente pegajosa. Los pezones se le habían endurecido con el roce de la lana. Se suponía que aquello, se recordó severa, era una experiencia relajante y medicinal… no sensual.

– Pareces incómoda -le dijo Alex con tono divertido-. Estarías mucho más relajada si te quitaras el albornoz.

Joanna se dio cuenta de que tenía las manos cerradas con fuerza sobre el cuello del albornoz. Alex, en cambio, apoyó la cabeza en las tablas de madera que tenía detrás y cerró los ojos con una expresión de absoluta serenidad que resultaba casi irritante. Se relajó un poco más. Era cierto que, si se quitaba la prenda, estaría muchísimo más cómoda. Y prácticamente estaban a oscuras allí dentro… Alex no sería capaz de verla si se quedaba desnuda. Además, era su marido…

Sigilosa, casi furtivamente, se bajó el albornoz por los hombros, sacó los brazos y lo dejó caer al suelo con un suspiro de alivio. Las columnas de vapor empezaron a enredarse en su cuerpo desnudo, y se sintió caliente y excitada… en absoluto relajada.