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– Tradicionalmente -dijo Alex sin abrir los ojos-, el sudor de la novia se utiliza en el horneado del pastel de bodas. Eso después de haberla bañado en leche y sometido a baños de vapor.

– Sé que esto te va a sonar a Lottie… pero la verdad es que no me parece muy agradable que otros tengan que comerme.

Alex abrió los ojos de pronto y recorrió su cuerpo con una lenta mirada. Deteniéndola en la base de su cuello, se inclinó para lamerle las gotas de sudor que habían quedado allí.

– Yo te saborearé. Con eso bastará para los dos.

Joanna sintió que el corazón le daba un vuelco antes de empezar a latirle a toda velocidad. Con un profundo y violento latido que parecía reverberar en todo su cuerpo.

– Ummmm… -la voz de Alex era ronca, grave- salado.

Joanna se estremeció pese al intenso calor. Estaba como hechizada: la oscuridad, los aromas, la calidez del ambiente… Se sentía aturdida, lánguida, y sin embargo, al mismo tiempo más viva y despierta de lo que se había sentido nunca.

Recostada en el banco de madera, empezó a sentir las manos y los labios de Alex por todo su cuerpo: estaba tan caliente, húmeda y dispuesta que casi se puso a gritar de anhelo. Cuando lo sintió hundirse en ella, fue como un sueño febriclass="underline" su mente empezó a vagar y a girar en lo oscuro mientras se entregaba por entero a él.

Más tarde, Alex la envolvió en el albornoz para llevarla a su cabaña, donde se vistieron para la fiesta. Comieron ptarmigan asado, pan recién horneado, fruta y miel. Los aldeanos bailaron y entonaron las canciones de boda de su tierra: a Joanna le regalaron una camisa con la que, según la tradición, tendría que arropar a su primer hijo para que le diera buena suerte. Joanna sintió una punzada de dolor, pero dobló la prenda y la guardó cuidadosamente al fondo de su arcón.

El festín nupcial se fue animando. Al ver a Lottie deslizarse sigilosamente fuera de la cabaña en compañía de un joven y apuesto pomor, Joanna no pudo por menos que preguntarse por lo que pensaría Dev. En aquel momento, sin embargo, el joven estaba rodeado por tres jóvenes aldeanas, con lo que ni siquiera pareció notarlo. Al cabo de un rato, Alex la llevó de nuevo a la cabaña y volvió a hacerle el amor.

Joanna yacía despierta, contemplando el tenue resplandor del sol de medianoche. Dormido, Alex mantenía una mano ligeramente apoyada sobre su vientre, en un gesto de posesión. Pronto le preguntaría si sabía si se había quedado encinta o no: estaba segura de ello. De repente el dolor le desgarró las entrañas como ya lo había hecho otras veces, y supo que sufría no sólo por la mentira que los separaba, sino por la amarga verdad. Que, por mucho que lo anhelara, nunca sería capaz de darle un hijo a Alex.

Catorce

Joanna se despertó en los brazos de Alex. Se sentía dolorida, entumecida. La magia de la noche anterior había desaparecido: la mañana era húmeda y gris, y ella sentía el corazón frío y triste también. Ese día no iba a ser fácil. Porque ese día irían a Bellsund a buscar a Nina, y tenía miedo. Y porque recordando como recordaba la ternura que le había demostrado Alex, ella se sentía una impostora, la mujer que lo había traicionado. Se despreciaba profundamente a sí misma.

Sintiendo el picor de las lágrimas en la garganta, se desasió de los brazos de Alex. Él emitió un leve gemido de protesta, pero no se despertó, y un momento después, Joanna se deslizaba fuera de la cabaña. Max, bostezando, saltó de su cesta para seguirla fuera. Se acercó a la costa para lavarse la cara y las manos: el agua estaba tan fría que le cortó el aliento.

Se preguntó cómo sería abandonar a la carrera el intenso calor de la cabaña de los baños para sumergirse en las heladas aguas del fiordo. Sólo los más duros, o los más locos, podrían sobrevivir a una experiencia parecida. Aunque ella misma, durante aquel viaje, había hecho cosas que provocarían un desmayo a las matronas de la alta sociedad que tan bien conocía.

Oyó un crujido de guijarros en la playa, ante ella: al levantar la vista del agua, el corazón casi se le congeló en el pecho. Se había olvidado de las instrucciones que le había dado Alex sobre su seguridad: de que en aquella tierra había más de una manera de hallar una muerte rápida.

Porque allí, frente a ella, estaba una de ellas: no del blanco purísimo que siempre había imaginado, sino de una suerte de color crema, brillando al sol de la mañana. El oso olisqueó el aire, volvió la cabeza y la miró directamente.

Era hermoso. Era también enorme y terrorífico… y sin embargo encantador en su poder, su fortaleza, su elegancia. El corazón comenzó a latirle desbocado. Se irguió y permaneció inmóvil, viéndolo acercarse. El animal se movía lentamente, sin dejar de mirarla. Se sentía como transfigurada, fascinada, aterrada. Sabía que debía moverse, correr para protegerse y dar la alarma en la aldea, pero las piernas se negaban a obedecerle. Abrió la boca y no emitió sonido alguno, excepto un leve jadeo.

Oyó entonces un ruido a su espalda: el rumor de unos pasos en la ladera de piedras que se hallaba detrás y volvió la cabeza. Alex estaba en lo alto de la pequeña colina, con un fusil en las manos. Estaba muy pálido, con los ojos brillantes. Max corría a su alrededor, sin dejar de ladrar: el eco de sus ladridos resonaba en las altas paredes de las montañas del fiordo.

Y, aun así, el oso continuaba acercándose.

Alex no se movió. El oso estaba a menos de cincuenta metros de ella: era inmenso. Se alzó entonces sobre sus dos patas traseras y pareció bailar por un momento como un boxeador en el cuadrilátero. El terror la anegó como si fuera una marea. Intentó escapar, subir la ladera, y resbaló con los guijarros. El oso estaba tan cerca que casi podía sentir su aliento en la cara.

Alex no iba a ayudarla.

El grito se negaba a salir de su garganta. Estaba aturdida de desesperación. Entonces él alzó el fusil y disparó por encima de la cabeza del oso. El tiro resonó en la montaña con el estruendo de un cañón. La bestia se detuvo y miró a Joanna durante lo que le pareció una eternidad antes de dar media vuelta y marcharse lentamente.

Joanna yacía inmóvil en el suelo, temblando, con el cabello en los ojos; el pulso le latía con tanta fuerza en los oídos que, por unos segundos, fue incapaz de escuchar nada más. Por fin se sentó y miró a Alex: estaba terriblemente pálido. Cuando bajó el fusil, pudo ver que estaba temblando.

– No podía matarlo -su voz sonaba extraña, remota-. Debí haberle disparado mucho antes.

Lo miró, conmovida por su tono.

– Alex… -empezó, vacilante. Sólo ahora estaba reaccionando. Quería gritarle por haber puesto en peligro su vida, pero no podía encontrar la voz. Quería agarrarlo por los hombros y zarandearlo por haber esperado tanto. Quería llorar. Y sin embargo, había algo en la inmovilidad de Alex y en la expresión de asombro con que seguía mirando la dirección en la que había desaparecido el oso, que la impulsó a quedarse callada.

– Fallé -pronunció él en voz baja. Volvió a mirarla, esa vez con dureza-. Fracasé otra vez -cayó de rodillas frente a ella y la agarró de los hombros con fuerza, clavándole los dedos-. No deberías haber venido. Sabía desde el principio que no deberías haber venido. No podía protegerte bien -la soltó bruscamente, se irguió y empezó a alejarse.

– ¿Adónde vas?

Pero no contestó. Ni siquiera se dio la vuelta.

Los otros, alertados por los ladridos de Max y por el disparo, corrían ya hacia ella: Dev como nunca había visto correr a nadie, Owen Purchase armado de un fusil, Lottie sujetándose su capa. Y, detrás de ellos, los habitantes de la aldea.

Joanna se levantó por fin y se sacudió el polvo de las faldas con manos temblorosas.

– ¡Jo! -la voz de Lottie había perdido su habitual confianza. Le tomó las manos-. Oímos el tiro. ¿Qué ha pasado?