– ¿No te quedaste contenta con haber estado a punto de morir devorada por un oso? -inquirió-. ¿Tan necesario te parecía volver a aventurarte fuera de la aldea, sin nadie para protegerte?
Joanna llevaba al hombro el fusil. Lo bajó para apoyarlo cuidadosamente contra la pared de la choza.
– Sé disparar -repuso ella.
A juzgar por la expresión de sus ojos azules, Alex tuvo la sensación de que quería dispararlo a él. Excelente. Eso era mucho mejor para su estado de ánimo.
– No te quiero aquí -le espetó, brutal. La culpabilidad y el dolor volvían a acosarlo, como le había estado sucediendo desde el momento en que se había alejado de ella. Furia contra Joanna, contra sí mismo, remordimientos… En un impulso la agarró por los hombros, y la sintió estremecerse-. ¿A qué has venido?
Alzó la mirada hacia él. Sus ojos tenían el mismo color azul, cándido e inocente, que recordaba de su encuentro en la oficina de Churchward. Le parecía que había transcurrido una eternidad desde entonces.
– He venido a buscarte -respondió sin más, sosteniéndole sin miedo la mirada-. Pensé que podrías necesitarme.
Cerró los ojos con fuerza. Sus palabras le dolían, y esa vez fue él quien se estremeció.
– No. No te necesito.
– Sí que me necesitas -repuso con toda tranquilidad.
Alex negó con la cabeza.
– Cúlpame. Discute conmigo -se pasó una mano por el pelo, desesperado-. Siempre estamos discutiendo.
– Esta vez no -ella se apartó y fue a sentarse en los escalones de la cabaña.
Había querido descubrir a la verdadera Joanna Ware, la mujer que había vislumbrado tras la fachada de dama elegante de la alta sociedad. Allí estaba: la tenía delante. Y se dio cuenta de que había cometido un error fundamental; no había fachada. La preferida de la sociedad londinense, la Lady of the Fancy del club de boxeadores, eran una y la misma. El estilo, la ropa, los bailes y las fiestas eran simples facetas de una personalidad capaz de un amor y una generosidad inusitadas por sus seres queridos. Él no lo había visto antes porque había estado predispuesto a juzgarla como una mujer vana y frívola. El odio que le había profesado Ware y su propia obstinación lo habían cegado.
Recordó las palabras que acababa de dirigirle: «Pensé que podrías necesitarme». Se había preocupado por él y había hecho a un lado su propio orgullo y su propia furia para ofrecerle su consuelo. En realidad, le había dado toda una lección. La miró. Tenía la mirada clavada en la bahía con una expresión ferozmente concentrada, resuelta.
Alex sintió una punzada de emoción tan sumamente violenta que incluso se tambaleó. Su esposa. Con estupor se dio cuenta de que, hasta ese momento, siempre había pensado en Amelia como su esposa: ese papel jamás se lo había adjudicado a Joanna. Aunque Amelia había muerto cinco años antes, la había entronizado en su corazón como su esposa… para siempre. No importaba que se hubiera casado con Joanna, que deseara que fuera la madre de su heredero. De alguna manera, había seguido pensando en Amelia como su verdadero cónyuge.
Hasta ahora… Porque todo eso había cambiado.
Se sentó junto a ella. Joanna lo miró de reojo, pero no dijo nada. Al cabo de un momento, Alex le tomó una mano. Vio una leve sonrisa asomar a sus labios. Quería besarla.
– Quiero hablarte de Amelia -le dijo bruscamente.
La oyó contener el aliento. Y le pareció distinguir un fugaz brillo de miedo en sus ojos.
– Tú nunca hablas de ella -le recordó.
– Bueno, pues voy a hacerlo ahora.
– ¿La amabas? -le preguntó, evitando mirarlo.
– Sí -respondió-. Sí que la amaba. Mucho. Nos conocíamos desde que éramos casi unos niños. Yo quería que ella viajara conmigo siempre que pudiera. Ella no se mostraba muy deseosa de hacerlo, pero yo insistía. Pensaba, en mi arrogancia, que el lugar de una esposa estaba siempre junto a su marido.
La brillante mirada de Joanna estaba en aquel momento fija en su rostro.
– ¿Qué sucedió? -preguntó con tono suave.
– Llevábamos cinco años casados cuando me destinaron a la India -explicó Alex-. El barco sufrió el ataque de la escuadra francesa al mando del almirante Linois. Escoltábamos a un par de mercantes que estaban anclados en la boca de Vizagapatam -se interrumpió-. Se produjo un accidente en el polvorín. Una chispa…
Todavía podía oír la explosión en su cabeza, sentir el sabor del humo y la pólvora en la boca, oler la sangre. Se estremeció. Los dedos de Joanna estaban cerrados sobre los suyos, su mano pequeña y caliente, dentro de la suya.
– Un terrible incendio destruyó el barco -continuó con tono inexpresivo-. Bajé a la sentina en busca de Amelia. La encontré, pero… -vaciló-. Había sufrido horribles quemaduras. Sabía que iba a morir. Casi con su último aliento, me pidió que la perdonara por haberme fallado -su voz se enronqueció-. Seguía disculpándose conmigo, una y otra vez, pidiéndome perdón por no haber podido escapar a las llamas. Pero fui yo quien le falló a ella. Yo había insistido en que me acompañara. Si se hubiera quedado en casa, en Inglaterra, ahora estaría viva.
Hubo un silencio. El viento estaba empezando a levantarse, azotando las paredes de la antigua cabaña.
– Estaba embarazada -terminó Alex-. Y nunca volví a querer otra esposa, ni otro hijo, hasta que fuiste a buscarme aquella noche al hotel para hacerme tu propuesta.
Por un instante, distinguió una vívida emoción en el rostro de Joanna. Sus dedos temblaron dentro de los suyos. Un momento después, ella inclinó la cabeza y la cortina de su pelo ocultó su expresión.
– Perdiste también un hijo -murmuró-. Oh, Alex… Lo siento tanto…
– Nunca le conté a nadie lo del niño -le confesó él.
El recuerdo de Amelia siempre había estado presente en su alma, poderoso. Ahora se daba cuenta de que se había aferrado a él porque, de alguna manera, había sentido que si empezaba a olvidarla, eso habría significado también sentirse menos culpable, menos responsable de su muerte. Durante años no había querido que nadie ocupara su lugar. Balvenie no podía tener un heredero porque él había perdido a su esposa y al niño que habría debido ser su sucesor. Pero entonces había aparecido Joanna, y todo había empezado a cambiar.
– Amelia era muy buena, muy dulce. No tenía fortaleza ninguna. No era como tú -hasta tiempos muy recientes, había pensando que Joanna era débil. También en eso se había equivocado-. Ella nunca habría cabalgado hasta aquí para buscarme, como tú acabas de hacer. Habría esperado a que yo volviera.
– Por tus palabras, debió de ser una mujer sensata y de buen sentido -comentó Joanna, bajando la mirada a sus botas esquimales-. ¿Qué mujer en su sano juicio habría cabalgado hasta aquí, estropeando sus bonitas botas y su traje de montar en el proceso?
Alex reconoció la profunda emoción que latía bajo aquellas aparentemente desenfadadas palabras. La obligó suavemente a levantar la cabeza. Sentía su piel caliente bajo sus dedos, tan tersa que le asaltaron unas irrefrenables ganas de besarla. De pronto, el impulso fue más fuerte. Ansiaba reconfortarla, expresarle su admiración por lo que había hecho.
– Me alegro de que hayas venido -le dijo con tono suave.
Sus miradas se enlazaron. La atrajo hacia sí, envolviéndola en sus brazos. Estaba admirado: ¿cómo podía una mujer que parecía tan frágil demostrar al mismo tiempo tanta resistencia? Apoyó el mentón sobre su pelo.
– Hoy, cuando vi acercarse al oso… no pude moverme. Fue terrible -sus manos se tensaron sobre su cuerpo-. Sabía lo que tenía que hacer, pero era como si una fuerza invisible me impidiera moverme. No consigo explicármelo. Sólo podía pensar en que había fallado antes y que en ese momento iba a volver a suceder, pero de diferente manera…